Como una injuria creciéndome aquí, entre el instante y el suplicio y alguna falange distal;
entre la punta de una palabra que no termina de componer la lengua que la pronuncie. Así
se estira la necesidad de negarme a comparecer ante ti, ante mí,
ante los concilios perennes de opiniones siempre tan desfavorables.
Como un desagravio que no sé muy bien a quién entregar – menos aún, qué ofensa pretende reparar. Como si debiera algo. Siempre. En cada gesto. En cada instante inmediatamente anterior a pronunciar
mi presencia. Una duda. Una vacilación: yo, plantado en el momentoespacio que sea;
¿Tiene algún sentido? ¿Cambiará en algo lo que diga; el gesto que componga; que me ausente? ¿Qué hago en cada instante que, en definitiva, usurpo, porque no sé dónde más poner mi existencia?
Así, repentinamente, en medio de una cotidianeidad, como si hubiese pisado un margen y me hubiese salido. Y todo tan absurdo. Y allí las preguntas se responden: Nada. Uno hace nada.
Ejecutar una obediencia de genes.
Y un permiso para creer en preponderancias y significados.
Y luego, tan de pronto, un paso me devuelve de este lado del tablado y olvido la respuesta y la lucidez, e interpreto. Aunque nunca del todo convencido. Quizás porque el papel que me ha tocado no es el más idóneo para fabricar una persuasión terminante.
Como decía. Como una injuria. Creciéndome. El decir en la punta de la palabra.
Intentar personarse más o menos íntegramente ante esas palabras sustitutas, que en cuanto uno enuncie girarán sus miradas: indagaciones que atraviesan los tegumentos y las imposturas. Decir, me digo, es arriesgarse a ese escrutinio. Y decido. No decir. Igualmente, aquello de lo que hablaban y pretendía comentar, ya no está. Conversan otros asuntos.
© Marcelo Wio
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