Kermés

Pura agregación. De estados, elementos, casualidades, tropiezos, excitaciones, ilusiones. Como si allí se estuviese constituyendo un destino. Había comenzado como todas las kermeses. Y había seguido de la misma manera. Primero con murmullos soterrados entre maquillajes, miraditas, corbatas verificadas compulsiva o ansiosamente. Pequeños grupos. De hombres. De mujeres. La orquesta, en una tarima improvisada al fondo del descampado (cruzado por cables de los que colgaban bombillas de colores), contra la medianera de una fábrica de zapatos, largando tangos quedos, ralentizados. La mesa que oficiaba de puesto de despacho de bebidas, aún solitaria, a un costado del predio, lindando con un alambrado chueco y notoriamente atravesado en reiteradas ocasiones, que seperaba ese terreno baldío de otro, más rústico, compuesto de pastos altos, algún que otro limonero y algarrobo petisos – a esa cómpilice oscuridad era a la que la mayoría de hombres aspiraba antes de que llegara el final del evento, acompañado de alguna de las muchachas (empleadas domésticas, en su mayoría). La orquesta fue acelerando las notas: tangos candombeados, candombes puros, dicharacherías varias acicaladas por la buena imitación que el cantante hacía de la voz de Alberto Castillo. En medio del terreno, se fueron formando pequeños remolinos de baile. La mesa de las bebidas comenzó a despachar sin cesar: hombres, principalmente, buscando corajes, reafirmaciones, la fe de un argumento persuasivo: fabulitas para si mismos, para sentirse levemente otros. Y ese vaivén, fue el que terminó por desterrar a Aniseto y a Eladio de la zona central, reclamada para sí por los jóvenes, hacia los márgenes. Hasta recalar, finalmente, al lado de la mesa de las bebidas. Un lugar, por lo demás, cómodo. El muchacho que oficiaba de barman les ofreció dos cajas de madera a modo de banquitos, y los viejos se sentaron a observar ese movimiento como de estorninos desprolijos. Miraban como si estuviesen midiendo el momento preciso para robar unos cuantos recuerdos y salir pitando de ahí.

Aniseto le pidió un par de grapas al muchacho.

Una rutina, dijo Eladio. Una rutina con aires inaugurales.

¿Lo dice por este escenario como sucedáneo del café?

Sí.

Pero en otra época supimos de kermeses y bailongos. Así pues, acaso sea una rutina con aires de clausura. De despedida.

Prefiero pensar principios. Aunque sean obviamente falsos.

No creo que sean falsos. Engañosos, sí. Y breves.

Puede ser. Ahora mismo, mientras decía eso, se me presentaba como un acto de adivinación de todo lo que jamás acontecerá; una invocación de espíritus de personas que ni siquiera nacieron.

Muy místico. Muy triste. Vamos a tomar otra grapa. Ya verá cómo esas adivinaciones son sólo recuerdos. Y que esos espíritus son, como mucho, aquellos que puedo haber sido si.

Una conveniencia tentativa.

Claro que sí. Tómela. No soy muy de andar repartiendo benevolencias.

Ya. Ya lo conzco.

En medio de la pista, un muchacho que Aniseto creía reconocer. El muchacho bailaba con una joven que sonreía una sonrisa que había calcado de alguna de esas revistas de nada: de rostros y vidas de otros. El muchacho parecía estar cavilando combinaciones de palabras inteligentes – o, por lo menos, astutas, convincentes -, para enhebrarlas en un parlamento que lo salvara de su cronología de desatinos, de su rutinas de pifias. Supongo demasiado, pensó Aniseto. Y pensó, también, que no había reconocido al muchacho; que sólo había querido evocarse con el subterfugio o el salvoconducto de esa torpe interposición.

Mire, lo rescató Eladio. El hijo de la Ernestina. Flor de chambón. ¿Cuántos años tiene? ¿Treinta y dos, treinta tres pirulos? Y ahí anda, viviendo en casa de la madre, sin trabajar – o haciendo como que si, en la verdulería de la pobre Ernestina (a la que veo invariablmente a eso de las cinco y media de la mañana, ella sola, trajinando con las cajas de frutas y verduras que deja el repartidor) -, rondando por las kermeses como si tuviera dieciocho o veintipocos años. Qué desperdicio de vida, de horas. Y uno con tan pocas. No tiene justificación en la naturaleza. No, señor. Una existencia no constructiva.

No sea tan duro, Eladio. El muchacho es estúpido. Qué pretende que haga; ¿cosas de ingeniero? Evidentemente, no. El tipo no permite – y vamos ser muy caritativos como buenos ateos – que su inteligencia participe en ningún aspecto de su vida.

No sé… Yo le daría dos buenas tortas.

Ya es tarde. Podrían haber reordenado los materiales de la sesera hace años, dados a tiempo; ahora no hay tutía.

No… – pero Eladio ya no pensaba en el chambón. Pensaba en Jovita. En cómo no hubo tutía. Y en que no importaba, aún hoy, dónde estuviera, sino la continuidad que había entre ambos: deambulando cada vez más lejos de los instantes en que podría haber sido, hace demasidado, lo que no fue; y, aún así, siempre tan presente, como un hoy largo como una idealización.

Tanto tiempo conociéndose; Aniseto entrevió en el gesto de su amigo las trazas de ese dolor persistente. Y mientras tanto, alrededor – allí, en el corazón del baldío, más bien -, pararecían imposibles los alejamientos, las ausencias, los desconsuelos. Pero ellos ya no estaban en el núcleo de las posiblilidades, de las esperanzas. Ese era el problema – o la solución… Y lo que había era todo lo que tenían: y eso eran las sinceridades que habían juntado en sus cronologías. El resto se había esfumado. Y a Eladio le quedaba Jovita. El vacío-Jovita.

Pero no todo eran nostalgias y amarguras. Porque allí, en el centro de ese montón de seres: las precariedades del coraje, de la autoestima, de las éticas inconscientes, débiles; de los deseos dudados, y de todo aquello que, de tanto en tanto, ya en soledad, se conjuga artera y brutalmente para evidenciarlos tal cual son. Nosotros, pensó Aniseto, somos lo que somos; ya no somos los que quisimos y creímos ser. Ya no hay verdades que nos vengan a acechar, a atormentar. Somos lo más verosímil que ha quedado de lo que realmente fuimos: sin saberlo – a veces, incluso, a nuestro pesar.

Vieron pasar a un par de flamantes – y muy probablmente, efímeras – parejitas entre los los alambres flojos del alambrado, con rumbo de prometerdoras y provechosas oscuridades. Luego otras más. Íban, principalmente ellos, con la torpeza que muestran cuando los comandan las hormonas; ellas, más reticentes, echando miraditas hacia atrás, hacia la luminosidad que se disponían a abandonar, para asegurarse de que nadie las veía – en cuyo caso, muy probablmente recularía. Volvían, luego, con parsimonia, ambos. Ellas, a veces, notoriamente arrepentidas. A veces, con claros signos de haber cambiado de opinión in situ y haber sido violentadas – violadas, vamos. A veces, con una cierta esperanza de que aquello hubiere sellado un compromiso. Ellos, casi siempre como reafirmados, corajudos, machitos – algunos, pocos, con timidez recobrada. Apartados de ellas – habitualmente unos pasos más atrás, ellas. Algunos volvían como habían ido: de la mano – aunque sin la urgencia, claro está.

La noche fue exprimiendo el descampado. La orquesta regresó paulatinamente a músicas lánguidas. Quedaban pocos. Algunos que creían que aún podían conseguir lo que no se habían atrevido a sugerir, o que, habíendolo hecho con cierta insistencia, fue negado reiteradamente. Algunos que habían lo conseguido y creían que aquello era lo mismo que el amor. Algunos que apuraban algunos tragos. Amigas que esperaban. Y Aniseto y Eladio, que habían conversado poco más – Ferrocarril Oeste; si la Guardia Nueva seguía siendo tan nueva; recordando nombres que el olvido aún no había conseguido para sí. Pero se habían quedado observando – a eso, en definitiva, habían ido -: lo que parecía ser, haber sido. Pura escenificación. A saber cómo, cada uno, en la soledad de la piecita de la pensión, en la casita. A saber cómo cada uno, lidiando con la inevitable melancolía (inexplicable, en ese momento) que deja todo ese finjimiento – como también el alcohol barato. La pesadumbre de domingo: lapso entre la fantasía y la realidad de trabajos sin lustre, donde hay que tratar de don y doña y agachar la cabeza y decir sí y no decir esta boca es mía y sentir – sin saberlo, claro – que uno está en el mundo para no estarlo – mera anotación al margen que no explica, sino que asiente.

Todo como siempre, dijo Aniseto, mientras los miembros de la orquesta guardaban los instrumentos; algún amigo o conocido compasivo llevaba a la rastra a uno que había claudicado a la borrachera más absoluta; dos o tres que se trompearon a saber por qué, y que fueron separados por un par de grandotes que oficiaban de seguridad o algo por el estilo. Mientras todo eso, Aniseto dijo aquello.

Tan como siempre. Somos para repetir.

Somos para morir.

Uf, Aniseto, déjese de joder – haciendo cuernos con la mano derecha. Eso no se menta. Parece nuevo en esto de la vejez.

Ya. Ya. Vamos yendo.

Vamos.

 

© Marcelo Wio

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