Fuga y nada

No era, afirmaban, una de esas ventiscas habituales en esa ciudad, no en esa época prematura de año para tales inclemencias. Como fuere, no era solamente eso. Era un frío moral. De recriminaciones cuasi religiosas; de penitencias arcaicas. El cielo bajo; mezclándose peligrosamente con los vulgares dominios de lo telúrico como la nieve ultrajada por el barro y la mugre. Todo ello, era. Y esa noche adelantada – ¿O aumentada? ¿Qué hora era? Esa persistente penumbra mintiendo horas – decía, realmente, que no era tiempo de posibilidades: recogimientos, esperas, acaso una cópula desganada y deshumedecida; dormitar. Pero nada que implicase una intención, una pretensión que se extendiese más allá de ese inmediato restringido: nada que pudiese constituir la hebra de una consecuencia. Nada.

Así estaba la ciudad, que a esa altura era parte, entregada, del clima: un elemento más. En ese contexto, parecido a una nostalgia acentuada por la presencia de la ausencia que se echa en falta, Alfonso se giró hacia mí – nos habíamos aventurado al exterior a comprar unos cigarrillos – y me preguntó: ¿Cuándo nos libraremos? No le respondí; apenas si murmuré algo ilegible, amparado por la bufanda alrededor de mi nariz y boca y por el viento que se corporizaba para golpearnos, como metralla, con una filosa arenisca de hielo y limaduras de escrúpulos en desuso. Esa no era la pregunta. No era cuándo. Sino, si alguna vez nos liberaríamos de ella; de esa entrega, sumisión, que provocaba sin exigirlas. O tal vez, si alguno se libraría del otro para ejercer una exclusividad inasequible. Porque esa obsesión obraba de una manera muy peculiar: requería la concurrencia de dos sujetos. Dos amigos. O conocidos muy cercanos; de los que no pueden componerse fullerías más o menos evidentes. Dos hombres que no comprenderán, hasta que sea tarde, que si hay un rival, es ella. Y ni siquiera. No. Pero volviendo al interrogante, éste debería ser, más precisamente, ¿cuándo nos libraremos de nosotros mismos? ¿De esa debilidad, de ese defecto, de esa tendencia a elaborar, con ella, los vínculos del deseo obligado? En ese momento pensé que aún faltaban algunas esperanzas que produjeran los desengaños previsibles, de pendientes cada vez más tajantes. Miedos. Alguna alegría liviana. Breve. Todas trivialidades. Porque ella no puede darse el lujo de ensuciar con trascendencias el mecanismo de su gravitación – que, por otro lado, no controla; apenas si llega a percatarse y a negar los sus indicios, envuelta, precisamente, en lo estrictamente efímero, caduco, leve.

Mientras tanto, una promiscua desdicha sin el alivio de consumaciones; apenas favores repartidos: diplomacias: gestos, leves caricias (de esas que involucran una mano lánguida, sin implicación, y un brazo que se eriza de imposibilidad), charlas, atenciones, risas exactas. Todo lejos de los cuerpos – porque para orbitar no hay que colisionar – y los compromisos y las intimidades. Promiscuidad sin sicalipsis: tres creando las oportunidades del rechazo que nunca se expresa, las excusas de las negativas que no se pronuncian: consumando una perpetuación de nada: de la obcecación de dos, de la incuria de otra; y nadie a quien poder culpar, porque nadie quiere, realmente. Cada cual acata lo que le toca porque no puede obrar de otra manera. Y todo eso, de pronto, en esa intemperie a la intemperie del frío y de uno. Y una tristeza inútil que no llegaba ni a cuajar. Porque caminaba junto a Alfonso. Y ya habíamos comprado los Camel sin filtro. Y volvíamos al lugar del que habíamos salido en esta misión intempestiva y casi suicida – hay que ver cómo zarandeaba el viento las lámparas y los semáforos y todo lo que era factible de una interacción potencialmente peligrosa con nuestros cuerpos aún más débiles en ese entorno; y pensaba en cómo debían estar oscilando esos edificios estúpidamente elevados: como Alfonso y yo. Volvíamos al piso donde ella. Estaría poniendo un disco. Uno viejo. Anterior a 1940 – esa manía ridícula. Uno de Robert Johnson, tal vez. Aunque odia el blues. Pero se impone su fascinación por lo que estima como antiguo: prestigioso. Volvíamos atravesando la meseta de melancolía de las tres y pico a las cinco y pico de la mañana (¿tan tarde era? ¿No sería, en cambio, la meseta esteparia de mediocridad de las 11 de la mañana a las cinco de la tarde? ¿Cuál es la diferencia?)

¿Alguna vez?, Alfonso.

¿A ti que te parece? E hice un gesto breve, de esos que no quieren decir nada, pero que estaba seguro que comprendería: estas horas sin contenido, este clima tan ajeno; esta ciudad tan ajena a otros, a la que no habríamos venido de no ser por – al menos, en esta época nefasta del año. No sé si asintió o bajó el rostro para protegerse de una andanada como de vigas de hielo que traía el viento de vaya a saber qué regiones inverosímiles.

Ahí íbamos. Amigos, a pesar de. O lo que fuésemos a esa altura: quizás como dos soldados enemigos que se han encontrado en medio del campo de batalla, solos, abandonados por sus ejércitos, obligados a ir en busca de algo que no sea ese territorio comido de obuses; lo que sea: avanzar para sobrevivir (o para saber que han sobrevivido a aquello de lo que se alejan): movimiento como un remedo de esperanza de que tal vez. Más allá. Un poco más. Siempre. Un paso para obligar al siguiente. Y así. Los dos. Y delante de ellos, Lucrecia: ya ni esperanza: apenas una tozuda costumbre, estímulo, embrujo sin seducción.

Nunca, dije. En voz alta.

Ya. Alfonso, mirándome con una de esas miradas que, subyugadas por el frío, no dicen nada. De todas maneras, a esta altura…, agregó para sí.

 

Ni una foto de aquella mujer. ¿Puede creerme? Como si supiera intuyera temiera. Sólo una cicatriz que, cada vez menos, puedo creer relacionada con ella: una virgulilla de nada, sobre la ceja izquierda – una tarde, un parque, una distracción. Sólo un recuerdo. O el empecinamiento en la posibilidad de que fuera cierto (o al menos verosímil; a veces, es mejor que una verdad, tajante, que no deja ni un resquicio por el que, llegado el caso, escurrirse) todo aquel grumo de imágenes: que entre una tarde y una mañana se habían prometido fidelidades o compañías o alguna exageración trivial. Que algo. Que dos. Voces. Cuerpos.

 

La conoció Alfonso. En uno de esos amontonamientos de conocidos, afinidades y desconocidos que se dan de tanto en tanto en verano y en los cuales uno cae sin saber muy bien cómo. Luego la mencionó. Muy de pasada. A raíz de otra cosa. Sin estupefacciones. Una mujer tal y cual, interesante. Inteligente. Atractiva a su manera (en ese contexto, a esa hora, en esa conversación, etcétera). Charlamos de Sarduy, mira tú. Y de Saga fuga, y de pronto de copla, pero de la del tiempo de Maricastaña, y vete tú a saber qué más. Nada, en su tono, en sus palabras, que indicara o insinuara siquiera un deslumbramiento o una conmoción afectiva. Ni una admiración.

 

Durante algún tiempo me convencí de que en toda derrota residía, oculta, aún, una posibilidad éxito (o, al menos, una mínima dignidad moral, o una compasión sin lástima). Sólo había que saber descifrar sus engaños mediante una suerte de principio redentor – personal, limitado e intransferible – que sólo terminaría siendo válido para alguna de las faltas, negligencias y desidias más conspicuas en que pudiésemos incurrir.

 

Hoy, no habiendo podido traducir ni una de las derrotas que he acumulado – un tanto voluntariosamente, empecinadamente; es fácil el fracaso: sin exigencias previas y, menos aún posteriores – y que recuerdo, claro; prefiero pensar que los desbaratos son sólo eso; y acaso la claudicación de las alternativas.

Fue en otra esas fiestas o reuniones o como quiera llamárseles, cuando Alfonso se apareció ante mí, con ella. Lucrecia, dijo. Recuerdas que te comenté. Sarduy, la copla y la mar en coche. Estaba algo achispado. Sus ojos siempre tan de secreto dejaban ver demasiado. Pero no había terminado de decir la frase – a la altura de Sarduy, creo que fue -, que su gesto mudó sutilmente: se le escurrió apenas hacia un costado como para confabular y componer otra personalidad. Lo que vi, a su vez, de Lucrecia – lo poco: una figura con su sonrisa de socialización, una voz restringida al “hola” o el “qué tal·, el contacto inexistente de dos besos que realmente nunca se dan, sino que se despilfarran sobre los hombros -; lo que vi, entonces, distó mucho de su descripción (por lo demás escueta y desinteresada) o, más bien, de la imagen que me había hecho a partir de los retazos ofrecidos. En su mirada – la de Alfonso – noté sin saber cómo, que él mismo la veía ahora de otra manera, y que me contagiaba esa percepción novedosa. Resumiendo, que su efecto, llamémoslo magnético, su atractivo particular, sólo funcionaba con la concurrencia de dos sujetos estrechamente ligados – como si precisara dos cuerpos para distribuir los polos de un circuito (¿un dolor íntimo, abismal?) que, de otra manera, quedaba abierto, estéril -; dos elementos: cada uno, recelando el impacto que ella hubiese causado o pudiese causar en el otro, caía en un trampa (por lo demás, involuntaria) donde la posesión no era ejercida por quien podía creerse que lo haría: ella era tan rehén de ese campo de atracción como ellos: sumidos en ese desvelo por tener aquello que su amigo cavilaba, ansiaba y deseaba tanto como él: anulándose y potenciándose.

No era ella en sí. Era ella-significado: lenguaje-desafío: forma original y terrible de relacionarse. Pero no con ella: para su desgracia, nunca resultaba ser el objeto (real) de la pasión, de la ambición. Era una medida. Intermediaria. Una abstracción atroz: el reverso mismo de la urdimbre de algunas amistades: clave para destejerlas y reorganizarlas.

 

Una brisa indecisa, de tímidos vaivenes que no llegaban a componer vectores meritorios, traía un aire delgado de otoño y concupiscencias marinas (¿O eran las redes secándose en ese sol sin calor? ¿Cómo puede uno olvidar tanto, tan pronto? ¿Cómo llega uno, a su pesar, a estas reformulaciones de la memoria?).

 

La seguimos por todo Mallorca e Ibiza ese verano, por cada fiesta y evento. Unidos y distanciados por una extraña animadversión: de las que eventualmente llegan a tomar forma, a definirse del todo: odio, celos, desprecios. Pero no en nuestro caso. Todo con una corrección y un refinamiento exasperantes, reflejos de los hábitos de la amistad que, hacia el final de la estación, ya parecía tan transcurrida y pasada como ésta: ¿habíamos sido, realmente, tan amigos? Luego transcurrieron un par de ciudades, como un recorrido necesario para llega a esa, que ya desde el principio parecía tan definitiva, tan final… Porque fue haciéndose evidente que ella ya estaba fraguando el adiós (o, más bien, la circunstancia del mismo) sin aviso. ¿Cuántos de éstos habrá tenido que fabricar (estoy seguro que sin saberlo), la pobre? ¿Qué se va dejando ella, en cada descomposición orbital?

 

Había dicho, ella, o eso recordaba o me obligaba a rememorar, que los homnbres creen obrar, pero son, siempre, meros intermediarios de todo y de nada, y que van y vienen impostando importancias y orgullos y agendas, para encubrir la insustancialidad, para que nadie se percate que por delante no tienen ni guía ni intención ni objetivo ni valentías; que van por inercia. El artificio de los auténticos, dijo. Eso son los hombres. No lo dijo con rencor. Tampoco me pareció una broma. Fue una distancia entre ella y yo. La generalización, una benevolencia. No sé ni por qué me acordé de esto; que es anecdótico, que no viene a cuento, y que no comprendí entonces ni ahora. Me acuerdo de cosas como esta, que podrían ser de cualquier otra mujer; y olvido sus particularidades: ella misma.

 

Ahora aguarda en un departamento que es de un amigo de su madre. Tiene muchos amigos, la madre. Todos muy solventes en el plano económico. Todos algunos años más jóvenes que ella. Todos, claro, muy generosos con ella. Por lo que he sabido (poco, rumoreado aquí y allá; una foto entrevista en una cartera) de ella, su atractivo era (aún es, al parecer) rotundo, verdadero – o directo, sin la necesidad las esas truculentas simetrías y traslaciones que precisa componer la hija -, sin necesidad de hacer creer en el mismo: su figura es un testimonio irrebatible. Hombres y mujeres – éstas sucumben, me han dicho, no sin cierta malicia, por mediación de la más elemental y dolorosa de las envidias: el enamoramiento impugnado. Decía que aguarda. La hija, no la madre – ella no aguarda; o no la imagino aguardando; sucede. Lucrecia. A esta altura, esperará que no volvamos; extraviados en la ventisca o rescatados por un resto de lucidez despabilado por el frío malicioso. Evitar siquiera, pues, reparar en que su ánimo está hastiado de los personajes de ese juego repetido en que ha devenido ella misma. Sombra de su madre y de sí misma y de las piezas de su confirmación (¿Eso somos? Si dos cuerpos orbitan alrededor de una gravedad, significa que allí hay otro cuerpo que, precisamente, ejerce esa atracción, esos zarandeos elípticos). Una vez que nos desprendamos (o nos desprenda) de su zona de acción, ¿qué? ¿Reponer fuerzas? Probablemente ensayar la narrativa de los acontecimientos de los últimos meses de manera tal que representen algo enteramente distinto: una de esas aventuras fútiles y banales, pero no por ello menos festejables en los obligados intercambios de anecdotarios e itinerarios que se ejecutan en esas mismas fiestas y reuniones – en una de las cuales se elaboró el sistema que tanto nos ha hecho trajinar: una razonable eternidad.

 

Hay verdades que deben ser dichas para que nadie las escuche. En el momento preciso. De distraída atención. Para que el aire desarticule los ligamentos de las palabras, para que desactive sus significados y apañe otros ordenamientos: otra versión, ajena a quien hubiere engendrado los elementos de su veracidad. ¿Eso hago? ¿Falsificar aquello que, acaso, ni siquiera existió? ¿Componer un crepúsculo fijado en una línea estricta, perpetua?

 

Probablemente, pensé, nosotros mismos, sincronizados con ese leve cambio – porque en realidad ella seguía siendo ella: atenta, amable, distantemente cariñosa, un poco distraída, un poco torpe -, habíamos salido a buscar unos cigarrillos en medio de la madrugada o de la tarde vacía para extraviarnos o para brindarnos la posibilidad de cercenar el lazo de nada que nos ataba a ella. Solos. Descomponiendo los vínculos. Recomponiendo criterios y oportunidades y dignidades (o eso que, antes, hubiéremos tenido por tal). En silencio.

 

Tuvimos inquietudes asimétricas. Le cuento a alguien sentado a mi lado en la barra de un café cerca de puerto de pescadores. Alguien que hace de cuenta que me escucha, que me ofrece, generosamente, de tanto en tanto, un gesto mínimo, un asentimiento. Frente a mí, el pequeño vaso con la geología marrón reseca del cortado. Otro por favor, le pido al mozo. Más cargado de café. Había en todo aquello, sigo, una cierta autodenigración… Progresiva… En fin. Solíamos discurrir por la rambla y por el paseo marítimo, a esta misma hora. Catalizando proyectos, confabulando compenetracioines – que, ahora, creo que servían de modelos para componer un futuro con otros; simplemente compartíamos nuestras dilecciones. Contrastábamos. Una de esas tardes (aunque, bien puede haber transcurrido todo en una sola tarde) nos percatamos que habíamos erigido intenciones disímiles: arquitecturas imposibles de conciliar; cálculos de estructuras para distintas cargas anímicas, de entusiasmos. Nos despedimos al final del paseo marítimo, allí donde los locales de los turistas. Apenas si quedaba luz cuando desprendimos las miradas, que se fugaron por puntos divergentes. Nos desabrazamos – mis brazos pendularon un instante hasta fijarse en una ridícula posición de firmes. Nos desacoplamos y derivamos hacia insalvables topografías – cinco centímetros iniciales que fueron, enseguida, como cinco años luz – de indiferencia. Sorbí café y repetí, pero esta vez sólo para mí, en silencio exterior, el resto de aquella versión – tengo otras seis; pero ésta es la más creíble. Sus pestañas se desenlazaron con apresurada pereza de miriápodos, recorriendo lentitudes inexorables y retrayéndose hacia olvidos que serían barridos por la frecuentación de legañas y lágrimas y rímel y restregones y humos de cigarrillos indolentes e insomnios. El proceso de desmezclado comenzó, lo sé ahora, en el mismo momento en que nos conocimos (desconocimos): inevitable movimiento tectoemocional, de lavas lúdicas y lúbricas resbalándonos en repliegues celulares, en regresos al origen: evidentemente lejos del otro.

No logramos. Ni una configuración de intereses mínimos. Ni una resignación. Ni nada. Apenas fuimos, si llegamos siquiera a serlo, el símbolo, el uno del otro, de un yerro: la advertencia de su inminencia.

 

¿Para qué, sino, este escenario ridículo de septentriones hiperbólicos? Tan lejos de Es Trenc, Sa Calobra, Cala Varques; Polleça, Palma. Tan lejos de esos territorios donde es tan sencillo creer en la vida y esos añadidos supuestos o pretendidos (como sea, igualmente ciertos: ya reales a fuer de tanto devoto ahínco): afectos, alegrías sencillas, tristezas razonables, odios de domingo por la tarde. Pero aquí. Donde todo es tan desproporcionado, como si no hubiese sentido común ni para edificar la ciudad ni para componer el clima. Era el momento justo para desasirnos. Encontrar un taxi. Ir al aeropuerto. Volver. Y hacer de cuenta. Que nunca. O que de otra manera. Que por otros motivos. Toda esta peregrinación sin santo ni redención que la movilizara. O, por qué no, ella y nosotros, despertar en un bosquecito de pinos detrás de la Cala Mondragó, y descubrir que por error habíamos mezclado sueños y compuestos esa relación sin tacto ni capricho ni lujurias ni nada. Y entonces cada cual en su vida: amaneciéndose de una fiesta larga. Y Alfonso y yo, ¿sabes lo que he soñado? Venga ya. ¿Y quién era la muchacha? Vete tú a saber. Y ella, ¿y quiénes serían esos dos? ¿Y qué explicación está enquistada en ese sueño (¿u onirismo?)? Y enseguida ningún interrogante más, porque el material ese es muy tenue y se deshace a la luz del día y las rutinas y las costumbres, y los ritmos conocidos nos reconducen a ceñirnos a ser quien cada uno buenamente es, en lugar de andar indagándole a lo que no es, a la esquiva imaginería.

 

Y luego. A hacer de cuenta. Que las indulgencias de la vida, que sus goces ilimitados, todos, a nuestro alcance. Es decir, a seguir incurriendo en el mismo error como si fuese la primera vez. Pero desde otra perspectiva. Con otros bríos. Otras esperanzas que enchastrar. Y encomendarse. A las ilusorias predicciones del horóscopo de la página 51 del diario del domingo. A la fe de que todo termina por asumir la apariencia de la narración, de la hipérbole.

O…, ¿sabe qué? Cometer la pifia, sí, pero como si fuera un acierto.

 

© Marcelo Wio

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