Las fabulaciones de Osvaldo

Una figura sin forma. Una sombra. Una intuición. Una intención. Una adivinación apresurada de un paseante desinteresado. Allí, parada en un portal como tantos. Todo universalidad. Ninguna singularidad en la escena.

¿Por qué?

¿Por qué no?

No sé, exuda tristeza.

¿Y por qué debería no hacerlo?

Para variar, Osvaldito, para variar.

La realidad varía más bien poco. Continúo. Es una hora de la noche en que…

¿Por qué siempre la noche para lo incierto?

Porque la noche me gusta, porque la luz implica un revelado muy evidente y bastante consensuado…

Bien, pero al principio dijiste que era todo universalidad y ahora, de pronto, pasás a la particularidad que permite la noche con sus alegorías personales, con sus interpretaciones individuales.

Qué querés, soy una contradicción. Dejame seguir, querés, sino nunca voy a llegar al final del desarrollo y va a ser todo mejunje, todo nudo (y Gordiano). Así pues, noche, con una neblina vaporosa…

Tautología, che.

Vos dejame utilizar las licencias que la literatura me permite.

Bueno, bueno, licencias que te permitís y que pretendés hacer pasar por literatura…

Qué difícil es encarar un relato con vos. Sigo. Noche. Neblina frágil, delgada – ¿te gusta más así? -, un taxi atraviesa lentamente la calle adoquinada con la esperanza de algún cliente tardío (lleva las luces de posición, costumbre muy porteña que nunca entendí). Yo, que soy el paseante desinteresado – indiferente respecto del entorno, porque el hecho de pasear responde a una finalidad bien concreta: combatir la falta de sueño y las paredes estrechas del departamento -. Yo soy el que adivina, el que imagina los detalles imperceptibles de la figura, el que le pone rostro, venturas y desventuras. Hago literatura.

Ya veo. Pero podrías llamarlo de otra manera, como para no injuriar…

Me querés dejar que siga.

Seguí, seguí, aunque no veo que esto vaya a llegar mucho más lejos que cualquier otra de tus habituales exposiciones.

Prosigo. Me detengo…

¿En qué quedamos?

… porque algo en la composición no me cuadra. Colijo distintas explicaciones y no hay tu tía, ninguna encaja. Y yo tengo una variedad extensa de fabulaciones a mano. Pero con esa figura en particular, nada. Es como si rechazara todo intento. Yo, a todo esto, inmovilizado en la vereda de enfrente, un poco en diagonal a la forma en el portal. No sé qué impulso peregrino me lleva a cruzar la calle. Tengo que ver las facciones de esa visión, de esa aparición… Me acerco con cautela…

Algo de cajón, no te ibas a acercar haciendo aspavientos y gritando “muéstrame tu rostro por un penique”.

Cuando querés ser hincha bolas no hay quién te gane.

Perdoná, no quería herir tus sentimientos literarios.

No te preocupes por mis sentimientos, tengo pocos y están curtidos… En fin, la cosa es que me acerco con parsimonia y lo que veo me espanta. De cerca, la figura, era una figura.

No me jodas, ¿en serio?

Pará, no te adelantés. Era una figura sin rasgos, sin forma definida. Sí, se intuía un antropomorfismo, pero nada más. Me acerco más. Ya sin tapujos. No me mire, me dice el ente o como quieras llamarlo. Pero… digo yo… Pero… su rostro… Ya lo sé, me responde, quién mejor que yo para saberlo, para aborrecer mi condición. ¡¿Qué le sucedió?!, pregunto espantado, arrepintiéndome en el acto de mi tono, que denotaba más asco que intriga. La forma me responde, che: Nada. Fui el bosquejo de Dios. Su error – uno de sus tantos, la verdad sea dicha – fue no descartarme… ¿Se da cuenta?

Sí, me doy cuenta. Dale, dejate de fantasmas y proyectos apócrifos de dios y pedí un par de cervezas más.

Sos un descreído.

Qué le vamos a hacer…

¿No querés saber cómo sigue?

¿Sigue? No, dejame de embromar. Además, el borrador de dios es infinito (es la humanidad, probablemente), casi como la divinidad misma. ¿Cómo pretender saber cómo sigue lo que nunca acaba?

Bah, sos un interlocutor de lo más aburrido.

Qué quéres que le haga, che, si yo soy de lo más corriente, pura carnalidad sujeta a la finitud más telúrica…

Voy a pedir las cervezas mejor.

Lo dicho, dos cervezas bien frías para morigerar la humedad y el calor.

Cuando vuelva, te cuento cómo se arregló el campeonato de fútbol de 1966 en el asiento trasero de un taxi estacionado en la Costanera Sur, a las cuatro y pico de la mañana del 5 de junio de 1965, choripán y vino peleón de por medio, entre Isabel II, Onganía y Erhard.

© Marcelo Wio

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