Intemporal. La conversación que se pasan unos a otros en la mesa de un café de la ciudad de Montevideo. De viejos a jóvenes. Que enseguida la atesoran como propia, como si proviniera de sus razones, impulsos e inquietudes. Desde hace 317 años – cuando aquello era campo abierto, un páramo apenas resguardado por una provisión azarosa de unos árboles flacos. De unos a otros. Cada treinta años, aproximadamente. La misma secuencia imperturbable de palabras – tan anacrónicas, ahora, esas antigüedades formales que rezuman los decires. Sin perder ni un énfasis, una pausa.
Intacta. De una generación a la siguiente. De la misma manera que las piedras viejas transmiten la legislación de la gravedad a las de formación reciente.
Inalterable. Y siempre pertinente. Actual. Si no fuera por los usos y maneras tan anticuados. Acartonados como los cuellos de las camisas de antes. Tres hombres reproduciendo la tertulia todos los días entre las 14.17 y las 16.03. Invariablemente. Precisos como los cómputos que llevan las cigarras para sus cópulas y las aves migratorias para sus desplazamientos estacionales.
Impecable. Sin rastro de interpretación, de afectación, de impostura, en sus ejecutores: cada vez es tan real y verdadera como debió haber sido la primea vez, aquel 3 de diciembre de 1700. Para quien la oiga de fuera, como merodeador de bar, la charla no contiene ninguna indicación o disposición que haga referencia a su indefinida reproducción en el tiempo, ni al objeto de la misma y a los procedimientos para su traspaso. Tales cuestiones deben estar hábilmente codificadas entre las muchas palabras y entonaciones y gestos. Amén de que los depositarios de la reiterada cháchara por seguro reciben adiestramientos previos – luego de que, esperablemente, hayan pasado alguna prueba o vaya a saber qué requisitos de selección.
Inmutable. El parloteo, pues, para los profanos, no incluye ninguna referencia a sí mismo que pueda arrojar alguna luz en este sentido.
Indiferente. Sucede. Sin señales de ceremonia, penitencia, promesa, conjura, vaticinio. Como cualquier otra charla que ocurre en un café a esa hora, o a cualquier otra. Palabras que se disponen sobre la mesa o la barra como las piezas del dominó, como unas cartas: elementos de presencia y congregación.
Interminable. Acaso, toda conversación de café, de bar (intuyo que también las que acontecen en los banco de plaza; probablemente, sobre todo éstas), sea una repetición de un diálogo que tuvo lugar mucho antes. En alguno de los tantos in illo témpore. Y el azar lo pone a uno en un lugar determinado y en un momento determinado de la circunstancia, de alguna conversación – todo está marcado por esa carambola primera: las primeras idiosincrasias que uno acoge, el primer café al que entra por decisión propia, el lugar del local en que uno se sienta y, por supuesto, la charla que creó oír distraídamente. Si uno pudiera verse el rostro cabalmente, de joven: la historia que uno lleva inscrita allí sin saberlo – porque el semblante aún miente predisposición a la multiplicidad de posibilidades que se le atribuye a la vida.
Implacable. A saber la combinación precisa de propiedades que llevan a una persona a formar parte de una de esas tertulias.
Inexplicable. Hernando, el mozo circunspecto del café Doce en punto del barrio Prosperidad, de Madrid, sospecha que todo aquello es uno de los tantos sistemas que se han erigido con la pretensión de alcanzar la eternidad: probablemente, los contertulios se convenzan de que luego de un determinado número de repeticiones ingresarán en el ámbito de lo imperecedero, de lo trascendental. “En todos mis años de mozo, no he escuchado ni una sola conversación digna de proporcionar o facilitar una infinitud digamos más o menos digna. Quizás, el silencio que ejerce un anciano que viene todos los días a las 11.17 a beber su carajillo en un extremo de la barra, esté más cerca de tales suertes. O castigos, según se vea”.
Impasible. “Y, ¿qué quiere?”, dice Abelardo, dueño del café Prosopopeya de Bogotá, mientras pasa un paño innecesario sobre la barra impecable. “Todo ha sido dicho, ya. Es inevitable que la gente se repita. Y si uno encuentra una conversación que le satisface, bien andada ya, bien domada, como quien dice, pues mejor que mejor. Después de todo, todo contenido sirve para pasar un rato acompañado”.
Igual. He sabido que en Praga una conversación lleva ya 733 años. Desde el 1700 y pico tiene lugar en una cervecería. Algunos afirman que Hrabal formó parte de ella.
Ídem. En Pekín, refieren, un tal palique tiene lugar desde el 500 antes de la Era Común – el idioma ha cambiado tanto que nadie entiende prácticamente nada. Lo cual, al parecer, la hace de lo más entretenida.
Incierta. Quizás la eternidad sea algo enteramente distinto de lo que creemos o imaginamos – esa suerte de trascendencia, de transmisión de material, de uno mismo, qué tanto, a través del tiempo. O, tal vez, hace ya mucho que no tenemos nada nuevo para decirnos. Y la eternidad sea la búsqueda (inconsciente) de un nuevo parlamento en medio del empecinamiento de las tentadoras, cómodas e inútiles reiteraciones.
© Marcelo Wio
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