Gajes del oficio

Entendía su capacidad de crueldad como un apéndice de su sentido práctico y, hasta cierto punto, estético, de la vida y sus devenires. O, al menos, pretendía hacerlo. Y, además, le adjudicaba el valor o la inevitabilidad de un elemento intrínsecamente necesario – aunque no por ello menos inconveniente – del orden. Había llegado a esas conclusiones mucho tiempo atrás, no mientras se arremangaba y miraba sin desprecio al muchacho que estaba sentado en la silla en medio de la sala en penumbras.

Amordazado, el joven sólo emitía un gemido o un temor monótono, húmedo de transpiración y orina. El hombre meneó la cabeza. Nunca había podido llegar a comprender esas reacciones trilladas e inútiles. Nunca una valentía, una aceptación sin autocompasión, cavilaba, mientras se acercaba al joven. A fin de cuentas, sólo se estaban enfrentando con las consecuencias de sus necedades, de sus afanes (de protagonismo, dinero, lo que fuera), de sus megalomanías vulgares.

Él tenía unas cuantas transgresiones postergadas – quién no – para una oportunidad mejor, para el momento en que eventualmente no necesitara al recurso de esos aspavientos y terrores. Recordaba minuciosamente esas infracciones ocultas porque sabía que ya no volverían porque aquello que las había justificado en su momento había prescripto hace mucho. Por eso, cada vez se tenía que (atreverse a) acudir más hacia atrás en la memoria; a los orígenes probables de los sentimientos, del carácter, ese mejunje de debilidades y excusas: el pasado, si se quiere, es inofensivo porque el tiempo desactivó las amenazas, haciendo de la biografía propia algo parecido a lo que otra persona cuenta de sí misma: él no era entonces quien es ahora – nadie lo es, se decía. O, al menos, no se dedicaba al trámite ingrato de quitar bravatas e incomodidades de en medio – para lo cual se auxiliaba con la intermediación de instrumentos que permitían una distancia, una mínima, vana dispensación.

El muchacho intentaba inútilmente violar la materia de la mordaza y del desenlace con su desesperación. Él se encontró sintiendo algo parecido a la lástima, o algo más bien emparentado con la condescendencia burlona y suficiente – para él eso era la compasión: el gesto necesario para una conmutación de pena, algo entre la resignación y hasta la complicidad: la de aquel que se entrega a lo inevitable con resignación y, en ese acto, exime a quien gestiona tal indefectibilidad. Sabía que eso no sucedería nunca – que ello violaba toda razón. O se convencía de ello. Estaba persuadido de que eran las disquisiciones recientes las que le agujereaban el ánimo por donde se le iba escurriendo el sueño cada vez más: y el insomnio sólo tiene para ofrecer los fantasmas que se acumulan a lo largo de los años – incluso los que se producen en un breve período de pesadumbre y los que llegan a adoptarse de otras vidas -; los presenta aumentados, oportunamente deformados ante el presente. El pavor al desvelo, pensaba una noche de tantas en vela, no tiene que ver con cansancios futuros sino con ese infierno que recrea la noche, la debilidad y la impotencia de no poder huir al sueño ni al olvido. Por eso, se dijo en esa, o en otra oportunidad, algo amparado por el whisky y un disco que decía un par de tristezas ajenas, el sueño es una muerte, una inmolación diaria de la que, y a través del cual, sobrevivimos. Consuelo efímero – tanto, que se agotaba aún antes de terminar de elaborarlo.

Ya estaba junto al muchacho. Evitó la mirada del joven. Ni mirarles los ojos ni conocer los nombres; sólo saber por qué estaban allí. Y esto último, no siquiera. Porque cuando llegaban a él, no era para infligir un miedo, una advertencia. El muchacho este había tomado una foto de alguien a quien jamás tendría que siquiera haber visto – y menos aún publicar esa instantánea con nombre y apellido.

Agarró el cuchillo sin dramatismo – un filo preciso, compasivo -, se colocó detrás del muchacho y le dijo: es rapidito. Una dádiva. Después de todo, no necesitaba nada del joven, más allá de su vida. Un chorro pulcro de sangre salió proyectado hacia delante. La primera vez que había resuelto (uno de los tantos eufemismos que se concedía) un asunto de aquella manera se había situado frente al… problema, a la empresa, estuvo semanas viendo manchas de sangre ajena en su cuerpo – sobre todo en las manos, en el rostro; como una impureza que se negaba a dejarlo y que lo marcaba frente a los demás. Venganza póstuma, había pensado, cínicamente. Se dijo que no cometería aquel error nunca más.

Mientras tanto, al muchacho lo dejaban los últimos empecinamientos de vitalidad. Después de un rato que no pareció ni prolongado ni breve, porque el tiempo evitaba aquel lugar, él constató que ya no había actividad dentro de aquel cuerpo (como no fuera el inicio imperceptible de la descomposición) y llamó a Salcedo: llévatelo, le dijo en un tono sin emoción, y se dirigió al pequeño lavabo que había al fondo de la estancia, se lavó las manos a conciencia y se miró en el espejo descascarado: otro fantasma más para la representación nocturna, pareció autocompadecerse. Pero no, no era eso, era una mera constatación. Otro rostro más para el insomnio. Nada más. Aceptado sin el patetismo falaz de la turbación (no tenía derecho a esa pretensión de atenuación, lo sabía, lo asumía).

Gajes del oficio, se dijo en voz alta, e interpretó una sonrisa astillada, hurtada a otra situación que no pudo recordar.

© Marcelo Wio

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