Observa su reflejo en un charco sucio que se recuesta en el vértice inexacto que forma el asfalto y el cordón de la vereda. Su rostro irisado de ondas lo observa, a su vez, desde el agua turbia. El hombre desiste de su actividad sin propósito y se marcha. Pero no alcanza a iniciar la andadura: el cristal de una vidriera atrae su atención; en realidad, es su reflejo el que convoca su interés, más precisamente, su reflejo incompleto: su rostro ha sido suplantado por una mancha, un borrón del color de su piel. Desespera. Se paraliza. No sabe qué hacer, no se decide a moverse siquiera de esa posición de estupefacción horrorizada. De mundo cancelado. Por fin, una determinación inconsciente, que responde a una pulsión guiada por un temor humillado, intenta cubrirse, pasar desapercibido. Eventualmente, una idea o una esperanza lo mueve a la acción. Vuelve sobre sus pasos con ansiedad y prisa atolondrada, al charco. Allí está su rostro, que lo observa sin desafío, sin mofa, sin gesto alguno. Hunde sus manos en el agua quieta y grisácea, pero el rostro se le escurre y se reúne en la unidad líquida. Con nerviosismo creciente termina por hundir su rostro (o esa indefinición donde habitaban, precisamente, sus facciones) en el agua obscena, pero el rostro se derrama nuevamente en el espejo ondulado y oscurecido. De pronto advierte que una mujer lo contempla por detrás, con un gesto de compasión, pero sin rastro de espanto o de sorpresa. De hecho, no hay gesto alguno, ni podría haberlo: no tiene rostro que los ejerza.
Me temo que pierde el tiempo, dice con voz pausada, tenue, sin condescendencia. Estuve – continúa – días probando métodos, aplicando técnicas y astucias, hasta que se evaporó la última gota de mi rostro…
Entonces, le suplico que me enumere sus fracasos para no perder tiempo con ellos y intentar posibles éxitos – la voz del hombre, afinada por la urgencia sobresaltada.
Pero, ¿y si alguna de las cosas que intenté sí funcionaran con usted?
El hombre deja caer los brazos, vencido, desesperanzado; de rodillas ante el charco, el dedo corazón de la mano izquierda rozando levemente el charco (la mejilla derecha de su rostro diluido), cuando de pronto, el rostro comienza a migrar como una inmensa gota mercurial hacia su dedo y a trepar, reptar, hasta que, al cabo de un minuto y trece segundos, acaba por recolocarse en su posición usual.
Entonces, ella, sombría – en realidad, su voz, un hilo, un filamento de dolor -: Si sólo lo hubiese dado todo por perdido… Si no hubiese creído que un orgullo desesperado podía encontrar una solución… Y se fue, evitando las superficies reflectantes, como si una fuerza invisible la fuese empujando suavemente en direcciones de opacidades aleatorias.
© Marcelo Wio
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