
Las escaleras enérgicas se deslizaron debajo de los pasos desgastados y hundidos por el tiempo, apoyando levemente, de tanto en tanto, su pasamanos liviano sobre las manos recias y frías, no tanto buscando apoyo, sino como una distracción. La luz, en lugar de definir formas y fronteras parecía contribuir con una oscuridad confusa. Detuvo la escalera sus escalones para estirar su pasillo – que caducaba en una ventana como cualquier otra. Una pausa para darle una oportunidad al arrepentimiento. Asomó la ventana a los ojos para constatar el panorama que había anticipado: dos o tres ideas más o menos recurrentes que interactuaban como niños en un parque; nada que no hubiese visto a través de ojos similares en esta parte de la humanidad.
Progresó la escalera pensando en devenir azotea y, siguiendo un impulso o una osadía, pensó en abrir su puerta. Siempre llegaba hasta ese instante y anulaba su determinación: los escalones se ralentizaban, dudaban y, por fin, no podían dar un escalón más. Esta vez no fue diferente. El horror atajó el ímpetu: esa inmensidad sospechada, el vértigo de exterioridad desbocada. Volvieron los escalones, apoyándose en los pasos vencidos, asegurándose en las deformaciones conocidas, conformándose con la mullida complacencia de una alfombra gastada. El pasamanos, fingiendo una tranquilidad, una indiferencia de golpecitos rítmicos sobre la mano. Toda la escalera reteniendo la tentación de apremio para devenir rellano y tenderse a invocar un cansancio o alguna otra excusa de indulgencias horizontales.
© Marcelo Wio
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