Humano recurso

Elena, hágame el favor de decirle a Peretti que venga a mi oficina – solicitó Elpidio, mirando con desatención por la ventana el mezquino paisaje urbano: flacos plátanos de hojas arrugadas y opacas, fachadas manchadas de hollín y tiempo; peatones sin garbo ni señas de identidad.

Entró Peretti con ese andar y estar tan leve, al que Gutiérrez, de contabilidad, denominaba trastorno de humanidad: algunos, explicaba, nacen a medias, que no es lo mismo que inacabados; nacen con faltante de humanidad, lo que los asocia por fuerza con el reino de las cosas, de lo inanimado.

Siéntese, por favor, solicitó Elpidio, sin mirar a Peretti aunque su vista pareciera dedicada exclusivamente a éste, al espacio y momento que ocupaba. Había en su voz un dejo de piedad o de soberana indiferencia; difícil discernir de tan poco parlamento.

El otro obedeció con un movimiento que efectivamente lo vinculaba con algún objeto cuyo mecanismo acabado permitía un desplazamiento hábil, aunque indudablemente artificial. Es un aparato, pensó Elpidio sin chanza, con más lástima que otra cosa; y tiene algo de bóvido, de maquinal aquiescencia. Antes de que esa compasión afectara su determinación – que te conoces bien, Elpidio, que te puede más el corazón que la practicidad -, le preguntó: ¿Cuáles son sus virtudes, señor… Peretti? – fingió buscar su nombre en un papel del montón que tenía sobre su escritorio.

Peretti acentuó la bovinidad de su mirada, o le añadió un elemento de primitiva incredulidad, desconcierto. Pero no dijo nada más que una de esas chambonadas con que únicamente pueden responderse esos interrogantes que invitan al engaño o atolondrar al interpelado.

¿Y sus defectos?, casi sin esperar a que terminara la relación de inanes confianzas. Qué otra cosa podía seguir, se dijo Elpidio, sabiéndose atrapado en un papel inevitable pero necesario.

A la respuesta de Peretti – que sentía como si de pronto la realidad se despedazara y él quedara sin asidero, intentando inútilmente asirse a aquello que había conocido como circunstancia, hábitat -, siguió un nuevo interrogante: ¿Qué cree usted… Peretti – una vez más el artificio grosero -, que puede aportar al puesto ofertado?

Peretti no entendía a qué puesto se refería el director, pero amilanado como era, y desahuciado evidentemente por la objetividad, prefirió no preguntar – contaba Elpidio con su apocamiento – y, en cambio, dijo una de esas endebles boutade de oficina que lo mismo valen para que le escuchen la voz a uno en una reunión de personal como para una charla parroquial: más ruido que alocución.

Muy bien, muy bien, dijo Elpidio, con ese tono que sugiere más bien lo contrario o una incapacidad para darle a la voz los matices de los pareceres que pronuncia. Estaba cansado, cayó en la cuenta. No del cansancio banal del día a día. Uno más trascendente. Quizás era la sumatoria de esas triviales fatigas cotidianas: edad. Se desembargó de esos pensamientos – aunque no del todo, porque no eran cuestiones pasajeras, sino habitantes más permanentes de su coyuntura y pronunció: Lo llamaremos, Peretti – no tuvo la disposición de ánimo para remedar el desconocimiento de su apellido. Tanto para informarle si está usted contratado como para indicarle que si no lo está – prosiguió -; no es nuestra costumbre tratar a las personas de otra manera que con humanidad.

Peretti había empezado a pronunciar una conjunción adversativa, una protesta sin fuerza, mas Elpidio siguió hablando – o más bien, saturando el espacio entre ambos con sonidos varios – como si estuviera sólo en la oficina ensayando un discurso: “Jamás el beneficio por sobre el ser”, es podría ser el eslogan de esta empresa si no fuese “Antes que el resto” – que, todo sea dicho, para una empresa de transporte, viene realmente al pelo.

Pues nada, Peretti, mi secretaria lo llamará – terminó, llevándolo hacia la puerta mediante el falsamente afectuoso gesto de ir palmeándole la espalda, un poco como azuzando el ganado y, a la vez, como una suerte de abrazo que nunca será, de cercanía que, precisamente, se espantan tan flemáticamente. Peretti salió y Elena le repitió que lo llamaría, rehuyendo los ojos de Peretti, mientras los propios se le llenaban de vergüenza, compasión y rímel.

Al pasar junto al escritorio que había ocupado hasta hacía nada, más que nada como una constatación o como se tira un último lance, a ver si las cosas, por sí solas, conmutan su valor, vuelven a donde estaban o donde uno creen que estaban –¿Elena lo había llamado hacía qué, quince minutos? -, notó que estaba vacío. Sus compañeros ni siquiera se dieron cuenta de abandonaba la oficina. Él tuvo la impresión de que, de pronto, desconocía los nombres de aquellos seres.

En la oficina de Elpidio, en tanto, Elena decía: ¿Qué sentido tiene esta crueldad?

¿Crueldad, Elena? ¿Usted cree que Peretti hubiese preferido la humillación que siempre supone un despido en el que, inevitablemente, hay que sacar a relucir motivos; es decir, desacreditar al sujeto?

Al menos tendría la indemnización…

Eso se agota más pronto que tarde. Esto que le dado dura más.

¿Cuánto?

No sé, Elena. Usted me viene con cada pregunta, con cada exigencia de exactitudes…

Y, a todo esto, ¿qué es lo que le ha dado?

Venga con los interrogantes… Dignidad – al menos, el resguardo de la misma. Incluso, le diría, elementos para elaborar una esperanza, una decorosa confianza en sí mismo.

Términos muy vastos y muy generales. Por tanto, dudosos.

Elena, déjese de filosofías y vaya a poner en la trituradora toda la documentación de Peretti.

Voy, voy.

Yo preferiría este simulacro, este embuste… – dijo Elpidio, pero Elena ya se había ido.

© Marcelo Wio

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