Espejo horizontal

A veces, cuando me quedo sola, puedo sentirlo. En el piso de arriba. Pasos como de felpa. De cuidadosa dignidad. Una elegancia trazando el camino de sus pensamientos y sus conversaciones (siempre por teléfono, intuyo, puesto que jamás escucho una réplica de su interlocutor). Voz profunda. Tranquila. Pausada. Voz esbelta. Vestida de esmoquin o de traje de corte italiano. Dice, por mediación de su voz, inteligencias. Dice arte, las más de las veces: relata un antes o un después que se le escapa a un cuadro como sin querer. Dice cosas que rara vez escucho aquí.

Nunca me lo he cruzado en esos espacios comunes a los que obligan los edificios. O si lo hice, no he reconocido ni su voz, ni su andar de abolengos y distinción. Pero, no, lo hubiese reconcido por su inequívoco refinamiento: una suerte de aroma, una estampa, un gesto. Aura.

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La escucho hablando por teléfono, o con alguna empleada, o con su marido, o con los niños (dos, insoportables: voces de capricho y alboroto); incluso he aprendido a distinguirla entre el murmullo pretencioso y despreocupado de invitados – fin de semana por medio -. Una voz como de agotamiento elegante, de finura sin duda heredada – no de esas adquiridas como un bien más; y jamás verdaderamente incorporada -. Siempre como en un revuelo de alegrías o de sus postrimerías; siempre acompañada. Siempre diligente, a pesar de esa fatiga que se cuela en los abismos que porfían entre palabra y palabra.

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La palabra para pronunciar importancias. O, al menos, relevancias. La voz, súbdita de la razón. No para las banalidades de elogios insinceros, de hiperbólicas valoraciones propias.

Y estas paredes siempre tan manchadas de cotidineidad (o trivialidad): soledades mal disimuladas, de personas que se evitan con un juego preciso de palabras iguales y ordenadas, y compañías sin compromisos.

Ansío el aislamiento efectivo: sin las adherencias de las falsificaciones domésticas (domesticadas). Lo anhelo para sumirme en la compañía de su voz y sus pasos que urden ideas. Una compañía que no exige absolutamente nada porque no sabe que está siendo tal; y por tanto es impecable.

Envidio. No a él. Sino a sus interlocutores. Envidio el intelecto (y el tiempo y la atención) que les (o le) dedica: porque les (o le) supone un mismo entenidimiento. Una simetría espiritual.

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Siempre una voz que le responde. Por más consuetudinaria o trivial que sea la locución. Siempre hay alguien allí para decirle. Para oficiar de espejo de sus palabras y sus emociones. Para constatarla.

Sin este andar diciéndole a nadie las ideas que no sirven más que para aumentar la soledad. Ensayos de conversaciones que nunca.

Más de una vez pienso en ir a pedir alguna nimiedad hogareña (una tacita de algo que negligentemente me falte) durante una de esas reuniones en el piso de abajo. No. No lo pienso. Lo sueño mientras camino por el piso y escucho y codicio esas charlas sobre nada, que tan bien sirven a los propósitos de los amparos y la congregación y las cordialidades. Sueño que bajo, que solicito una tacita, un puñadito, de sal. Que me invitan a pasar, que para qué va andar cocinando con lo que aquí tenemos, y que mejor soportar el barullo usufructuándolo aunque sólo sea un poco – a la vez que le ofrecen una copa con algún líquido propicio -. Y que mis ideas me dejarán tranquilo un momento y podré hablar del tiempo y de alguna otra intrascendencia indulgente. Y que esa noche, más tarde, podré dormir como hace tanto que no lo hago.

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Y no se me ocurre excusa alguna para subir y llamar a su puerta. Ni la transida de alguna necesidad casera. Subir, que abra la puerta mientras está al teléfono, que me haga pasar con ese gesto de disculpa, de es un minuto, por favor póngase cómoda, ya mismo estoy con usted, espere que despacho este asunto, porque ahora mismo no hay prioridad mayor que ofrecerle mi atención, señora. Y yo esperaré, sentada en un sillón que hace juego con ese salón de gusto refinado, sus paredes cubiertas de estanterías con libros y delicados objetos y adornos. Y él colgará, se sentará a mi lado y, sonriendo, hará alguna referencia a la conversación que mantenía por teléfono y que canceló anticimpadamente para atenderme como corresponde, y hablaremos sobre el tema de esa charla y derivaremos en otros, que serán cuadros y esculturas y novelas y estéticas y ni él ni yo dirá ni se preguntará sobre el motivo inicial que me llevó allí, tan de la nada, tan del piso de abajo. Y me pedirá que vuelva, que hay tanto que hablar; porque hablar sucita el hablar más, ahondar. Pero nunca junto el coraje. Alguna vez, que entre el aburrimiento, algún rencor (o algo parecido) y vaya a saber qué más que se había amontonadp, había acopiado algunas valentías; justo llegó mi marido, o la niñera trajo a los niños ,o alguien llamó por teléfono para confirmar una invitación o para extender un rumor.

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Pero no puedo. Porque no tengo las palabras ni la intrepidez para ejercer ese otro que debería llevar puesto como un traje (o un disfraz). Porque de vuelta en mi piso no lo toleraría. Porque esa calma violenta de pasos y charlas conmigo mismo se vería irreversiblemente alterada: sólo quedaría intacta la furia queu laas alimenta. Sólo eso como territorio de la soledad.

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Ahí está. Pasos que, desde el salón, discurren por el pasillo. Lo sigo. Espejo acostado que cambia el signo de todo: sexo, sonido, fondo y contenido. Lo cambia todo. Dolorosamente. Y no puedo dejar de obedecer esta necesidad de duplicar su recorrido, oyéndolo, deseándolo – sus palabras, su atención -.

***

Ella, tan casada. Tan lejana. Tan sin saber que existe una vida sola en el piso de arriba. Una vida que no sale de esta seguridad mentida. Ella, tan anfitriona agasajada…

***

Él, tan intelecto y disquisiciones. Tan lejano. Tan sin saber que una mujer sola sigue, reproduce, sus pasos y memoriza sus palabras. Una mujer que atrapada en falsas seguridades hogareñas. Él, tan noble, tan homenajeado por sus condiscípulos: verdaderamente acompañado.

*****

 

(Este relato es un reflejo  -o su intuición, más bien – inexacto de algo que no alcanzo a entrever, pero que definitivamente me concierne. Ni siquiera he descubierto el espejo que, conjeturo, interviene; y que probablemente sea infinito  (o inabarcable para mis medios y duración; lo que viene a ser prácticamente lo mismo)  – acaso, encontrar sus límites, su exactitud, sea incurrir en la inmortalidad; nada más alejado de los planes de mis temores.)

 

© Marcelo Wio

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