Madox

 

 

En la radio decían alguna rutina con tono de novedad y perentoriedad. El viento lastrado de humedad movía la cortina fina, casi transparente, y metía un polvillo fino en la habitación. El sol desprestigiaba todo lo que alcanzaba con un sepia mortecino. Marjorie, sentada a la mesa, observaba el revólver que había participado en varias transacciones sin decidirse a cogerlo, aunque fuese para quitarlo de la vista – para quitar todo lo que significaba: un resumen que, con el correr de las horas, se le iba haciendo más oneroso. Quizás, pensaba, el tiempo lo terminara por disminuir como a todo. Menos a ese polvo que se posaba sobre todas las superficies del pueblo desde que tenía uso de razón. ¿Cuándo la tuve?, pensó. ¿Quizás a los seis o siete años? Igualmente, quién adquiere la facultad de discernir – realmente discernir – como si fuese una característica (como las tetas o el bello) que una llevará consigo hasta la tumba. No, no, quita, mejor saber lo justo, como los animales aprenden su supervivencia; lo otro complica aún más las cosas, se dijo.

El polvo, siempre el polvo. Y tras él, las intenciones repetidas, como nacidas a partir de una impureza o una insinceridad – aglutinándose a partir de una mota mínima. Marjorie cogió el vaso y apuró de un trago el resto del bourbon pasable. Restaban unos tres o cuatro dedos de líquido en la botella. Suficiente para soportar la espera, calculó. Encendió el cigarrillo que acababa de liar. En la habitación sólo había la mesa de madera basta, dos sillas igualmente ordinarias, un teléfono negro y una radio vieja. Sobre la mesa, un cenicero, una bolsita de cuero con tabaco y papel de liar, una cajetilla de fósforos, el vaso, la botella y el revólver – en cuyo tambor faltaba un cartucho, como siempre: superstición o una posibilidad de redención (o, más bien, de transferir responsabilidades: hacía lo posible para que la mano del Señor interviniese; si Éste no quería, pues qué podía hacer ella al respecto). Sobre una de las sillas, reclinada, Marjorie. Sobre ella, la espera que, como una sábana cubriendo un viejo mueble, parecía parte de una decisión, de una obligación más amplia que el mero hecho de estar allí, aguardando un hecho puntual y ordinario – acaso, lo que lo hacía medianamente sobresaliente. Exhaló el humo que por un momento porfió su identidad frente al polvo, pero enseguida se vio incorporado a su avasallamiento. Miró una vez más el arma, y esta vez la cogió. La sopesó, como si no la conociera de sobra; y, sin dejar de asirla, la dejó descansar sobre su regazo. Así, quizás, la resolución llegase más prontamente. Oprimió el revólver como si se asiera a lo único que podía ofrecerle una seguridad o un amarre en aquella habitación y, a la vez, como si lo culpara de alguno de sus males, de sus defectos, o lo que fuese esa aglomeración que de pronto le sobrevenía en la garganta.

Se obligó a recordar el motivo – íntimo, ajeno a Madox o cualquier otro -que la forzaba a aguardar. De no hacerlo, creía, quedaría atrapada en un mismo instante indiferenciado. Recordar era justificar el propio momento – y los elementos adheridos – desde el que memoraba. Sin esa biografía escasa, instantánea, todo podía volverse contra ella. Especialmente ese revólver preciso. Cada vez que le tocaba someterse a una espera recorría los eventos que la habían consignado a ese sitio, a esa circunstancia; una cadena, más que causal, de descargo. Y mientras lo hacía, jugueteaba sin nerviosismo con el tambor siempre frío del arma, haciéndolo girar pausadamente para oír ese sonido que tan bien conocía y que, se le hacía, tenía algo de mecanismo de reloj, de inexorabilidad – una herramienta del destino, o de la historia. Recorrer los eventos era, después de todo, transitar la implacable rectitud del cañón. El arma la condujo nuevamente a la habitación, a la espera de Madox. ¿Lo reconocería? Las señas que le habían dado podían encajar en demasiados individuos – menos, pensó, en el propio Madox. Después de todo, hacía años que nadie lo veía. Todo eran rumores. Por qué alguien querría liquidarlo justamente ahora, cuando se llevaba tanto sin siquiera nombrarlo, se le escapaba. Tampoco es que a ella le quitara el sueño; a fin de cuentas, creía que cada cual es dueño de quitar lo que le estorba.

*

Unos golpes sonaron en la puerta. Tres – casi pudo sentir cómo quien golpeaba abortó un cuarto golpe. Resonaron como si fuese la propia puerta la que los emitiera, y, para ello, precisara alejarse de sí misma, al punto que Marjorie pensó que golpeaban la puerta de enfrente del pasillo. Otra vez; dos golpes. Esta vez más cerca. Se calzó el revolver en el cinturón que le ceñía el vestido a la cintura dando la impresión de dividirlo en una falda y una blusa hechas de la misma tela; apagó la radio y se dirigió a la puerta.

– ¿Pensaste que no vendría? – preguntó el hombre no bien ella abrió la puerta. Y añadió: Yo también; creí que nunca terminaría esa partida.

Marjorie volvió a su sitio sin responder – pensó en decirle que no hacía falta mentir, que la partida seguramente había terminado pronto para él, como siempre; que sus visitas a la casa de Adela no eran un secreto ni tenían por qué serlo. Dejó el revolver nuevamente sobre la mesa – ¿para intimidarlo o para intimidarse a sí misma? Por comodidad, resolvió.

– No va a hacer falta – dijo el hombre, señalado el arma con la vista.

– Si tienes para este asunto los mismos pálpitos que para las cartas…

– Los pálpitos están bien, la suerte los contradice – ensayó una sonrisa que se quedó a medias y le dio un aire patético.

– Pensé que traerías algo para beber.

– Era la idea. Pero me marché un tanto abruptamente y me olvidé.

Ella lo miró frunciendo el ceño, como si quisiera distinguir algo lejano.

– No, no, nada de eso. Pero si me quedaba una mano más, me hubiese enganchado a la partida siguiente. Les faltaba gente.

El aire cálido entraba por las ventanas cargado ahora de fuertes olores a comida. Siempre la misma charla con él – o una variación indistinguible. Esta vez no quería reproducirla más allá de lo necesario. Después de todo, pensó Marjorie, aquello era como una burocracia: un procedimiento para poner en marcha alguna acción que, en realidad, habría de ser diferida sin fin. Y el trámite se había cumplido tantas veces, que bien podían saltarse un formulario, un paso. Marjorie sacó una pequeña bolista de cuero del costado de su cinturón. Sacó unos billetes muy doblados y los deslizó sobre la mesa.

– Ve a buscar unas botellas de cerveza y algo para comer – había decidido que no quería más bourbon y que quería que el hombre se fuera.

El hombre, que tenía el rostro hinchado y brillante de sudor, ondeaba la mirada hepática alrededor de los billetes prietos intentado adivinar su valor.

– No – dijo de pronto -, mejor me quedo contigo. Debe estar al caer.

– Si viene – ella presentía, de la misma manera en que se saben los hechos consumados, que no vendría -, aún tardará. Ve – y desplazó los billetes aún más la dirección del hombre, que aprovechó para ceder al impulso de sentir esa suma magra en la mano. ¿Por qué lo sé?, se preguntó. Porque alguien ya le habrá avisado, se respondió inmediatamente. Porque él mismo está escribiendo el suceso, su desenlace, puntualmente.  Todos escribimos nuestro final sin saberlo, pensó, y la persistencia del hombre – la mezcla de olores que había terminado por ser, y que delataban su presencia más que su propio cuerpo – en la habitación la rescató de esas ideas que siempre terminaban envolviéndola como una corriente ladina.

– Cerveza y algo para comer. No tardes más de cinco minutos.

– Que no mujer. Qué poca fe.

– No tengo fe. Sólo confío en las pautas, en los hechos.

El hombre cerró la puerta suavemente, como si temiese dañarla. Después de todo, para que alguien venga, debe haber una puerta, algo que separe presencia de ausencia, algo que permita que la segunda se anuncie, que realice la transición de un estado al otro. O quizás, pretendiese hacer de cuenta que nunca había entrado allí. Que la próxima vez que entrara sería la primera. Que estaba había sido un simulacro fraudulento. O, caviló, ¿quizás la próxima fuese la falsificación? A fin de cuentas, ya no sabía si seguía siendo Madox o si ya era completamente Hank. ¿Había sido realmente Madox alguna vez? Bajó las escaleras crujientes preguntándose para qué había ordenado su muerte, y por qué se lo había encargado a Marjorie. Había sido un impulso de madrugada, de hastío. ¿Sentirse una última vez Madox? Se arrepentía ahora. En realidad, se había arrepentido en cuanto había enviado el mensaje a Santa Catalina.

*

La tarde trazó su mancha romboidal sobre la habitación hasta dejarla con una tenue claridad que fue cesando de temblar a medida que se apagaba – como una vida extinguiéndose. Los ruidos que subían de la calle se fueron amortiguando contra la noche que manoseaba las fachadas.

Esperar era otra forma de perseguir, de acechar. De asediar. Tarde o temprano pasaría por allí; era inevitable: todos están condenados a moverse a lo largo de un itinerario que se establece temprano en la vida, aún a sabiendas (o intuyéndolo) que esa ineludible repetición (mezquina topografía de fatalidades y vanos aciertos) es lo más parecido a una inexorabilidad que existe.

Quizás porque todos buscan su propia derrota – creyendo encaminarse tras triunfos, prestigios o el eminente engaño de otra vida, otra oportunidad. Nunca hay tal cosa. Hay ese trecho que cada cual tiene y que lo conduce a su destino, aproximándolo a ese instante, a ese hecho que en realidad ya ha sucedido. Ya ha sucedido, verbalizó Marjorie en la habitación a oscuras, blandamente iluminada por la luz que ascendía de la calle empujada por el aire caliente que se desprendía del asfalto agrietado. Tocó el revolver como si aquel gesto sirviera como prueba testimonial de su afirmación.

Hacía más de dos horas que se había ido el hombre a comprar unas cervezas y algo para comer. Se puede confiar en las idiosincrasias tajantes de las personas como en el propio reflejo de cada mañana, pensó Marjorie. Había contado con el que el hombre no podría resistirse a ese montoncito de billetes minuciosos, a su impulso de volver siempre a una mesa que sólo podía ofrecerle distintas versiones de fracaso y humillación.

Por algún motivo, Marjorie recordó una charla antigua con el hombre. O más bien, de una hilacha mínima, porque no se acordaba de qué habían estado hablando; tan sólo que el hombre había pronunciado las palabras traición y engaño. ¿Por qué le llegaban esas palabras como un eco increíblemente extemporáneo? No recordaba si definían algún acto que la involucraba o si se referían a alguna incompetencia o malicia ajena. Concluyó que esas palabras no querían decir nada. Al menos allí, donde todos conocían, quien más, quien menos, el percal de intenciones y desganas. Todos habían aprendido como un catecismo los posibles desarrollos de sus vidas – esos actos que los habían depositado en ese territorio que todos denominaban presente (y lo hacían como si escupieran o pronunciaran una desgracia, una traición) –, y habían aproximado con mucha precisión las cronologías de los demás (que, por otro lado, apenas diferían de las propias).

Deshizo la evocación de las palabras – y lo que traían consigo – en el aire, donde todo termina por disolverse. Pero no pudo evitar que otras cuestiones colonizaran sus meditaciones: ¿Y si la espera no tenía final? ¿Cabía la posibilidad de que se la compulsaran como finiquitada si mataba al hombre en cuanto volviera, en lugar de a Madox, con alguna excusa lacia, idiota, reiterada – no traer la cerveza ni algo de comida? Le conocía todas las mentiras. No, no eran mentiras. Eran otra cosa. Expresiones de degradación: se rebajaba a esas historias que remedaban los parches infantiles con que se pretenden disimular las travesuras, la necedad.

Porque mentir, caviló Marjorie, todos mentimos. Hasta que nos cansamos de ese esfuerzo, de ese lujo que queremos imaginar gratuito. Mentimos para rellanar el vacío que somos según las circunstancias – ante los demás, sí; pero principalmente ante nosotros mismos. Lo que es yo, se dijo, con esa mezcla de resignación, autoindulgencia y fe que se ponen en ciertas rumiaciones, quizás haya terminado por aceptar ese vacío, es decir, esa región de dudas, frustraciones y algún que otro anhelo indeterminado que se niega a claudicar (sólo por joderme). Tan solo por agotamiento; porque una mentira termina por exigir que se la cumpla (se la imite cabalmente) aunque sea en parte, que se la haga tender a un valor de verdad o de indiscutible verosimilitud. Y nunca vale la pena ese esfuerzo, porque siempre se termina por abjurar de aquellos círculos en los que se intenta encajar – de todo aquello que nunca se puede ser porque hace falta algo más que la voluntad, que el capricho.

Así y todo, aún hay material de esas mentiras que debo seguir cumpliendo. Por temor supersticioso. Por vergüenza. Y, sobre todo, porque no sabría quién soy si prescindiera de esas fabulaciones o mistificaciones. Pero ahora son otros los embustes que perpetro. Profesionales, por llamarlos de alguna manera (por justificarlos). Necesarios. Casi ajenos… ¿A quién pretendes engañar, Marjorie?, estás sola. Como siempre.

¿Era música de piano lo que acercaba la brisa hasta la mesa donde estaba el revólver? ¿O era la voz de un niño imitando la misa? ¿O el reproche viejo de una pareja? Todo parecía confundirse a esa hora en que el polvo se domesticaba transitoriamente: una indistinta masa, una mismidad de alientos, palabras y sudores. Y era así, pensó Marjorie. Así hasta que entraba el empecinamiento por nombrar y obrar. Entonces la confusión, las mezquindades: ruido y más ruido.

*

Hank golpeó la puerta a las tres y pico de la madrugada. Marjorie le dijo que pasara. El hombre estaba agitado. Transpiraba copiosamente – lo hacía parecer más gordo. En la mano derecha sujetaba una bolsa de papel; un cuello de botella, también sudado, sobresalía. Marjorie se sorprendió. Estaba segura de que se iba a gastar todo el dinero en alguna partida.

Antes de siquiera franquear la puerta dijo:

– No va a venir – la voz extinguiéndose entre los jadeos que rebuscaban aire.

Marjorie desanduvo la distancia breve que los separaba cogió la bolsa y, dirigiéndose a la mesa, aseguró:

– Ya vendrá.

– No. Lo mataron en Sausaltio. Lo comentó en el bar de Elmer un tipo que vino de Grover esta tarde. Cuando pasó por Sausalito sólo se hablaba de aquello.

– ¿Pronunció su nombre?

– Sí. Joe Madox. Clarito. Varias veces.

– ¿Cuándo dijo que lo mataron?

– El hombre pasó por allí cerca del mediodía, y no debía hacer más de una hora que lo habían matado.

– ¿Cómo?

– Un balazo, ¿cómo va a ser?

– La situación. Quién.

– Un tipo que nadie había visto antes. Fue en el bar que está a la salida del pueblo. Nadie supo por qué. Sólo que de pronto se los vio frente a frente e igualmente de improviso se oyó un disparo – no vieron ni fogonazo ni gesto de sacar arma y apuntar; nada. Luego, sí, notaron que el desconocido guardaba un revólver en una cartuchera bajo la chaqueta. El tipo salió sin decir nada. Nadie hizo nada por detenerlo. En Sausalito se convencieron de que había ido al pueblo sólo para matarlo.

– Es verosímil – y por eso mismo podía ser falso, pensó. A esa hora debía pasar por Sausalito de camino hacia aquí. Siempre bebía algo en el bar de Carol… O eso se comentaba. Pero igualmente, esperaré hasta mañana.

– Luego de oír esta noticia fui a ver a Louis, el del correo – tiene siempre montada una mesa de póker por las noches; ideal para los que andamos escasos de pasta. En fin, le pedí que llamara a Sausalito, que preguntara por el asunto. El propio sheriff lo corroboró. Joe Madox está muerto.

No sabía por qué había dicho que prolongaría la espera. Para ganar tiempo, quizás. Porque, qué significaba aquel giro de los acontecimientos. Nada, Marjorie, qué va a querer decir. No vengas con supercherías. Esperas porque nadie sabe bien cómo es Madox. O cómo es ahora, el menos. Hace tanto que nadie lo ve… El muerto podría ser cualquier otro. Ella, igualmente, esperaba un nombre, no un rostro. O, más bien, un rostro, una apariencia que se ajustaran a los rumores, a la mitología.  Y eso no lo puede matar nadie más que una, se justificó. No pensó en recurrir a un motivo más evidente: a dónde iba a ir a esa hora.

Hank, en tanto, había retrocedido hasta la puerta. Pero antes de que la alcanzara Marjorie le preguntó:

– ¿Escuchaste un piano que ya no se oye?

– Sí. Debía ser Jenkins. Se escucha según de dónde venga el viento y según el viejo respire con más o menos ímpetu. ¿Por qué?

– Por nada – Marjorie le miraba las manos inquietas al Hank, que jugaban con uno de los botones de la camisa. Regordetas, blancuzcas, de breves y suaves dedos; como de virgen o de pederasta, pensó, y sintió una repentina repugnancia. La asaltó una mezcla sucia de tristeza y rencor; casi como el inicio de una fe o una ideología.

Sopesó si matar a Hank – tan parecidos todos los seres entre sí – equivaldría a engañar al rumbo que se le imponía. Nada altera el que ya conozco, se dijo: un tiro en una húmeda madrugada de verano con fuerte olor a tilo; una muerte sin dolor, arbitraria. Ahora, a saber las bifurcaciones que ni siquiera le intuía a esa sustitución, a esa trampa innecesaria. Todas falsas, sí, pero ahí quizás se equivocaba el destino y ella… ¿Ella qué?

Hank, en tanto, había estado diciendo algo, seguramente lo de siempre con otras palabras o con las mismas, y de pronto, como si se hubiese acordado de una importancia, se despidió.

-Adela me debe estar esperando – explicó desde la puerta.

Lorraine esperaba, ella esperaba. Todos esperaban. ¿Una excusa para qué, esa manera de dejar que el tiempo surtiera algún efecto que la voluntad no podía?

– Ve, no hagas esperar a la pobre.

Hank salió y se llevó consigo esa música o lo que fuera que había subido la altura despreciable del piso.

Acaso sólo establezcamos una ilusión, y todo sea ajeno a nosotros, que apenas si gobernamos minucias, elementos accesorios, caviló. Y, aun así, le crecía la necesidad de adjudicarle ese disparo a un hombre, a cualquiera. Si la cosa se va a difuminar, que también lo haga para otro: por simetría o equilibrio, por cobarde antojo. Qué más da. Tal vez así, conjeturó, me asegure, a su vez, el tiro del final presentido o buscado.

*

Sonó el teléfono. Una voz de hombre, cansada, quizás algo borracha, le dijo a Marjorie lo que ella había conocido hacía apenas un momento antes.

– Por cierto – agregó la voz que parecía hablar desde el fondo de un charco en algún lugar de Santa Catalina -, lo que es para nosotros, usted cumplió con su parte. Así que, en ese sentido, las cuentas están claras.

Le preguntó qué haría; pero sólo para saber dónde ubicarla en caso de que quisieran contactar con ella. Ya sabe – explicó innecesariamente -, en este negocio los encargos se amontonan.

Marjorie tomó una determinación; que es lo mismo que decir que obedeció una de las bifurcaciones recién surgidas o evidenciadas. Por eso respondió: Estaré en Sausalito.

– Bien – pronunció la voz, y cortó sin saludar. Ella agradecía aquella brusquedad grosera que le daba a todo aquello un aire inconfundible de trámite oficial y, a la vez, de farsa.

Se dijo que tendría que ir con cuidado. Interpretando atentamente los rasgos inéditos de ese destino por el que andaba, pero también (y quizás, sobre todo), los de siempre que pudieran haber mutado imperceptiblemente.

Otra forma más de aburrirme, se dijo mientras se calzaba el revólver en el cinturón. Dejó la luz encendida. Quería que creyeran que seguía allí, testaruda, estúpida, aguardando nada. No sabía para qué. Sólo que eso le daba una ventaja.

*

A Hank le llegó la esa misma voz desde Santa Catalina unos minutos después. No lo va a dejar estar, le dijo, metálica, sin emoción, como si estuviera transmitiendo un número de teléfono.

-Ya lo sé – respondió Hank, y colgó. ¿Para qué había puesto en marcha aquella estupidez? ¿Para obligarse a ser él mismo otra vez? ¿Acaso este no era también él mismo? ¿Qué se puede probar uno a través de algo que uno mismo pone en marcha? La propia necesidad, como mucho. Pobre Marjorie, pensó con algo que se parecía mucho a la sinceridad pero que se quedaba corto: no llegaba a modificar su decisión.

*

Olor a muerte. Eso sintió Marjorie cuando salió a la calle. Un gato o una rata, conjeturó. Y aun así lo incorporó como un indicio infalible de algo. Y comprendió, pero sin saber qué. O, más bien, sin llegar a ser consciente de ello, porque otro planteamiento la asaltó; uno de tantos que peregrinan hasta llegarle a uno sin ton ni son. Lo último que Marjorie alcanzó a pensar fue: Qué bueno sería tener la salvación de la humanidad en mis manos para no hacer nada…

© Marcelo Wio

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