Murió en una foto que juntaba olvido en una estantería – a la gente le gusta olvidar recordando -.
Nunca supo cómo quedó atrapado allí – por no saber, no sabía si había pertenecido, acaso, a alguna alteridad -. Sobre todo, porque era ajeno a todo: las personas, el lugar y la época que aparecía en ese instante congelado que lo había encartado en sus dependencias fijas, detenidas.
Era, también, foráneo en la casa donde estaba la estantería que sustentaba la foto. Extraño para los seres que allí habitaban, quienes, cada vez que les daba por mirar la fotografía, fingían reconocerlo – más bien, rememorar o reafirmar algo impreciso sobre sus propios orígenes -.
Y ahí está. En esa posición perpetua. Sentado sobre unas rocas incómodas junto a una mujer de la que nunca pudo saber nada, y que siempre se negó a responderle sus inquisiciones con fines de identificación. Al lado de dos niños (uno mayor que sostiene divertido a un pequeñajo) que nunca lo miraron, siquiera (difícil modificar postura alguna en la rigurosidad dimensional e invariable de una foto). Detrás, una montaña exagerada que en jamás conoció. Ahí, muerto para siempre en esa escena con la que alguien se inventa un pasado.
Una eternidad estática; sin saber. En esa ridícula escena en la que, estuvo seguro hasta el último respiro (cuando entonces ya no tuvo dudas), está sustituyendo a alguno que – probablemente aún vivo -, está, con seguridad, en una foto mucho más amena.
Anotación detrás de la fotografía (sin fecha ni firma): Se suele asegurar, de manera apresurada, que las fotos son un medio para retenernos: anclarnos, sobrevivir en instantes de tiempo (propio) detenido. Pero, como en toda precipitación a la respuesta más benévola, evita la realidad inapelable: la imagen quieta nos muestra algunas de nuestras varias muertes: momentos que ya nunca: ni rememorándolos: se recuerda lo que no es. Y uno, no siempre estará para contar los flecos de vida que quedaron fuera del encuadre.
© Marcelo Wio
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