Fue fruto de una promesa nacida en un momento de piedad o lástima. Si su abuelo, Don Fabrizzio, no le hubiese pedido a Humberto que cuidase de su hija una vez que no estuviera. Y sabía que no iba a estar en breve, porque entonces ya expiraba más sangre que aire. Si, pues, no lo hubiese comprometido a Humberto a ese juramento. Si Humberto no hubiese sucumbido a esa solicitud que implicaba una acción prolongada en el tiempo. Y si Humberto no hubiese querido considerarse un hombre honorable, de palabra – cuando desestimó tal engaño, ya era tarde -. Si todo ello, acaso no hubiese nacido poco más de un año después del fallecimiento de Fabrizzio. Si su madre, la niña que ya no lo era, ni mucho menos, no hubiese caído tan gustosa en ese sopor de las tres de la tarde, con nubecitas de vino y vermú, seguramente no hubiese sido. Pero Humberto cumplió la obligación que había adquirido con Fabrizzio. Muy a su manera,eso sí; porque a la primera ebriedad que coincidió con un descuido de su mujer, condujo a la joven Antolina al cuarto del fondo, ese donde se guardaba polvo y tiempo tendidos sobre muebles, en el ala oriental de la casa. Y Antolina, que no cerró su pudor, sino que invitó con una necesidad que le nacía de no sabía muy bien dónde. Así fue Fructuoso. Mientras casi todos dormían la siesta o jugaban a comprender el mundo en charlitas ligeras como una infusión.
Después, más o menos lo que pasa en todos lados: vergüenzas, revanchas, traiciones, fallecimientos, nacimientos sin certificados. Humberto murió cuando él cumplió 13 años. El mismo día. Un paro cardíaco, dijeron los médicos. Lo mató una mezcla venenosa de sí mismo, dijo su esposa, Isidra, en el velatorio. Espero que no hayas heredado esa glándula, le dijo Isidra. Y cuando la miró con sorpresa: Siempre lo supe. Y ni a ti, ni a tu madre – mirándola de reojo -, les he tenido nunca ojeriza. Por la ventana de la sala donde velaban a Humberto entraba un viento fresco. La primera vez, dijo Juliana, su hija legítima, que entra un aire así en esta casa. La sustancia de tu padre impedía esta y otras muchas corrientes benévolas. Antolina oía con desinterés. Nunca había llegado a tener tiempo de que Humberto le importara siquiera para reprocharle los enviones aquellos, tan fogosos como sucintos. Si estaba allí era por aparentar urbanidad. Nunca pudo deshacerse de sus condicionamientos. Restos de tu abuelo, le decía a Fructuoso.
Debería haber sabido mejor, Frutuoso, pues, cuando su compadre Paulino, muriendo de pena, según él, de cirrosis, de acuerdo al parte médico, le pidió que cuidara de su Nestora. Una muchacha de veintilargos, que hasta entonces había sido considerada poco más que una niñita. Y sabía lo que sabía. Pero nunca se le cruzó por la cabeza que la glándula que había mentado tantos años antes Isidra no fuese más que una mera imagen. Lo supo decididamente esa tardecita, cuando todos jugaban al críquet o algo por el estilo en el jardín, luego de un dominical almuerzo familiar. Lo supo en cuanto sintió el impulso peregrino de proponerle a Nestora un paseo por la casa familiar. Excursión que condujo directamente a la piecita del fondo del ala occidental. Ya entonces era tarde para siquiera imaginar antídotos. Esa mezcla que, supo, lo mataría, ya estaba circulando, rauda. Y no podía negar que se sentía fabulosamente. Como nunca. Su único pensamiento en ese momento fue: ¿Cómo no fue dado experimentar esta intoxicación con anterioridad, cuando el cuerpo era el que convenía a estas químicas? Pero enseguida, ni eso pudo pensar, estando a lo que estaba.
© Marcelo Wio
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