María. Y pareció que el nombre lo utilizaba para decirse. O que lo había comenzado a pronunciar mucho antes. María.
María. Y antes de que se extinguiera el sonido, sabía que aceptaría la piedad de la mentira leve que le daría. Sólo con la mirada – como un sube y baja que nacerá en el presente, que barre los restos de la cena y que llegará al pasado de su rostro: Domingo tan lejano, tan él, usurpado por ese señor que ahora dice María.
María. A la espalda que aún conserva la dignidad erguida. El vapor entre ella y el cristal de la ventana. El aroma del guiso gobernado por el chorizo. María.
María. ¿Lo dije?, se pregunta. Y se mira las manos, tendidas como codornices muertas que nadie se decide a desplumar y desollar. Endurecidos sus cuerpos, suelta y mustia la piel. Como si hubiesen volado a través de varias vidas. María, cuántas vidas.
Cuántas manos hemos sido
desgarradas. Como de haberse asido a algo con desesperación; para darse cuenta, al final, que se agarraban de sí mismas.
Llenas de rostro, de tanto ocultarlo y llorarlo allí: como un tatuaje de verano, de esos que apenas si se notan, ¿sabes cuáles te digo?, de los que usan los nietos.
En las manos tenemos la identidad: aquí, estas mías, labradas y ahora sin ocupación. O las de Evaristo, siempre estiradas, suplicando una moneda u otra forma de absolución.
Aquí, entre estos pliegues que equivocaron la predicción, hay una cicatriz que fue una promesa.
María…
Dime, Domingo, sin girar el rostro. Pelando judías verdes.
Nada, nada. Se me ha ido lo que te iba a decir.
Si era importante, ya volverá.
María. La voz comenzando acomodarse al molde de la palabra, del sentimiento. Por qué no podía decirle aquello. Conocía la palabra. Y sabía que podía pronunciarla. La había dicho muchas veces caminando por el rincón. Practicándola. María.
María. Tú lo sabes. Lo tienes que saber. Aunque no lo haya dicho nunca, lo tienes que haber siquiera intuido. Sé que mi mirada dice esa palabra tan breve, tan sencilla. Por qué no podemos decirla, María. Porque tú tampoco me la has dicho nunca. Pero te la he visto en las manos, cuando me arreglas el cuello o me sirves la comida o me acomodas el pelo que siempre anda envuelto en sublevaciones. La he entrevisto en la mirada. Sobre todo cuando tejes y te concentras y de repente levantas los ojos verdosos y me miras y rápidamente vuelves a los puntos. María.
María. Quién nos enseñó estas distancias. Esta severidad sin propósito. Esta tristeza de vivirle pedacitos a la vida. María.
María. Y ella se gira. Pero Domingo no la llamó. Pon la mesa, quieres. Y el acepta la piedad de ocupación leve que le ofrece. Acaso, piensa Domingo, estas sean las maneras de decirnos los sentimientos. Socorros, gestos, silencios llenos de significado, de caricia.
© Marcelo Wio
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