Fallecimientos

Fallecieron sin conocerse. Y sin saber que no lo hacían, para que sus nietos se conocieran en el cementerio. Frente a sus tumbas grises, duras; signo último e inútil de existencia – todos los nombres se repiten, las fechas no indican nada más que lejanías distintas: las historias, puro humus – . Asombra el símbolo, y no la cosa en sí. Acaso porque la realidad es burda; meramente el cúmulo de posibilidades reducido a la única que percibimos; y a una ineludible. De tumba. Donde no había ni hueso ni recuerdo. Piedra, tierra y flores secas, muertas, como aquellos a quienes pretenden rendir un ridículo homenaje: lo intacto no existe. Todo termina por cambiar, degradarse, traicionar, succionar adyacencias. Allí, pues, enfrentados con esa nada que pretendía representar invocar remedar impostar antepasado, causas cronológicas. Uno al lado del otro. Callando los silencios que tenían. Disimulando las palabras que no eran para uno ni otro, para nadie.

Habíamos aprendido a conformarnos, a aceptar las desesperanzas como parte de nuestro carácter. Habíamos aprendido a ser otros, sin dejar de sentir todo lo que habíamos perdido. Aceptamos que no elegimos, que reaccionamos apenas a los impulsos leves del humus de hueso y memoria transfigurada en recriminación.

Uno al lado del otro. Cada primer domingo de mes. Más un momento consigo mismos que la perseverancia de un cariño que había sido, en ambos casos – sin saberlo, uno del otro -, morigerado, distante, protocolario.

Fallecieron. Murieron. Perecieron. La espicharon. Para que aquellos dos cumplieran el destino de conocerse. Sin interferencias sociales: charlas sedentarias músicas fáciles en un grupo de ruidos interrupciones. Para eso. Expirar. Para crear ese contexto escenario de meseta de dos sin distracciones. Pero el destino no obedece al destino, o las más de la veces sus siervos lo entendemos mal – apenas podemos traducir las lenguas que nos hemos ido dando -. Y ni uno hizo nada por honrar – como las flores resecas – el sacrificio ancestral: esa circunstancia de sepulcro y falso sosiego de camposanto: simple desamparo. Ninguno dijo nada que un hola de urbanidad ineludible; ripioso. Nada en dijo nada más. En los treinta o cuarenta años que coincidieron, cada primer domingo de mes a estar consigo mismos. A pensar sin pensar si el sino no los habría engañado con sus maridos y mujer e hijos e hipotecas y con sus propias personalidades y la costumbre de no sentir ni lástima ni piedad por sí mismos. Que es lo mismo que decir que por nadie. Ni por aquellos a quienes visitaban con esa puntualidad insistente.

Fallecieron, se decía, para que uno junto al otro sin sentirse tan cerca – esos tres metros y veintisiete centímetros eran insalvables: resguardaban la soledad necesaria de mirada larga. Más allá del horizonte. Como doblando el mundo. Partícula, la mirada. Refracción de la memoria o de sí misma. Da igual. Onda, la mirada. Resaca tectónica: marea de continentes o ánimos batiéndose a duelo para vencerse mutuamente en una redención de inexistencias. Como doblando el mundo para llegar a ocupar la posición antepasada. Sin cambio. Siempre iguales.

Para ello. Fallecieron. Se decía. Pero, ni más ni menos, porque a la larga se termina por perecer. Todos. Iguales. Doblando el mundo para volver a la misma conclusión: inevitabilidad. Para hacer de cuenta que hay que dejar lugar. Para fingir una memoria. Una causa. Una explicación. Para aparentar que no somos la misma persona repetida.

Sin ningún fin (ese acto de cesación es el fin mismo). Sólo porque toca. Porque menos mal que llega el amontonamiento en el subsuelo: de nadas. Porque esto de andar siguiendo los pasos que otro que es uno mismo ya dio, doblando el horizonte para ni siquiera sorprenderse a sí mismo por la espalda, termina por desalentar a cualquiera.

 

© Marcelo Wio

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