Hace unos años, un estudio encontró que los seres humanos imitan la circunstancia que les cae en suerte hasta en sus más mínimas e imperceptibles variaciones. Sobre todo estas últimas, las imperceptibles, puesto que son las que penetran más rápida y escrupulosamente en el inconsciente y actúan sin interferencias del intelecto – que, señalaba la misma investigación, está de por sí en franco declive.
Así, la mañana del 7 de marzo de 1956, Autólico Fernández se encontró, sin saberlo, replicando la absurda coyuntura que se encontró al llegar a la Avenida Fundadores Eventuales. Un caudal incesante de tráfico se interponía entre él y la parada de autobús ubicada en la acera opuesta. Esperó en la esquina lo que consideró un tiempo sensato, pero no había brecha en la tupida circulación por donde colar su humanidad. Siguiendo, pues, esa extravagante eventualidad, Autólico comenzó a andar con el fin de buscar un sitio donde poder cruzar la calle; pero lo hizo en sentido contrario al de la dirección del autobús que cogía cada mañana, de lunes a viernes, para dirigirse a la zapatería donde trabaja. Esas cosas que se hacen sin más, sin ponerlas en consideración, y por alguna extraña razón, en un principio, uno es incapaz de dejar de hacerlas. Luego, ya adentrado en la actividad, el tiempo transcurrido y la ausencia de resultados son los que, paradójicamente, nos empujan a seguir insistiendo con esa opción no escogida. Una serie de factores, entre ellos, acaso, los más importantes sean la falta de comprensión de la estadística y la educación religiosa que premia la abnegación y el fracaso – lo condicionan a uno a porfiar tales derroteros.
Volviendo al hecho puntual, Autólico emprendió la búsqueda de un sitio por el que poder salvar la avenida, pero no había caso: el tránsito era compacto y veloz. ¿De dónde salían tantos automóviles? Autólico había ya caminado unas quince o veinte calles cuando se percató de que avanzaba en sentido contrario al de sus intereses. Pero entonces pensó que acaso en la siguiente calle podría cruzar, o en la otra, a más tardar. Y también estimó que desandar lo andado lo llevaría al mismo lugar y, luego, vaya uno a saber cuántas calles más, visto lo visto, hasta dar con un lugar donde aquella irregularidad caducara. De todos modos, ya llegaba tarde a la zapatería. Minuto más, minuto menos, lo mismo daba a esa altura. Y con esa lógica absurda, continuó alejándose de su destino. Entre tanta cavilación o cálculo pifiado, no se le ocurrió que si pegaba media, al menos podría caminar hasta la zapatería. Está visto que ya estaba acaparado por la ridícula circunstancia.
De aquella mañana a esta otra, en que Autólico llega a una esquina y, finalmente, cruza, han transcurrido dos años, tres meses y tres días. Cuando llega a la otra acera, levanta la cabeza y reconoce la esquina por la que cada mañana cruzada para coger el autobús. Todo está como siempre. Los mismos letreros. Los mismos rostros conocidos. La misma luz verdosa para esa época; el mismo aire sin traiciones. No le dio tiempo a interiorizar las preguntas que se estaban comenzando a formar (¿qué vuelta he dado?; ¿ha sido todo una impresión mía?, etc.; y alguna metafísica leve); la llegada de su autobús (línea 7A) malogró su formulación. Subió, pagó el billete y se sentó. Sintió como si de sus piernas se desprendieran pesados parásitos que lo habían utilizado como medio de locomoción.
La zapatería estaba igual. Como el último día que había estado allí. Su socio, Encolpio García lo saludó sin sorpresa, una pura cotidianeidad. Aunque hay que señalar que añadió un “ya era hora” sin sorna, sin segundas, con un tono que parecía aludir a un retraso de cinco minutos, más que a uno de dos años y pico. Autólico lo saludó sin explicaciones, se calzó el delantal y se puso a trabajar; reproduciendo ahora su circunstancia habitual como si no hubiese habido interrupción.
©Marcelo Wio
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