La expedición

El coronel Faustino Battaglia miró la estepa ancha, infinita desde su perspectiva de caballo y combates – acaso, de alguna gloria intrascendente. Detrás, unos quinientos hombres hastiados, mal alimentados y peor vestidos, y sin ninguna convicción que impusiera una relación causal entre el mermado empeño y la moralidad de su fusil. Battaglia sabía desde hacía semanas – acaso desde que salieron del cuartel de Santa Avanzadilla – que todo aquel empeño era una forma de darles tiempo para aceptar la derrota a los que decidían aquellas estrategias tan sin razón.

Decir que el viento soplaba es casi una redundancia, casi como decir que la tierra gira o que el hombre es mortal. El viento sometía al paisaje a un diseño pepepetuo de chaturas y esterilidades, como si hubiese encontrado una fórmula de mantener alejados a los hombres y sus industrias, al menos, de ciertos parajes.

A lo lejos, un horizonte apretado de grieses y marrones grisáceos. Como un labio tensado para fabricar un silencio forzando. Una boca que quería que se supiera que se oponía a la palabra, a la explicación de motivos. Hacia allí, justamente, alargaba su mirada el coronel Battaglia, hacia la intuición de las tropas enemigas del otro lado de ese horizonte, donde la planicie se convertía en mapa, en territorio de miserias y vicios y dignidades, de humanidades, qué tanto. Igual allí que aquí. Tan igual que los entendimientos eran inviables.

Mas, por lo que fuere – y como toda igualdad es distinta -, el coronel Bernardo Salterini no tenía órdenes de lanzarse contra el enemigo; que es lo mismo que decir, de lanzarse contra el terreno, contra el viento, contra esas noches erigidas en un frío de otra latitud.

Sabía, el coronel Faustino Battaglia que mañana, una vez que se incorporara a la jurisdicción de la estepa, se enfretaría a sí mismo: una lucha contra sus temores, contra el mito que, acaso, algunos guerreros de despacho, andaban urdiéndole a la Patria. Un mito sin rostro, pura figura, puro relato de una grandeza sin adversario. Pura llanura, puro páramo de achaparramientos y mezquindades. Él sabía. Y lo sabía el coronel Salterini y los que de uno y otro lado siempre han dado las órdenes. Acaso estos últimos no lo supiesen, y sólo se limitaran a urdir el alineamiento de intereses pragamatismos – el lujo de los que no acostumbran a dar cuenta de sus pifias.

 

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¿Qué sentido tiene? Sintió la voz del sargento Valdés detrás. Ninguno. Y precisamente por ello, comenzó a decir, pero no supo cómo continuar la frase; o no quiso. Peor que Quijotes, dijo Valdés. Contra estepicursores y espinas.

Intentar cruzar esa región sin nada para nada. Con suerte paara plantar una soberbia más allí. Más seguramente, para reclamar, a los sumo, derechos efímeros sobre el viento y esa arena gruesa y ordinaria. Alguno lo pensó. O Battaglia o Valdés o alguno de los que desparramados allí detrás, entre la precariedad de tiendas de campaña y fogatas, fumaban, tomaban mate o un trago de grappa, evitaban las palabras: esperaban.

Espectros que se debatían entre aceptar su condición o permanecer en ese límite entre los recuerdos y la estepa.

 

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Siempre queda. Hay frases que no precisan la totalidad de sus elementos. Hay frases que es mejor dejarlas inconclusas. Siempre queda, había comenzado a decir Valdés. Y no dijo nada más, pero Battaglia escuchó las palabras como abalorios que sumaban un significado: siempre queda la opción de desertar. De perderse a lo largo de la indeterminación entre territorio y región: borde entre país y planicie. Vagar hasta desaparecer.

Sólo sería prolongar. La frase también podada, como por una superstición, por Battaglia. Mas, Valdés descifró: para qué prolongar una agonía que el lance vano, imbécil, contra la estepa. Y también amputó el entendimiento. Obraban como si la incompletitud fuese una fórmula que ofrecía la posibilidad de conmutar o, al menos, alterar los acontecimientos: partículas elementales de una entelequia tenue.

Valdés le ofreció un cigarrillo a Battaglia. Fumaron juntos, en silencio, viendo cómo el día avanzaba hacia el horizonte huraño y los iba abandonado a una noche sin promesas ni sueños.

¿Irán?, preguntó Battaglia, mirando de refilón hacia atrás, hacia el rejunte de masculinidades y mulas y fogatas y humos y masticaciones y silencios.

No les queda otra. Sólo pueden ir hacia delante. Hacia atrás sólo hay una prisión desmesurada y un olvido de olores y pestes más doloroso que ese que les (aunque pensó “nos”) espera allí – señaló la nada negra e inmensa que se extendía frente a ellos, y que la noche, espantosa e inverosímilmente, hacía menos funesta.

 

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Ni opción. Del otro lado. El coronel Salterini. Ni opción de que llegaran como tropa – con sus bravuras y tácticas – hasta la linde de ese río donde habían levantado el fuerte y la frontera y el límite a toda prepotencia ajena – que demarcaba el dominio de los propios orgullos e idiosincracias.

Sabía, Salterini, que mañana o pasado avanzaría el soldaderío sobre el pecho sin abrazos del páramo. Avanzaría para nada. Para llegar, a lo sumo, como una profecía cumplida de la derrota. Salterini pensaba que era mejor que la estepa los extraviara: ¿qué hacer si llegaban, montón de castrense desamparo, remedo de escuadrón? Enfrentarlos sería una deshonra. No hacerlo, también. Espectros ganándole a la derrota una dignidad o, más bien, una paradoja. Que los digiera el terreno. Que los envuelva el viento en una órbita de areniscas. Que el filo de los arbustos vaya limando sus existencias. Que los desaparezca la nada. Que no lleguen. Que paguen las soberbias de sus gerifaltes. Como ha sido siempre para los dos lados.

Salterini fumaba un cigarrillo que no se agotaba. O acaso sus palabras se apresuraran tanto que sucedían en un mínimo instante, mientras a su espalda el sol aún ejercía alguna jurisprudencia sobre las formas. Frente a él, la llanura era un pozo oscuro: un estómago que asimilaba vaya a saber qué ganancias que adquiría durante el día.

¿Llegarán? La voz del sargento Salvatierra.

Espero que no, respondió Salterini – el cigarrillo consumido entre el índice y el corazón de su mano derecha. Y esa forma de expresarse era un gesto de benevolencia hacia Battaglia y los suyos: la concesión de que había una posibilidad de atravesar esa región desproporcionada.

El tiempo a empellones, pensó. Salterini. O pensó que pensó. ¿Para qué? Se interrogó o pensó que se interrogaba, pero no para obtener respuesta, sino para conjurar algún temor: bien podrían ser ellos los que estuvieran esperando adentrarse en la estepa: línea gruesa y grosera que separaba lo uno de lo uno. Como membrana de trampas osmóticas: miente permeabilidades para mantener en equilibrio la presión altivas necedades de uno y otro lado, que son el mismo, a fin de cuentas.

La experiencia desacredita esa preocupación, piensa Salvatierra, que no comprendió la nobleza o el compadecerse de su coronel. Nunca llegarán. Nunca llegan. Ni unos ni otros, se decía. No es una marcha, una travesía, es un sacrificio. Un gravamen.

Detente de arenisca y espacio y extravio y conjura – dijo casi en un susurro Salvatierra. Pero Salvestrini pensaba en otras cosas o creía hacerlo, y no lo escuchó.

 

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El coronel Battaglia miró al batallón ya entregado aún antes de adentrarse en ese disparate. Cabizbajos, notoriamente más delgados que al salir del cuartel. Taloneó al caballo, Battaglia, y comenzaron a avanzar hacia el oeste. A su lado, el sargento Valdés también se giró para observar a la tropa: ánimas que iban porque había que ir, porque yendo aún había una esperanza para sí mismos – chantaje terrible, aquél que lograba que aquello constituyese una fe.

Sólo el no haber aprendido nada podía permitir semejante marcha, esa insistencia en lo fatuo, lo inútil. La ignorancia es motor de la repetición de lo equivocado y lo abyecto.

Ya está, pensó Battaglia. Nos movemos. Y es como si no nos moviéramos, como si fuésemos al encuentro de un nosotros precario, disminuído. Ellos, pensó en la tropa, van por lo que van; mas, ¿por qué voy yo? También por una ilusión: conjurar la crónica familiar, erigir una reputación, una memoria nueva. ¿Para qué? Si ya es tarde: inercia de condicionamientos, de espejismos y vaya a saber qué más que me ha empujado y empuja, que me arrastra, decreta, lleva. ¿Y por qué él?, se preguntó mirando de reojo a Valdés, que fabricaba un gesto que se suponía era de decisión o algo por el estilo.

¿Y si llegamos?, preguntó Valdés

A Salterini lo ponemos en un aprieto. Eso seguro.

Si nos enfrenta, habrá enfrentado a un ejército de zaparrastrosos y famélicos.

Si no nos enfrenta, ¿qué hacemos nosotros? ¿A dónde entramos victoriosos? ¿Qué reclamamos como botín? Espectros reclamando el dominio de los vivos…

Lo conveniente para él, es que nos encuentre en algún punto de la planicie cercano a su posición, y que acabe con las paradojas y las suposiciones.

Sí. Pero Salterini es aún de esa estirpe de los que no han perdido todos sus escrúpulos – a lo más, sólo han caído un cinismo anecdótico.

Pero algo tendrá que hacer…

Rezar para que no lleguemos.

Meras fórmulas del engaño de confianzas, palabritas que fingen posilidades, las que se van intercambiando esos dos.

 

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Se hincha de estertores, la tierra. Respiración incómoda, difícil. El viento barre la mirada desde el Oeste, comprimiéndola entre el ramaje reseco, la arenisca abrasiva y el algo que en cada uno intenta retener el avance – aún a tiempo de volver a esa seguridad inhóspita de linde y repudio. El pecho de la estepa como una peristalsis que envuelve a los incautos hacia el desamparo de su interior remoto.

Dos jornadas de paso lento y pesado, arrastrado contra el viento. Los rostros como vueltos sobre sí, hurtados al filo del aire, buscando respiraciones a bocanadas entre el hueco del mentón, el pecho, el pañuelo, el ala del sombrero. Aire sucio de tan limpio. Valdés acercó el andar vacilante de su caballo al del coronel. La tropa anda queriendo parar un poco. Fingir campamento y algunas comodidades. Qué podía achársele a esos hombres. Nada. Se detuvieron y limpiaron un círcculo impreciso (tanto que casi era un cuadrado) de hierbajos y arbustos achaparados y ladeados hacia el Este como en un arabesque à la hauteur grotesco y enfurecido. Montaron las tiendas que temblequeaban y ondulaban al viento. Unos fuegos chuecos comenzaron a calentar un poco de agua para cocinar unos caldos anoréxicos – nada de mate, el agua se bebe de a sorbitos y de vez en cuando, para recordarle al cuerpo parte de su naturaleza.

A esta altura… – comenzó a decir Valdés.

No lo diga. Ya lo sé. Da lo mismo que aquí, que más allí. Pero no. Por lo menos yendo parece como si realmente existiera una oportunidad.

¿De qué?

No lo sé.

 

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La estepa les hurta el punto de partida y el destino.Avanzar por avanzar, para construir el dogma del avance: para llegar al punto fugado.

Los convierte, el páramo, en una purita amalgama de instantes, de vidas muy similares, cada vez más indiferenciadas. Cúmulo de humanidades disminuídas: mezcolanza de restos de alguna etica, alguna astucia, alguna dignidad. Y entre todos, ni uno: conjunto de elementos caoticos. Cuánta merma. Cuánta nada.

Manojos de gestos, de abnegaciones, de mutismos. Enchastrados de olvido y de lo poco que necesitan para seguir. Seguir era una inercia: empujados por el impulso de durar (transfirgurado en ese continuar de pasos). Seguir para creer que esa marcha era un avance hacia algo. Seguir era una trampa y una solución sin salida.

Y ya todos indistinguibles, elementos del suelo de la llanura suspendido del viento distinto del viento: aire de renuncias, de esperanzas inviables. Porciones de una creencia sin cosmogonía ni propósito.

Callaban mientras transcurrian – difícil decir, pues, si transcurrían, ahí, juntos. Rejuntados en soledad. Una soledad que se iba pareciendo cada vez más a una obsesión consigo mismos, con las propias debilidades, y con nada en particular, como si se contrayesen, se enrollasen, sobre sí mismos (una involución hacia un centro esquivo; un punto que, siempre, invariablemente, es una nada).

 

**

Olor a viento. Es decir, a transitoriedad. A veces, al humo de un cigarrillo, zarandeado por el aire.

Valdés comentó una intrascendencia. Más que nada por escuchar su voz. Por constatarse. Palabras que el viento levantó y arrastró de un sopapo.

El coronel lo miró como desde otra realidad.

Tiene la mirada como vaciada, coronel, dijo Valdés – mera constatación, sin aspavientos, sin angustias.

No me extraña. Tan de mirar el acá inmediato: tan igual a lo que fue, a lo que vendrá – acaso ya ni siquiera estemos avanzando, quizás hayamos muerto… Como sea, ya no me quedan memorias, Valdés; o ya no las reconozco, que es lo mismo pero con algo de espanto adherido. Lo que hay es el hecho de que hace unos instantes estaba unos metros más atrás – lo cual no quiere decir nada, en esta uniformidad atroz.

Y en unos instantes estaremos unos metros más adelante y no sabremos si recordaremos o si sólo estaremos constatando un presente eterno…

Sí… Siguiendo hacia delante, hacia un enfrentamiento que nunca será y que está siendo – y pensó que al fin y al cabo, no es que todo tiempo pasado fue mejor, sino que tenemos la certeza de que existió, de que nos contuvo (es decir, que existimos); el presente es un filo ante la incertifumbre de ya no ser más. Ahí, a bordo de la estepa, ese filo lo iba cortando lentamente, penetrando en sus certezas y en la pel que se agrietaba en un rostro sin identidad.

 

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La estepa no es una región, un territorio, ni un terreno. Es, más bien, una atmósfera, un remedo de ambiente. Un estado anímico descendido, encongido.

 

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A lo lejos. Amontonamiento. Apelotonamiento. El perfil de varios perfiles avanzando. Más cerca. Un trapo o una bandera o un estandarte desflecado en girones mínimos. Un puro desvalimiento. Cientos de rostros indiferenciados, fracciones de un pelotón. Uniformes desteñidos, de otra época. Uniformes de aquel lado. Del de allá. No parecen hombres: formas de arenisca, espectros de tierra: remanentes de una incursión pretérita: al otro lado, al de allí, le había tocado interpretar entonces las infamias y las soberbias de codicia conquistona y ofrendarse al páramo.

No podían decir si veían o no lo que veían, si estaban vivos o muertos aquellos a los que veían o creían ver. O si ellos mismos lo estaban. O si estaban durmiendo un sueño común: truculenta representación que precedía a la muerte. O si unos y otros se soñaban. O si era sólo un espejismo. O una desesperación: el mismito reflejo de su circunstancia.

 

**

Congregacion de ánimas, congreso de desasosiegos. Convictos por un destino ajeno, y cautivos de su influjo de monotonías y tedios, vagan, erran por la planicie.

Atrapados por el ensañamiento de las circunstancias concurrentes: como destinadas a desacreditar y degradar los rasgos de humanidad (esa amplia generalizacion que iguala a seres tan disimiles en su obrar, aporte, contribuir a la cronología) o cualquier atisbo de excelencia, de eminencia, en los seres entregados ofrendados a la llanura, a esa intemperie: su fruto, esa misma congregación.

La estepa es la eternidad.

 

© Marcelo Wio

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