Don Eolo

Ordenaba el viento. Su tránsito. Sus bríos. Con sus manos volando a su alrededor, dirigiendo: hacia allí, hacia esa esquina, atemperado; ahora por ese otro lado, apenas arremolinado en complicidades de polvo y hojarasca.

Lo comandaba. De pie. En medio del parque – grande para considerarse simplemente una plaza de las que tantas hay y nadie se percata -. Como ante una ciega y obediente orquesta infinita de silbidos y aires. Parecía danzar. A veces. Allegro. Uno de esos soplos primaverales: con algo de clausura en sus notas, de final sin estridencias ni adioses evidentes.

Ya ni lo veían, los habituales: parte conquistada por el paisaje: está sin estar. Arriando viento. Con ímpetu de álgido movimiento sinfónico: leves malicias otoñales in crescendo: esos vientos maduros que traen los fríos a la rastra, obligados – los frescos – a pelearse con las gentes y los canteros de flores: desolado el paisaje. Y él allí. Con la ventisca. Y la intimidad.

Nunca faltaba.

Años y años así. Difícil precisar lapso.

Chaqueta de lana gris (en invierno) sobre un jersey marrón, camisa a cuadros marrones y verdes; pantalones (de pana, en invierno; de una tela más amena el resto del año) gris oscuro, y zapatos negros, de suela gruesa (como para no estar tan comprometido con el suelo). Dirigiendo.

Guiando. El tránsito difícil del viento en ese parque («práctico de parque», lo llamaban los del Banco Hipotecario que sigue estando en una de las esquinas, pero que ya no otorgo más que tristezas): encuentro de una corriente más dócil, procedente del norte, pero que puede torcer rumbos o, al menos, confundirlos, modificando así el curso (levemente) de la correntada principal que entra por el este: lo que redunda en peinados agredidos, faldas volátiles, rosales (del extremo suroeste) deshojados (y Galindo, el jardinero, sumido en unas depresiones que duraban marchitamientos y descuidos); el vuelo de las palomas desviadas de su curso habitual sobre la estatua del petulante General Bermúdez, hacia la pequeña estatua de San Genaro: es decir, reorientación del flujo de cagadas, con el subsiguiente ultraje herético a la figura del santo.

Jamás. Jamás faltó. Ni un día entre el primero y el último que ejerció su función. Él, firme. Para eludir la trampa blanda de los aires: cada cual en su cauce; apenas intercambiando coordenadas, partículas y chismes.

Don Eolo. Así lo habían bautizado los de la zapatería (Elviro y su hijo Anaximandro: había sido este último el autor; el padre le había dicho que no tenía sentido,  que Eolo soplaba, que hacía viento, no lo acaudillaba; pero el hijo que esto y lo otro, y el padre lo de más allá, aunque acaso, y así quedó). Y así lo llamaba la mayoría. Pero no importaba cómo se refirieran a él. Porque ese nombre no servía para llamarlo. Para decirle. Él sólo hablaba con Rodrigo, un hombre que en sus años mozos debió haber sido un elemento de cuidado entre mujeres y finanzas, pero al que los años le habían quitado la potencia, las capacidades en esas lides, más no en otras: parecía haberle torcido – un poco, pero lo suficiente – el brazo al tiempo. Rodrigo jugaba a las bochas en la cancha que había en uno de los costados del parque, amparada por jacarandaes y eucaliptos y platanus. Sólo con él. A saber de qué. Pero los gestos. Lo casual y fácil del trámite, delataba una amistad hurtada a la infancia y cuidada de los años; o bien podía ser una de esas enemistades remota que se han cansado. El resultado el mismo: pocas palabras, muchos respetos.

Con nadie más. Hablaba. Por eso poco importaba cómo lo nombraran: ese nombre no estaba concebido para él. Era para los que precisaban mencionarlo. Denominarlo. Con cariño. Nunca una falta de respeto hacia él. Miento. Una vez. Un oficinista de uno de los tantos edificios que le iban creciendo a los costados al parque. Uno de esos pelotudos que confunden idiotez con astucia y burla con gracia. Se acercó al viejo. Le dijo algo. Don Eolo no contestó. Lo miró con tristeza. Se adivinó un rubor: no de los de vergüenza, de los de una bronca que uno creía desterrada: bronca atener bronca. Leopoldo Vázquez comía un bocadillo. Sentado en un banco. Junto a Mabel Inzáustegui. Leopoldo trabajaba – falleció dos años después del incidente (harán… unos siete años): una neumonía mal curada y un militante apego al tabaco – la oficina del correo (junto al Banco Hipotecario); Mabel era secretaria de un abogado que tenía su oficina en uno de los edificios situados al oeste del parque. Se andaban rondando con afanes de amorío. Leopoldo se puso de pie. Se acercó con pasos vivos al lugar de los hechos, y le dio dos tortas bien dadas al imbécil. Tan bien entregadas, que siguieron sonando hasta dos o tres días después: confabulación topológica para retener el eco: homenaje (a Vázquez) y advertencia.

Al pelotudo lo echaron al día siguiente: ni bien el gerente de la empresa en la que trabajaba (una asesoría contable: de esas que ayudan a hacer trampas con números y billetes y balances) se enteró del asunto. No puedo referir qué dijo el mencionado estúpido: el viejo no la repitió (ni a Rodrigo se la mentó): se borró de la memoria, como si no hubiese existido: así, también, dejó de existir el ofensor: así se cortaba, de cuajo, el antecedente que pudiese convocar a otro pelafustán: abundan, y pueden escuchar el llamado de premio a kilómetros de distancia.

Sólo esa vez.

Ordenaba el viento. Y éste, obedecía con esa mansedumbre dicharachera que de tanto en tanto se rebelaba para no terminar por convertir en inútiles los esfuerzos del viejo y para entretener su propio transcurso: que una cosa es pasar y otra muy distinta arrastrarse.

Parece hacerlo aún hoy: el viento acata su recuerdo. A veces, triste, impotente de dolor, reclamando que alguien digno ocupe el lugar del viejo, se enfurece y arranca ramas y expulsa gentíos y enfría toda la ciudad como nunca antes.

Pero los decentes, ésos, están todos muertos o aún no han nacido o están haciéndolo apenas recién. En medio: una camada de hombres mal barajada: que ha dado viejos que fingen juventudes y potencias y que no van al parque, porque eso es cosa de viejos, en su lugar, deambulan por terrazas cafés de moda y clubes de tenis de las afueras. Una inutilidad de viejos que no ejercen su vejez.
Alguien. No se sabe quién. Dicen que Rodrigo. Pero es imposible: cuando la pusieron, llevaba muerto uno o dos años. Alguien, una noche, colocó una estatua de bronce de Don Eolo: los brazos extendidos, las manos aleteando armonía. Alguien la colocó en el lugar exacto en que se plantaba el viejo.

Pero el viento continúa protestando. Cada vez más. No está en contra de ese merecido homenaje, de ese afecto. Pero que tampoco que le tomen el pelo con apósitos y muñecos de bronce. Quiere alguien con quien conversar. Que sepa responderle en su lengua.

 

© Marcelo Wio

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