Desde allí arriba el mar parecía intacto. Como si los hombres no lo hubiesen atiborrado de porquerías y ansias y tráficos. Pero no había subido a esa colina calva para valerme del engaño poco sutil de aumentar la escala para hacer de cuenta que todo era como debía ser y sentirme de esa misma manera. Había subido buscando una tumba. O, más bien, un montón de tierra y piedras que desentonaran con las dóciles erosiones. Estaba al borde de un risco de piedra blancuzca y frágil. El viento ya la había disimulado mucho. De hecho, apenas unas pocas piedras de las que habían colocado encima tanto tiempo atrás me ayudaron a localizar el sitio en el que, dicen, está enterrado Fabrizio Cazzone. Más que sepultado, Fabrizio fue apartado. Fue escondido, censurado, encerrado en ese terreno estéril – ni un arbusto raquítico para desmentir la aridez.
A los pies de la colina sobrevive Rivoli. Un caserío sin seña de identidad. Lo único que allí tienen, aparte de las obligaciones de la subsistencia, es el fútbol. O más bien, los jugadores. De una habilidad inverosímil. Y nada más. La tierra es incapaz de dar sustento a vida alguna – es más, según los lugareños, mata cualquier cosa que se le plante y hambrea a cualquier animal que pretenda alimentarse de elle, de los engaños vegetales que a veces, después de una infrecuente lluvia, se ven incrementados por una malicia de dioptrías acuosas.
Fabrizio Cazone era un rapaz como tantos de ese pueblo: indiferenciados, con esas estaturas mezquinas (deficiencias alimenticias: ya se sabe, escasez de minerales, vitaminas y esas cuestiones), esos rostros curtiditos de sal y polvo y, sobre todo, esa obsesión por el fútbol – tabla de salvación hacia un futuro lejos de allí. Pero sólo en eso se parecía; y lo hizo por muy poco tiempo. Enseguida fue fácil distinguirlo del resto, jugando en esas calles de tierra endurecida: era de una torpeza sin parangón. Jamás vista, no ya sólo en el caserío, sino en la región.
Un inútil, corrobora Massimo Valente, quien, afirma, tenía cinco años cuando aquello.
¿Pero qué dices, Massimo?, si eso fue hace como ciento diez años, y tú tienes setenta y pocos – la voz de su mujer, Elena, desde dentro de la casa.
En el patio de su casita – un rectángulo mezquino encalado, una breve terraza de suelo desparejo de piedras y un precario techo de hojas secas de palmera, suficiente para una sombra humanitaria -, Massimo y Benito me refieren la historia.
Unos dicen que se lo llevaron una mañana temprano, antes de que salieran los botes hacia el mar. Otros, que fue una noche de invierno. La verdad es siempre más prosaica: les pidieron a los padres que se fueran. Y obedecieron. Quizás porque se lo solicitaron con esas normas del protocolo y ceremonial que anuncian una sustancial pateadura en caso de no plegarse a tan amable requerimiento – refirió Benito.
Y se fueron. Pero no muy lejos. En definitiva, mientras no se dejaran ver por el caserío y no dijeran que eran de aquí, que anduvieran por donde quisieran y mentaran la historia que mejor les pareciera – acotó Massimo.
De hecho, se cuenta que cada mañana el padre del rapaz esperaba en la playa que hay del otro lado de la colina, de donde lo recogía alguno de los botes para ir a faenar – añadió Benito. Eran brutos, pero no tenían malicia.
La tumba es más reciente. Unos… ¿Cuántos, Elena? – inquiere Massimo estirando el cuello hacia la casa, como si este gesto fuese imprescindible para dirigir la voz hacia su mujer, como si la preguntara no implicara la suposición de que había estado escuchando todo lo dicho hasta entonces.
¿Cuánto qué? – la voz de Elena desde dentro, que sabe que el fingimiento nunca está de más.
Cuánto hace de la tumba. Cuánto lleva allí arriba.
Qué sé yo… Unos veintitantos, treinta años…
Pues eso, una nadería – redondea Benito.
Algunos dicen que Frabrizio, ya mayor, intentó volver al poblado. Y que lo mataron y lo llevaron allí arriba, lejos del pueblo, para evitar la contaminación de los más jóvenes, para impedir que se dañaran sus habilidades – relató Massimo.
En fin, leyendas para asustar a los críos que juegan mal. El objeto, que los malos dejaran el fútbol. De esa manera, consideraron entonces, se mantendría la idea, la ilusión de que del poblado sólo salían buenos jugadores. Pero, claro, cuando los malos dejaban de jugar para disimular el estigma, no hacían más que resaltar la realidad: aquí no hay chico que no juegue o se desespere por hacerlo; así que ver a tanto niño por las calles, mirando con esas miradas de anhelo y resentimiento, era toda una negación de aquello que se pretendía hacer creer – comentó Benito.
No sea exagerado, compadre. Si había dos o tres niños de esos, era mucho. Y aquí, como ha visto, la natalidad es un pasatiempo muy visitado. Por otra parte, lo cuenta como si todo hubiese sido una invención confabulada, una fabricación consciente; y no fue así, al menos no del todo; en aquel entonces la gente creía aún en espíritus y destinos y designios y maldiciones; en todo el lote – Massimo, con tono reprensivo.
Como quiera; pero la cuestión es que se instaló un mito – intencionado o no, a esta altura, a fin de cuentas, da lo mismo -; o, mejor dicho, un método que terminó por construir experiencia; es decir, realidad. Porque lo que empezó como ritual, como simbólico, devino normativo, si se quiere. Y si no se quiere, también. Porque, si comenzó como advertencia o amenaza, terminó por postularse como dogma. Y ya se sabe: las creencias se enquistan en un lugar y no dan lugar a disensos. El que no se amolda, en este caso, no juega… Es lo que sucede cuando la vida está tan destartalada, que se acepta cualquier mitigación, atenuante, excusa o misericordia que uno sea capaz de ofrecerse. Y esto fue lo mejor que pudimos ofrecernos…
Ya se fueron para el lado de la teología… Siempre igual con estos dos. Yo sólo le digo que, si es por desconfiar de verosimilitudes y honestidades en todo este asunto, no creo ni que haya habido ese tal Frabrizio, mire lo que le digo… Era cuestión de crear una vergüenza individual, una figura, para crear un imaginario colectivo, un orgullo colectivo – la voz de Elena, con rastros de cocido aromatizado con romero, doblando hacia el patio desde la cocina.
Pero aquí el caballero buscaba más bien una confirmación, ¿no es así? – preguntó Massimo, mirándome con lástima.
Es cierto… Quién quiere oír aquello que en las ciudades se tienen aprendido como un catecismo redactado con unas palabras mucho más nuevas, más hinchadas; no tiene mucho sentido… – convino Benito.
Yo tenía cinco o seis años – empezó Massimo. Aquí no se molestaban mucho por acordarse de esas precisiones; para qué: uno estaba, y eso era suficiente. Lo oí gritar. Con esa voz que andaba a saltos entre la infancia y la adolescencia (así que debía tener doce o trece años; incluso, hasta unos quince – aquí los desarrollos van más lentos; cuestión de dieta). Sus gritos y unas voces secretistas de al menos tres hombres se fueron apagando hacia la colina…
Unos días después, varios niños subimos con intención de encontrar aclaraciones, claves, a esa trayectoria que se nos hacía definitiva. Y allí estaba la tumba. Un cúmulo de tierra y piedras encima… – continuó Benito, lanzándome un guiño cómplice o caritativo. Quizás ambos. Era difícil leer los gestos entre esa dificultad de arrugas y asperezas.
© Marcelo Wio
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