La huida IX

Estela estaba recostada en el sillón. Apoyé mi mano suavemente en su hombro izquierdo y la sacudí levemente. Abrió los ojos con pereza. “Son las cuatro”, casi me disculpé. Respiró profundamente, asintió con la cabeza y se sentó en el borde del sillón. En tanto, Vigner intentaba despertar a Belleti que dormía sentado en uno de los sofás. El otro estaba ocupado por Stein, con una “metralleta” apoyada sobre sus piernas.
Vigner y yo habíamos terminado el paquete de cigarrillos entre anécdotas sencillas, que nos contamos con cierto entusiasmo nervioso en la cocina.
Estela fue al baño. Belleti se desperezó ruidosamente. Vigner, Stein y yo nos calzamos los abrigos.
– Las “armas” las llevamos en el bolso – ordenó Vigner.
Cuando todos estuvimos listos para salir, me eché el bolso al hombro y Estela apagó las luces. La noche reinaba sin oposición – al punto que no parecía posible que fuera a haber un día después de aquel -. Estela cerró la puerta, pero cuando fue a echar la llave, desistió. Soltó un suspiro profundo y se unió a nosotros, que ya habíamos empezado la marcha.
– Vamos por la parte alta del pueblo – propuso Stein.
Eso suponía un rodeo. Pero era mejor para evitar ser vistos. Aunque si alguien nos hubiese visto, nada hubiese cambiado.
Eran las 4.51 de la mañana cuando pasamos frente al viejo Hospicio de Leprosos, que también hizo las veces de manicomio. Apuramos el paso y arrojamos miradas intranquilas hacia la oscuridad, como almas furtivas que intentaban burlar a Caronte.

La plaza estaba desierta. Los árboles parecían esqueletos inmensos, marionetas olvidadas luego de una desgracia colectiva. El pasto estaba reseco, de un amarillo desteñido. Sobre la vereda que daba a la intendencia había un escenario raquítico, listo para los festejos del aniversario. Cruzamos la plaza casi corriendo hasta llegar a la intendencia. Allí nos paramos sin saber muy bien qué hacer. Vigner tomó la iniciativa y llamó a la puerta de madera pesada. Los golpes sonaban secos, tenues. Estuvimos un rato esperando ahí fuera. Por fin escuchamos unos pasos acercándose desde adentro. Las visagras de la puerta chillaron. Se abrió con dificultad. Un muchacho joven asomó medio cuerpo.
Vigner abrió la puerta del todo y entró, empujando al muchacho que cayó de espaldas al suelo.
– ¿Qué esperan? – llamó el viejo.
Entramos tímidamente. El muchacho intentó una protesta pero Belleti le dio una trompada.
– No hacía falta eso, Belleti – lo reprendió Vigner.
Stein cerró la puerta y echó la traba. Yo me arrodillé junto al muchacho para ayudarlo a incorporarse. El joven miraba con asombro.
– Stein, ate al pibe – ordenó Vigner.
Stein se acercó al muchacho y lo llevó al fondo del vestíbulo (el “hall”, como lo llamaba el intendente). Belleti lo siguió, sacando una soga del bolsillo de su abrigo. Lo miré a Vigner, como preguntándole de dónde había sacado la soga.
– Se la di yo. El caballero no piensa en términos pragmáticos… Para eso estoy yo – me respondió con un guiño canchero, rejuvenecido.
Dejaron al muchacho, atado y amordazado, sentado en una silla en una pequeña habitación donde guardaban artículos de limpieza y otros bártulos.
En el vestíbulo había un escritorio viejo, de madera, muy pesado. Lo empujamos hasta la puerta para bloquearla.
Vigner abrió la bolsa y repartió el “armamento”. Nos dirigimos a las escaleras y subimos al piso superior, donde estaba la oficina del intendente. Belleti abrió la puerta y encendió las luces.
– ¡Apagá eso! – gritó Vigner.
Luego, más suave, le explicó a Belleti: “Todavía no queremos que se enteren de que estamos acá”. Belleti asintió avergonzado.
La oficina era amplia, de techos altos, fría, repleta de estanterías con libros y papeles; las paredes adornadas con pésimos cuadros que mostraban a los próceres de la Nación. Vigner fue hasta las ventanas. De allí se divisaba toda la plaza, que terminaba cien metros más allá, en la iglesia aún impregnada de oscuridad.
Stein iba abriendo todos los cajones que encontraba. Estela de pie en el medio de la habitación, observando. Belleti seguía a Stein como un perro fiel.
– Acá hay una botella de whisky – anunció Stein.
– Traígala, vamos a brindar – propuso Vigner.
Nos acomodamos alrededor del escritorio y nos fuimos pasando la botella. Trago a trago nos fuimos relajando y ensayando unas sonrisas nuevas, aunque no por ello, menos inútiles.
– Acá estamos, che… – deslizó entre las sonrisas Belleti.
– Así es – continuó Vigner –, ahora sólo hay que esperar.
Lo que Vigner decía era que ya habíamos hechos nuestra parte, que ahora le tocaba a otros hacer.
Por las ventanas empezó a entrar algo de claridad. Me asomé por una de ellas. Todo seguía igual de silencioso, de desierto. Me giré y me senté en el sillón del intendente. Belleti estaba sentado en el piso, apoyado en una de las estanterías. Vigner revisaba libros. Estela y Stein seguían tomando whisky y riendo. Cerré los ojos y creo que dormité.

© Marcelo Wio

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