Él, sombrero. Ella, viento atrapado en un peinado acuarela muy Chagall. Él, necesidad. Ella, inteligencia del instante. Él, prisas en el gesto, la palabra, la inquietud de las manos. Ella, pausa para oír los pasos de la sombra de un caminante en China. Él, la torpeza de un fracaso pasado. Ella, la soltura de muchos despechos transformados en anécdota con risa y desenfado y reconvertida en escenario de una otredad que es ella pero que es un algo más que ella le agrega para que las expresiones se recompongan y entonces el rompecabezas ya no es de un paisaje en Suiza sino de una máscara veneciana. Él, de sobretodo y maletín. Ella, de un vestido que podría tener un motivo de flores o ser gris, según la sonrisa que se invente, según las palabras que saque como un mago extrae una ristra de pañuelos; en sus manos, ella misma: para entregarse y tomar. Él, un paso atrás, una cordialidad temerosa. Ella, todo arrebato, pasos a los costados, cadera hacia el lado opuesto, como si la voz de Pío Leiva la manejara con amables y tenues hilitos obedientes. La mirada de él, recubierta de párpados accesorios. La de ella, asiendo todo lo que hay en el lugar. Él, no se anima a decir lo que cree que quiere decir. Ella, no va a decir lo que él quiere escuchar, quiere jugar; los juegos son una debilidad, una perdición: el tiempo es sólo una medida y no una urgencia. Tal vez él diga. Tal vez no. Lo importante es ese instante trenzado de posibilidades. Los desenlaces pocas veces tienen la magia de lo que los precede – y pocas veces la merecen.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion