“Nos convertimos en esfinges, aunque falsas, hasta el punto de no saber ya quiénes somos. Porque, por lo demás, lo que somos es esfinges falsas y no sabemos lo que realmente somos. El único modo de que estemos de acuerdo con la vida es que estemos en desacuerdo con nosotros. Lo absurdo es lo divino”, Fernando Pessoa.
Había dormido mal y poco. Así que decidí no ir a trabajar. Avisé que estaba con una gripe terrible, que terminaría el artículo y que mañana lo llevaría. La contestación fue una pregunta descreída, pero sin encono: “¿Como los últimos catorce días?” Respondí que sí, sin fuerzas. Recibí, a cambio, un simple “está bien”, y colgaron el teléfono sin creerme. Tampoco es que les importe mi presencia. En el diario no cuentan mucho conmigo. Poco me exigen, pues poco esperan. Estoy allí porque no molesto; y porque funjo como ruina que amenaza, avisa y advierte, a los novatos, desde un rincón oscuro y olvidado, con la decadencia que sobreviene a ciertas trayectorias, a ciertas decisiones. Estoy porque no me quejo, porque cuando fue aquello de los despidos por el estatuto del periodista yo callé; porque cuando rebajaron los salarios yo callé. Porque siempre callo: no pregunto, no discuto, escribo las pocas líneas que me dan y me acomodo a lo que me tiren. Una postura abyecta, sí, pero cómoda. Acaso siempre haya vivido como si mi vida fuera sólo un prólogo de la muerte, y por eso gozo mi apatía, mi derrota: esa región donde las sensibilidades íntimas no penetran con sus trazas de dolor y arrepentimiento.
Entré en el periódico por un tío y me quedé, primero, por un par de piernas que se marchitaron – aunque antes, debo decir, me aburrieron o ellas se aburrieron de mí -, y luego porque no tengo el coraje para elegirme un destino. Cuando tuve la oportunidad de ejercer la valentía que dan los años escasos de fracasos, opté por la renuncia. Y ahí estoy, en un rincón de la redacción, escribiendo crónicas policiales sin prestigio, sin lectores.
Me levanté a las cinco de la tarde. Anduve paseándome por las habitaciones frías de la casa, mirando el vacío, como si visitara un museo de descuidos y soledades. Me detuve un largo rato ante mi biblioteca. Hacía años que no la observaba como una entidad. Los libros están amarrados a los estantes. Alguna vez los leí con entusiasmo, creyendo que contenían un secreto, una fórmula para ejercer la vida. Pero como con todo, los relegué al almacenamiento. Los lomos están desteñidos; los títulos apenas se dejan intuir.
Intenté escribir el artículo pero no pude pasar del primer párrafo: “Detuvieron a los dos fugitivos que se habían escapado de la cárcel de la capital provincial el viernes, cuando intentaban cruzar la frontera del norte. Dos efectivos de Gendarmería los reconocieron ayer por la mañana cuando merodeaban en cercanías del puesto de aduana. Los malvivientes oteaban los automóviles detenidos a la espera de la apertura de la frontera. Se cree que intentaban aprovechar un descuido para hacerse con un rodado”. Los dos fugitivos en cuestión son dos pelafustanes que robaron unos cuantos kilos de yerba mate. Unos pobres tipos. El diario venía informando sobre la evasión de estos “peligrosos delincuentes” desde hacía un par de días. Estupideces que entretienen a la vez que atemorizan a la población. Un poco de espectáculo. Un poco de anfetaminas contra las monotonías del interior.
Salí de casa a eso de las ocho de la tarde. Es momento del día en el que uno cree que la oscuridad durará para siempre, que uno se podrá inventar el personaje adecuado para vencer el desasosiego nuestro de cada día. Con el viejo abrilo largo que uso para interpretar mi personaje, anduve caminando por las calles repetidas del pueblo (aunque el intendente lo llama ciudad, con grandilocuencia) un largo rato, decidiéndome a golpear en la puerta de Estela. Por fin estiré el deseo de un poco de compañía hasta su casita de madera pintada de un verde poco convincente. Me abrió con el mismo gesto displicente de siempre. “¿Ya toca?”, me preguntó, como de costumbre. Me sirvió un vaso de Legui, encendió un pucho que me clavó entre los labios como una señal irrefutable de la vacuidad que tenían las palabras en aquel recodo del mundo. Ensayó su sonrisa de telenovela y me abrazó con las mentiras que habíamos acordado en el primer encuentro lejano. Una farsa que ensayamos unas cuantas veces al año.
El humo del cigarrillo se contorneaba como una odalisca llena de años, vacía de aplausos, que baila para nadie, para un tiempo que ya no es, sólo por la triste costumbre de un cuerpo que miente edades y sábanas y esperanzas.
Intenté alargar el prólogo antes de realizar la transacción; en el sexo siempre me sentí, irremediablemente, una especie de funcionario cumpliendo, obediente, la burocracia de caricias y jadeos; trámites que llevaba a cabo sin pasión, maquinalmente, desdoblado de mi fisiología que requería de atenciones sólo unas pocas veces al año. Por eso nunca supe cómo abordar los momentos previos al desorden de piernas, sudores y manos.
Cuando terminamos con el asunto, desterramos las escenas teatrales y conversamos como dos viejos conocidos. Me dejó una propuesta, junto con el dinero que no me quiso aceptar, en el bolsillo de mi abrigo, mientras me despedía como una madre que acompaña hasta la puerta al hijo que se marcha a la escuela, sabiendo que volverá al vientre de la leche con tostadas.
Mientras masticaba la propuesta – “Renunciá al trabajo. Venite a vivir conmigo” – me daba trompadas con el tiempo, pasado o futuro, qué más da, si las promesas que no hice ni cumplí y se las debo al antes y al después; con las éticas de pupitre; con el recuerdo de mi viejo malgastando vida en la fábrica para que sus sueños los realizara yo. Me sentía un lugar común, una broma gastada, olvidada por algún oficinista aburrido, con aires de bufón, en una mesa de bar.
Esa propuesta ya había sido mencionada, de manera tangencial, y como elemento de juego de esos que se ejecutan como parte de un embuste de amores, sólo para disimular el carácter comercial de los entusiasmos; pero ahora se efectuaba excediendo el ámbito aquél. A saber qué desesperaciones o urgencias ingobernables habían llevado a Estela a ese acto impaciente y tajante de dejar ese ofrecimiento flotando entre los billetes de veinte pesos era mucha carga para mí, que siempre había recurrido a fórmulas conformistas, repletas de ecuaciones que siempre llevan a la misma solución de borracheras y absoluciones que obsequian su gracia de resacas, evasiones y descuidos calculados. Demasiado me exigía: una decisión. Justo en el momento – en realidad, justo siempre – en que estaba cómodamente situado en una dejadez disfrazada de años. Cómo cambiar el esquema de nadas que se suceden día a día, cómo alterar el curso de la monotonía con una monotonía nueva, ajena. Cómo imponerle a mi soledad la compañía de otra soledad infinitamente más cruel, más tangible. No podría soportar los velos que tendríamos que tender entre nuestras existencias, los finos hilos que tendrían que marcar territorios y almas. Tal vez, sólo por rellenar trozos de cama inhóspitos, fantasmales, accedería. Pero en el balance de las horas, de las vigilias, del vagar por las habitaciones, todo indicaba que no compensaba engañar a la cama con cuerpos hurtados al destino, con presencias que no eran más que silencios infinitamente más dolorosos que el de uno solo. Prefería continuar con las visitas esporádicas, con el billete sobre la mesa antes de marcharme, cuando Estela descuidaba su mirada a propósito. Continuar con esos intercambios dosificados: demorarme luego de revolcarnos sin pasión para tomar unos mates, para contarnos nada y todo, para ejercer de amigos, de desconocidos atrapados en una estación de tren entre el hoy y el ayer, sin parada en mañana.
© Marcelo Wio
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