Todo estuvo dispuesto en la plaza. La gente estirando los pescuezos para divisar el escenario; el intendente envuelto en su abrigo importado dándoles la espalda, mientras conversaba con uno de los concejales; la banda aguantando el frío, nosotros mirando a través de las ventanas ocultas por el reflejo del sol tímido y parco.
Vigner me llamó con la cabeza. “Soltemos al pibe, que les dé la noticia de que la intendencia está tomada. En cuanto se giren abrimos las ventanas y gritamos lo que se nos ocurra”, me susurró el viejo cuando estuve a su altura.
– ¿Y lo de la bandera? – le pregunté algo sorprendido.
Me había gustado la idea.
– Estuve buscando una mientras ustedes dormían. Pero en toda la intendencia no hay una puta bandera; ¿te podés creer?
– Yo me encargo del pibe.
Salí de la oficina y bajé las escaleras. Abrí la puerta del cuarto de limpieza. El pibe estaba despierto. Le dije que lo soltaría. El muchacho asintió. Noté que le importaba todo muy poco. Que lo único que tenía era sueño.
Le desaté las manos y, cuando me agaché para liberarle los pies, me dio una trompada en la mandíbula. Trastabillé y caí de espaldas frente a él.
– Ya sé que no fuiste vos el que me golpeó, pero no tenía al otro boludo a mano- dijo sin emoción, mientras se restregaba las muñecas. Para la próxima, primero las piernas, añadió.
No va a habar próxime, pensé, mientras me incorporaba y él se soltaba las piernas.
La mandíbula me dolía, la sentía desencajada. No me salió responder el golpe. Nunca había dado una trompada y no tenía ganas de empezar con ese mocoso. Además, comprendía su bronca. Ya me hubiese gustado a mí dar un golpe cuando correspondía. Pero las ofensas las había aguantado agachando la cabeza, o el lomo, o el bolsillo. De alguna manera, lo admiré o lo envidié.
Entre los dos movimos el escritorio. Abrí la puerta lo justo para que saliera.
– No sé qué sentido tiene lo que están haciendo, pero tienen huevos, eso no se puede negar – deslizó mientras yo cerraba la puerta.
Tampoco se podía negar que eramos un grupo melancólico. Y que no sabíamos qué estamos haciendo.
Con esfuerzo coloqué el escritorio de manera que trabara la puerta. Me quedé un momento apoyado en él. Encendí un cigarrillo. Fumé sin pensar en nada. Por primera vez en mucho tiempo estaba conmigo mismo. No me caía tan mal. No era más pelotudo que la media, después de todo.
Cuando terminé el cigarrillo, subí las escaleras y entré en la oficina. El resto del grupo estaba asomado a las ventanas.
– Ya lo saben – me anunció Vigner sin girarse.
Me acerqué a las ventanas. El comisario, el intendente y algunos concejales miraban hacia la intendencia. Buscaban en las ventanas un cuerpo, un rostro. Pero el reflejo no los dejaba ver nada. Gómez se hacía pantalla con una mano y le decía algo al intendente.
– ¿Y ahora? – le pregunté a Vigner.
No me respondió. Seguía pegado a la ventana, como si estuviera meditando.
Se giró y me dijo: “No se me ocurre nada”. Había algo de tristeza en su rostro. O desolación. Yo no sabía qué decirle.
Me asomé a la ventana. La gente empezaba a desviar las miradas del palco y a mirar hacia la intendencia. Los rumores corrían de prisa. Algo pasaba. Se los veía hablar, comentar entre sí, otear a los que tenían cerca, como si intentaran ver quién faltaba, saber quiénes eran los que estaban dentro de la intendencia.
Nosotros parecíamos los espectadores, seres ajenos a los acontecimientos, meros observadores. Como si los sucesos tuviesen lugar en la plaza.
Por fin Vigner rompió la modorra, como si algo se le hubiese ocurrido. Abrió de golpe una de las ventanas y, empuñando la metralleta de madera en alto, sacó medio cuerpo y gritó entre lágrimas: “¡Viva la revolución, carajo!” Sonó profundamente patético, como sacado de una de esas películas yanquis que tienen lugar en un país latinoamericano inventado, con extras bien morenos y panzones, transpirados y con barbas renegridas de varios días.
Y ahí estaba Vigner. Una parodia de sí mismo. Enseguida cerró la ventana de un golpe. En la plaza todos se quedaron mudos, con los rostros vueltos estúpidamente hacia la ventana. Me pareció que el comisario movía la cabeza como fabricando un gesto de profunda pena.
El mutismo duró poco. Pronto nos llegaron los murmullos generalizados. El intendente comenzó a gesticular con histrionismo. Gómez asentía apesadumbrado. Los concejales hablaban entre sí con ímpetu, con gestos de actuada indignación. Pelotudos de mierda… El comisario le dijo algo a uno de los cabos, y éste se fue corriendo al patrullero. Volvió con un megáfono, que le entregó al comisario. El intendente no le dio tiempo a agarrarlo y se hizo con él. Se le acercaron los concejales y parecieron deliberar. Gómez quedó a un costado de la reunión improvisada. Todos parecían hablar sin escucharse, amontonando palabras, prepotencias, bravuconadas y veredictos. De pronto, uno de los miembros del corro se giró y le indicó algo al comisario. Gómez se desprendió de las cercanías del grupo, se acercó a la banda, le ordenó algo a uno de los músicos y se volvió hacia los márgenes de los congregados.
Inmediatamente la banda comenzó a tocar “Calle angosta”. Todo se conjuraba para componer una circunstancia de lo más ridícula. Los que habían optado por quedarse en casa aquella mañana, se fueron acercando a la plaza. Pronto estuvo llena, de punta a punta. Había gente subida a los árboles que iba comentándole a los que estaban abajo lo que veían – que era nada -. Finalmente, el grupo deliberante se separó. El intendente caminó hacia la intendencia y se paró en medio de la calle con aire de camorrero. Se desabrochó el abrigo y, como un Wyatt Earp desfasado y menguado, comenzó a hablar por el megáfono: “Una vez reunido el gabinete de crisis del gobierno de esta ciudad, instamos a los subversivos a que depongan inmediatamente su actitud. Bien conocen todos la predisposición de esta administración para el diálogo. Es por eso que los invito a ustedes a deponer las armas y a entablar una negociación que termine con esta intolerable situación. Este gobierno, representante fiel de los intereses de los electores, les da dos horas para terminar con la toma de la intendencia. No permitiremos que se pisotee el orden y la moral de esta comunidad”. Se dio media vuelta y volvió junto al escenario, donde ya se estaba improvisando una especie de sala de reuniones: unos cuantos caballetes y tablas se habían dispuesto a modo de mesa, y las sillas que ocuparían las autoridades durante los actos se acomodaron alrededor.
– ¡Será hijo de puta! – gritó Vigner.
– Es boludo, el muchacho, no le da para más – sentenció Stein.
El viejo parecía abatido, como si un cansancio antiguo, que lo había perseguido pacientemente, desde siempre, se le hubiese echado de golpe encima. Lo palmeé en la espalda. Vigner alzó la vista, una mirada lejana, que situé entre pupitres, guardapolvos y tiza; entre retratos, venias y resignaciones. Me dio lástima. Pero enseguida esa lástima se convirtió en una compasión hacia mí mismo ubicado en esos mismos escenarios pretéritos en los que había situado a Vigner; y en el escenario presente, en el futuro. Si hubiese tenido lágrimas las habría usado.
En tanto, la policía había vallado la calle que da a la intendencia y se había apostado con sus escopetas Ithaca apuntando al edificio; a las ventanas, más precisamente.
Me senté, cansado, en el suelo, contra una pared. Estela se acercó y se resbaló hasta acomodarse a mi lado.
– Hubiese sido más fácil que te contentaras con lo que te había ofrecido – me dijo.
– Supongo que sí. Pero ahora es fácil suponer otras situaciones siempre más favorables.
Me pidió un cigarrillo. Me quedaba uno, así que lo compartimos.
Las dos horas pasaron volando. Ni siquiera recuerdo qué hicimos durante esos instantes. Sólo que de pronto la voz del intendente volvió a retumbar en la oficina.
“Se cumplió el plazo”, fue todo lo que anunció, en tono amenazador, de pendenciero de bar.
En la oficina el aire era suave, edulcorado con algo de olor a humedad.
Todo pareció detenerse, como si un director omnipresente hubiese dicho “corte” o “pausa”, como si se hubiese tratado del ensayo de una obra mala. Malísima: un conjunto de acciones sin pies ni cabeza; sin argumento; sin sentido.
Entonces Belleti, burlándose de los guiones, se incorporó, se asomó por la ventana, y apuntó con su ametralladora de madera. Hubo un momento muerto, donde todas nuestras miradas se cruzaron, se interrogaron y se respondieron. Yo busqué inmediatamente la de Vigner, que me miró y me dijo: “No anda mal encaminado Belleti; a fin de cuentas, la moderación es un invento fatal”. El viejo se levantó y se acomodó al lado de Belleti, y apuntó también hacia fuera y gritó: “¡Ahora es cuando nos fugamos!”. Todos nos levantamos, cómicos, lamentables, locos, como si por arte magia las maderitas se fueran a convertir en armas reales y a darnos una oportunidad, y ocupamos las otras ventanas. Los disparos comenzaron a zumbar por todas partes. Yo me tiré al suelo, pero el resto siguió de pie, estoico frente a las balas. Uno a uno fueron cayendo, desparramando gritos de dolor y alegría y alivio. Parecía una ceremonia extraña, una despedida inusual, un final de juego a bombo y platillo. Un jugárselo todo a la ruleta, con la certeza de que no hay números ganadores – y mucho menos ganas de ganar -, porque encontrarse con una victoria a esa altura hubiese resultado un fracaso rotundo y definitivo.
Los cuatro desparramados a mi alrededor, como si me recriminaran el haberme salido del juego, no haber tenido la fe suficiente para salvarme. El resto era vidrios, pedazos de mampostería, astillas de madera… Y esos cuatro juguetes ridículos, rabiosos, rotos, que se reían de todo.
Busqué a Vigner con una mirada avergonzada. Su mirada detenida parecía rebuscar algo en el techo, como si evocara viejas humillaciones, derrotas, con aire de vindicación.
© Marcelo Wio
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