Ivalo en el escusado

Ivalo está a 1114 kilómetros de Helsinki. A casi nadie le importa el dato – como no sea uno de los que hacen, o fantasean con hacer, ese camino sobre todo por primera vez. Lo vi en una enciclopedia, que incluía una foto de aurora boreal, un lago y un ahumadero o secadero de truchas o salmones. La ciudad, o el pueblo, no recuerdo bien, con sus alrededores incluidos, está en Laponia. Cerca de Rusia – como un frío más frío, de piso de sótano mojado de Lubianka o de mirada de Putin o del fulano de turno.

Abrí por esa página por azar. Le doy a la lectura de la enciclopedia la profundidad y el tiempo que permiten la actividad purgante. Pero, a diferencia de otras ocasiones, Ivalo y esas imágenes escuetas y anticuados, a lo largo del día – soy evacuador matutino -, fueron adquiriendo nitidez más actual, profundidad; presencia más inmediata que el lugar en el que me tiró la carambola de las circunstancias.

Ivalo casi aislada en invierno. Con los mismos rostros cada vez más ebrios con el correr de la noche larga, atemperada apenas por el sarcasmo de aurora y sus colorines a la acuarela. Un bar frente a un estacionamiento que todos saben que es un desguace y donde tres tótems rubios sin expresión venden droga demasiado pura. Hopper, de nacer en este sitio, no hubiese pintado: esto es más que soledad, que tristeza; es nihilismo con una retorcida fe en el retorno del sol y la claudicación de las estaciones: una forma macabra del suicidio.

En fin, que se me aparecía, figuraba, ora tapada de nieve y oscuridad, y de pronto, toda iluminada de estío y polen y verdes impresionistas y turistas blancuzcos y el estacionamiento recuperado para su función aparente, pantallesca, digamos. Tipos disfrazados de adiestrada y asegurada aventura. Otros, más circunspectos, llevando cañas impolutas como si trasportaran delicadas y exclusivas verdades o secretos de los que todos saben algo más que ellos. Los locales, intentando pasar por foráneos, y éstos, por boreales autóctonos. El verano es la estación de la farsa, de la falsificación y el engaño: todos los que tienen algo de tiempo se esfuerza por ser o parecer otros. Después de todo aquí más que en ninguna otra parte, porque extraordinariamente transcurren meses componiendo – aún, o más bien, sobre todo, sin saberlo – una psicología nueva, una existencia accesoria. En ese invierno, precisamente, el engaño (y algo, o mucho, según el caso, de saña o vendetta) se dirige en todo caso fundamentalmente contra uno mismo. Brutal forma de ser-contra-uno-mismo. Fin de los guiones.

A Ivalo se puede llegar en tren desde la capital. Debe ser un lindo viaje. Creo que en algún momento hasta se debe divisar el mar Báltico – y si anda uno con suerte, hasta algún encuentro de submarinos que acaba mal. Golfo de Botnia, se llama ese lengüetazo prolijo de mar. Ahora, en serio, más de una vez tienen que haber estado cerca de reventar el mundo por una chambonada submarina ahí. Nadie puede sacarme esta perversa y estúpida ilusión. Ahora ya no es lo mismo. Me refiero a Ivalo. Si pudiera ver alguna foto actual estoy seguro de que desautorizaría mis imaginerías. Las alegrías estivales resultarían ser estridentes, exhibicionistas; más, cómo decirlo, artificiales, más estandarizadas, tendiendo a una ridiculización de sí mismas. Y las tristezas hiemales serían probablemente menos puras, menos aceptadas así sin presentar batalla: más ocultas. Es decir, potencialmente más siniestras. O no. Pienso en la Edad Media, de la que no sé más que dos o tres ignorancias y lugares comunes, donde la maldad no parecía requerir muchos reparos. Claro que de entonces a hoy, en algo se ha avanzado en términos de educación – lo que, por otra parte, dota a las vilezas de un carácter más sofisticado – y morigeración (pública) de los impulsos; con un éxito, diría que hasta notable: el invento y fabricación precisa de las armas de fuego creo que ha contribuido notoriamente a ello: quienes aún dirimen sus desafecciones y desacuerdos de manera, digamos, tajante, violenta, si se quiere, tienen generalmente la prudencia de hacerlo mediante disparo certero, lo que reduce el balance de dolor innecesario de la víctima – que, se me hace, para ser tolerado por el perpetrador, en el pasado lo hacía incurrir precisamente en el sadismo como método para sublimar el acto igualándolo a los sacrificios pretéritos o al pantomima de arte que posteriormente ejercerían tipos como Pollock.

Pero Ivalo, que nada que ver con esta digresión y, para el caso, con mi descripción. A saber en qué andaban por aquellas épocas en esa región. Ahora, y hace cincuenta años, que es la antigüedad de esta enciclopedia, calculo que la violencia será la propia de los asentamientos modernos de personas. Habrá el balazo ocasional, y estadístico, a la mujer infiel o sospechada de adulterio, al sospechado corneador, alguna deuda; el cuchillazo de bar, el puñetazo con caída desafortunada. La violencia actual, tan carente de sentido y creatividad como tantas del resto de actividades a las que denominamos rutina. Los residuos del amor y el intercambio comercial. Y la estupidez.

Cotidianidad que emparda a Ivalo con el resto del mundo. Sí. Pero en Ivalo las cosas suceden bajo el influjo de la latitud chanfleada. Con un tiempo distinto. Casi extraplanetario. La oscuridad detiene el tiempo; incluso, revoca en parte los progresos que su paso facilita. El verano, así, resulta un reaprendizaje o aprendizaje a secas, y luego, un avance suficiente para que la mengua invernal no lo cancele por completo, devolviéndolo todo a foja cero o, peor aún, a los capítulos primeros escritos en Valaskjálf.

En Ivalo la cosas no pueden ser como aquí – no este baño en el que ahora mismo leo por encima la enciclopedia, más con afán de distracción evacuadora, que de ilustración; sino en el resto del mundo ajeno al círculo polar y sus adyacencias. La noche. El día. La aborrecible noche exagerada. Pero el día… Ningún verano puede igualarse a ese, hiperbólico. Apenas si hay tiempo para rasquetear la escarcha de la pesadumbre, que ya hay que estar recomponiéndose – en buena parte, reinventándose y creándose a partir de los los restos de lo que el invierno reclamó para sí – y componiendo novedades y esperanzas para cuando la oscuridad vuelva a convertir la soledad en la duda del ser que ni sombra tiene para constatarse, para acompañarse. Ya lo dije, creo. Qué se le va hacer. Poco se le puede exigir a uno esta ocupación.

Algún día no iré a Ivalo. Como no voy a ir a la mayoría de sitios que conozco – menuda exageración – en esta enciclopedia que, por otra parte, menciona varios países que ya ni existen, a la vez que, lógicamente, omite otros que reciente establecimiento – hasta cuándo figurarán en el castro de naciones, es otro asunto, impropio de enciclopedias.

Dejo a Ivalo en paz porque se me están durmiendo las piernas. A ver por dónde abro la enciclopedia la próxima vez.

© Marcelo Wio

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