Escribir, no escribir

Escribir. Con las uñas, los dientes, las pestañas. Pero no para contar – aunque las permutaciones que permiten las palabras, por azar, engañen un significado. Escribir sobre el exudado de la angustia. Como una huida. O, apenas, para minimizar el daño – para hacer de cuenta que esto puede hacerse; que entre uno y uno mismo pueden interponerse las palabras como obstáculos desesperados que no dejan de ser dispositivos del propio desasosiego. Escribir con los párpados resecos, con el gélido y cálido vacío que corroe el pecho y los entramados que lo sostienen.

 

Escribir. Que ya es demasiado tiempo conmigo

mismo; frente a mí: una exagerada existencia,

como un cinismo sin astucia ni objeto, mera insistencia 7

vacua – como el llanto de los amantes despechados o los gestos

de los que venden las propias emociones de los compradores.

 

Escribir. Con los grumos de la saliva resecada. Que ya es demasiado

tiempo ante mí, saciedad ineludible: comensal

frente al grotesco y desmedido banquete que soy yo mismo – de la misma

manera en que esas ideas que, aun siendo propias (a saber qué es eso), prescinden

de mí, que creo pensarlas o elaborarlos o lo que sea que uno está convencido de hacer.

 

Escribir. Sobre la eterna madrugada. Que ya es demasiado

que ya está bien de ante en con.

 

Escribir. Con el reverso del asco, que a pesar de mí y de las horas

o eso que sedimenta sobre el carácter o el ánimo o lo que uno arrastra

como una bufanda larga, que, a pesar de ello, me sobrevivo – que incluso

hay algún recuerdo que atesoro y alguna esperanza que guardo

en mi bolsillo favorito – el interior izquierdo de la americana de pana marrón.

 

Escribir. Aunque sea mentira. Porque en realidad, quién se atreve a decirse, a ventilarle a los indiscretos de turno, las verdades mínimas que a uno se le han acumulado sin darse cuenta. Embustes o menos sinceros: que dicen alguna intimidad – pero tan disimulada, que sólo quien escribe es capaz de ubicarla (y, cada tanto, ni eso: una vez suelta entre el enjambre de palabritas, ya es incapaz de distinguirla, de nombrarla): como las confidencias de confesionario: una automedicación moral apenas camuflada de intermediación.

Escribir. Escribir. Porque si uno se detiene, las palabras lo alcanzan a uno. Es decir, uno se alcanza a sí mismo. Escribir es escapar en el lugar: uno llega tan lejos como el punto final. Bueno, eso con suerte. A veces la propia mente financia la espantada con sus palabras, termina por imponer su propio ordenamiento y entonces, de pronto, se escriben una o dos oraciones de verdadero horror. Hasta que uno cae en la cuenta (siempre demasiado tarde, porque ahí están las palabras sobre el papel, irrefutables), y entonces, basta de escribir. Hay que hacer. Moverse. Salir. Caminar. Rápido. Ahora sí, la huida implica desplazamiento (y no deja de ser el mismo que un ofrece un renglón, una parrafada más o menos larga, desoxigenada).

No escribir. Aborrecible invento. No tanto como el de lenguaje, claro (ay, si se desterraran las palabras y con ellas las calumnias de la mente). Caminar. Una vuelta a la manzana. Dos. Hasta el parque San Julián. No, está muy cerca. Hasta los jardines de Reynolds. Tarareando una canción. Una sonsera. Una de esas de algún verano en que uno no era tan uno, y era tan tantos.

Ni escribir ni leer. Funestas invenciones. Televisión. Películas de esas de tiros. Algún partido de algo. Frivolidad. Porque eso anda uno buscando: banalizarse – o, más bien, las ideas (que uno sigue creyendo muy propias); desactivarlas: porque uno cree (oh, sí, uno se convierte en un gran creyente de dichos de Perogrullo, de santerías de bolsillo, de supersticiones de llavero y repetición) que no hay sobre la tierra nadie tan dichoso como quien no sabe de la misa la mitad, porque de ellos es el reino de la tierra y, presumiblemente, el otro, si es que lo hay (a tanto no llega la fe lacia a la que uno se aferra) – como las amebas y ciertos (concesión vana, un escrúpulo del decoro o de la cobardía, quién sabe) políticos.

Escribir. No, ahora era no escribir. Simplemente discurrir vaciándose. Leer sólo la sección deportiva. Entregarse a esas conversaciones de puesto de diario y cafetín sin pretensiones. Confundirse entre el montón. Uno de tantos (uno menos – pequeños chascarrillos que uno puede permitirse; aunque hay que cambiar el sentido del humor y el de las manecillas del reloj).

No escribir. Nada. Desde ya mismo. Un partido entre Sacapuntas F.C. y Deportivo Borrador. Y ahora sí, ni una palabra más.

 

© Marcelo Wio

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