Elementos de una venganza

Tenía olor a jazz y a domingo por la tardecita. Pero no parecía ni tan trascurrido ni tan misterioso. Apenas un local donde alguien había bebido, alguien había dicho, alguien había acatado. Y alguna que otra cosa más. Como cualquier otro bar. A fin de cuentas, el encanto que puedan tener es sólo ilusorio y provisional: artificios de la moral para darle una coartada a las tristezas y sus holocaustos de cirrosis y tiempo y degradación .

Allí, en medio del polvo cuajado, entre el eco de melodías de olvido y orines de trasnoche, habríamos de pronunciar las palabras para componer un destino o una consecuencia. Dos hombres con miedo. Y con un propósito.

En la barra, un plato con un cacahuete arrugado, como intentando aún una simetría no conveniente, que sólo podía estorbar con su representación de la inutilidad de todo.

Lo presentí antes aún de escucharlo: un aire frío removiendo las ideas que había ido disponiendo como una defensa contra lo que refelexionaban y evocaban. La puerta, enseguida crujió. Su cuerpo grueso se coló rápidamente en el interior del local, casi sin tiempo a que la luz exterior penetrara. Apenas una salpicadura.

Ha venido – dijo a modo de saludo, mientras se acercaba, desabrochándose el abrigo y quitándose el sombrero.

No sé por qué no habría de hacerlo.

Ya. Yo tampoco. Pero las obviedades son una buena fórmula para no decir nada, ni un saludo.

Sí. Aunque no entiendo para que necesita una.

Porque hay conversaciones que es mejor iniciarlas como si fuese con un desconocido – lo decía como si lo creyese era una insolencia leve, vana a esa altura, o una forma de estipular relación, de marcar los contornos de una región en la que no éramos (o seríamos) los que éramos: otros, desligados de cualquier responsabilidad. Ya sé que suena ridículo, inane; pero entonces parecía una opción no sólo válida, sino necesaria.

Bien. No nos conocemos, entonces. Siéntese y hablemos. Cuanto antes terminemos, mejor.

Sí. Mejor.

Pero se sentó en uno de los taburetes y no dijo nada. Se quedó allí como esperando un impulso externo. Uno más…

Bien – dije. Mas también me quedé sostenido de esos hilos que establecían un vínculo de no-palabras inofensivas, con la esperanza de que, de pronto, alguna convocara a las otras: más pragmáticas.

No podemos dilatar esto mucho más. Porque ya hemos decidido. Sólo tenemos que decírnoslo, entonar la valentía o la estupidez, para convencernos de que lo hemos hecho. Necesito escuchárselo. Y usted necesitará lo propio, imagino. Una forma de darnos ánimos o ratificaciones. De saber (o creer saber) que todo es muy razonable, que no queda otra – dijo de golpe, mirando hacia un espejo roto que había detrás de la barra.

Qué bien vendría un trago de algo ahora mismo – dije.

A mí me vendría bien que usted dijera algo más que evasiones.

Sí. Disculpe. Tiene razón. Pero no es sencillo decirlo. Pronunciarlo. Tanto, que usted mismo no lo ha hecho. Sólo ha manifestado los estímulos para nuestra reunión; no el objetivo. Podemos estar diciéndonos lo que ya nos hemos dicho con otras palabras y otros silencios y vocablos dentro de silencios y viceversa. Pero hay que decir la acción.

Dígala. Yo lo sigo.

¿Y por qué no la dice usted?

Usted, yo; a esta altura es lo mismo. Vamos a ser como una misma identidad.

Ya, pero ahora mismo, somos cada cual.

Vale, vale…

Descuide. Empecemos por los medios – propuse; y saqué, de cada bolsillo de mi gabardina un revólver (un Smith & Wesson 60 y un Colt Detective Special), cada uno envuelto en un paño descolorido. Los apoyé sobre la barra sucia. Los descubrí. Y todo se me hizo de pronto tan irreal: nosotros dos, tan de otro guión, sentados a una barra sin socorros; los revólveres, como inminencias, como mojones que indicaban la cancelación de retornos.

No sólo los medios: eso – y señaló los revólveres – dice fines. Usted no ha puesto eso sobre la barra; ha puesto una obligación.

¿Acaso no había un compromiso, ya? Esto que usted no quiere nombrar – los revólveres -, no es más que una instancia de lo que, como usted bien ha dicho, ya hemos decidido. Elija uno. Cójalo y guárdelo en el bolsillo de su abrigo.

¿Cuál?

Da lo mismo. Ni usted ni yo entendemos de armas. Servirán para lo que han de servir. Nada más. No está eligiendo un par de zapatos.

No dijo nada, y cogió el S&W, que era el que tenía más a mano. Lo envolvió en el paño y se lo guardó en el bolsillo interno del abrigo.

Lo que le dije de la experiencia en armas se hace extensible a las situaciones en que se emplean. Pero ese bolsillo no me parece idóneo. No parlamentaremos, haremos. Y queremos hacerlo rápido. Si la guarda ahí…

Ya – y la guardó en el bolsillo exterior derecho. Igualmente, algo habrá que decir.

¿Por qué?

Para que sepa.

¿Para qué? Si en cuanto se entere, ya no le va a servir, no le va a inquietar más. En cuanto diga las dos o tres cosas que quiera decirle, los por qués, habrá que actuar…

Para verle el rostro. Quiero una reacción más personal, por decirlo de alguna manera. No quiero verlo morir y listo; quiero verlo morir sabiendo que sabe por qué lo hace, sabiendo o creyendo que en ese instante se arrepiente de ese yerro, de esa perversidad en concreto. Sin eso…

Entiendo.

Sin eso sería como darle una salida digna, ofrecerle un tránsito sin reproches; limpio… Hacerle un favor. Un disparo y nada más. De pronto. Sin tiempo ni para darse cuenta que eso que sonó ya lo mató. No. Eso es benevolencia. No es lo que acordamos. O no es lo que nos ha traído hasta aquí. Quiero sea consciente de la situación. Que llegue a saber que va a morir. Acaso el discurso sea peliculero, lo sé. Pero ofrece el tiempo necesario para que se percate, para sepa mínimamente; que tema, incluso.

No sé si es de la clase de hombres…

Yo tampoco. Pero igualmente.

Ya… Pero él sí tiene experiencia en estas lides. Y temo que…

Somos dos. Uno habla. Los dos apuntamos. Y el que no dice, le clava la mirada en las manos. En cuanto el que habla termina, disparamos. Apenas una frase: dos nombres, un lugar, una fecha, un hecho. Nada más. Ni veinte segundos; un tiempo de nada que, de todas maneras, para él será, espero, muy largo.

Cogí el otro revólver, pero dejé el paño sobre la barra, y lo guardé en el boslisllo de mi gabardina. Él sacó el revolver y, antes de volver a guardárselo, le quitó el paño y dijo: no parece muy apropiado andar desenvolviéndolo como si fuese un regalo.

Ni apropiado, ni conveniente.

Sobre todo lo segundo.

Exacto.

Nos quedamos mirando un ilusorio ir y venir de clientes y voces. En tanto, yo imaginaba la escena que habíamos discutido. Una y otra vez; con leves variaciones cada vez. El desenlace era, siempre, el mismo: dos rencores, dos o tres disparos, una muerte, dos huidas, y todas esas sumas daban una única sensación que era una composición algo adulterada de otras: exaltación, alivio, temor, culpa, alivio otra vez, remordimiento. Pero sólo eso, sensaciones: nada que llegase a tomar cuerpo, a instituir un ánimo.

¿Cuándo? – la voz como abriéndose paso entre las charlas amalgamadas de la clientela inexistente.

¿Cómo dice? – volviendo de mis cavilaciones.

¿Cuándo?

Dependerá de él. Del momento en que podamos encontrarlo solo. De que ese instante coincida con una buena sumatoria de posibilidades de salir indemnes en todo sentido.

Demasiados elementos que deben concurrir…

Ya… Pero a mí no se me ocurre otra manera…

Pero implicará una vigilancia estricta… Tiempo. Que no tenemos. Cada cual tiene sus obligaciones. Trabajo. Familia. No somos esto que pretendemos ser en un instante…

Vamos a ver, habíamos convenido en hacerlo. También en que llevarlo adelante no podía implicar una consecuencia trágica, severa, para ningunos de nosotros. La única forma de que esto tenga un alto grando de probabilidad de cumplirse es haciéndolo como acabo de decirle. Ahora, si cambiamos de paradigma y de pronto ya no nos interesan las derivaciones que tenga el hecho de que nos encuentren – dos posibilidades: su gente, con lo cual, podemos darnos por muertos (no descarto un sufrimiento previo); la policía, con lo cual, terminaríamos en la cárcel (donde no descarto una venganza de su gente) -, podemos balearlo hoy mismo. Podemos dar con él fácilmente: a esta hora está en el café Lydo o en el hipódromo o en las oficinas que tiene en el centro. No hay más que ir a esos lugares. Y en cuanto lo veamos, y lo tengamos a tiro, pues a disparar.

No. No es una opción.

Claro que no. Así pues, habrá que hacerlo de la manera más engorrosa…

Y no podemos turnarnos.

Evidentemente.

Tenemos que disparar los dos.

Sí. Esa condición es inquebrantable.

Aún me pregunto qué extraño coraje es este que componemos…

Yo también…. Repartir culpas y remordimientos; tener con quién hablar sin temores a traiciones o escrúpulos vanos… No lo sé. ¿Importa?

No lo sé. Lo único que sé es que si no lo hacemos así, no lo haría. No podría. Y ya ve, lo mismo da uno que dos si las cosas salen derechas… Pero no podría, y viviría con la pesadumbre de no haberlo hecho añadiéndose al dolor de una ausencia, aumentándolo… No se imagina lo que la echo de menos… Últimamente, no sé si será por esta decisión que andamos elaborando, pero la veo en todos los reflejos, como una figura que pasa, fugaz, con prisas…

Descuide… Yo tampoco podría. Me aferro a usted como a una resolución inexorable para darme valor o lo que sea; para pensar que ejecuto una legislación razonable… Y sí, me imagino. Yo también la añoro… Pero a mí sólo me queda su perfume en el armario. El de la almohada ya se ha desvanecido, a pesar de mis esfuerzos por conservarlo (no es lo mismo echar su perfume: no tiene piel. Su piel, claro.).

¿Qué le queda a usted?

Poco y nada. Alguna amistad leve. Un hermano con el que no hablo desde hace un par de años, al menos. Un trabajo que no me satisface… Y esto…

Pues yo, un poco como usted. Tengo una hermana a la que veo de tanto en tanto – digamos, una vez al mes – para decirnos los mismos recuerdos: no hablamos, custodiamos lo que creemos que nos vincula. Un trabajo, también. Dos amigos, más bien conocidos, para ver el fútbol los domingos… Triste pensar en lo reducida que llega a ser la vida de uno. Quiero decir, los amarres al mundo, a la sociedad. ¿Será así para todos, a una cierta edad?

Puede que sí. No es algo que me interese, sinceramente. En todo caso, no como un conocimiento tranquilizador. El único consuelo que preciso, la única consolidación, es su presencia en ese momento…

Claro…

Un silencio que era una determinación, o sus filamentos primeros enhebrándose, saturó el local con sonidos en los que hasta entonces no me había percatado: una gotera, el viento silbando a través de una rendija indeterminada, crujidos de madera y de metañ que parecían anunciar un derrumbe para dentro de un par de años; agua corriendo por una cañería. Cada vez más ensordecedores.

Su voz, de pronto, como un efecto físico que anulaba toda otra sonoridad: Se lo decía porque, si ninguno tiene mucho que perder… Quizás tantas medidas de salvaguarda no sean necesarias. No quiero decir que debamos abocarnos a un desprecio absoluto de nuestras existencias, ni mucho menos. Pero…

Pero no tendría sentido. Lo matamos y en el acto nos matan a nosotros. ¿Cuál es el castigo? Porque, para mí, la repesalia está en le hecho de matarlo, de que sepa, como usted decía, quién lo mató y por qué; y de seguir vivos para constatar, cada día, que hemos consumado la venganza; de que ha sido castigado. Si morimos en el acto, o padecemos una grave secuela, tal castigo se verá irremediablemente diluído, difuminado. Para que pueda reconocer lo que hacemos como una sanción, nuestras vidas tienen que poder continuar más o menos igual que hasta ahora. De otra forma, sería una inmolación. Y no busco eso…

Entiendo su posición… Pero.

Pero. Sí, pero.

Cambiar el balance de probabilidades… No tender a un cien por ciento. Un sesenta por ciento no es mal número.

No. El asunto es que ninguno sabe a ciencia cierta qué cálculos suponen un tal o cual porcentaje de seguridad, de confianza, más bien. Quizás, no lo sé, sólo pienso en voz alta, matarlo cuando se encuentre solo, apunte más claramente en nuestra dirección – no sé cómo, así que no me pregunte. Quizás los disparos resuenen más y enseguida haya alguien para presenciar nuestra huida, que en todos los escenarios que he imaginado, es bastante torpe. Quizás, y sigo pensando en voz alta, hacerlo cuando esté más rodeado de gente, en un lugar con bullicio, moviemiento, donde nosostros seamos dos más en un conjunto mucho mayor de posibles sospechosos, aumente, en lugar de disminuir, como he creído hasta ahora, nuestras posibilidades de salir impunes e ilesos de este entuerto…

Puede ser…

Lo único seguro es que hay que hacerlo.

Así que bien podríamos ponernos en marcha. Buscarlo. Encontrarlo. Y ver qué dicen las probabilidades…

Salir a matar como quien sale a la esquina a ver si llueve…

Tampoco es que merezca mucha ceremonia, ni mucha duda más.

No.

¿Vamos?

Si. Pero…

Sí, me doy cuenta. Vamos a una trampa de posibilidades.

Bien. Sólo quería estar seguro. Ya ve, siempre hace falta una mínima certeza.

Las huellas que imprimimos sobre el suelo de madera podían llegar a permanecer más que nosotros, pensé. O creí pensar. A esa altura ya obraba como movido por pequeños enviones de emociones, recuerdos, proyecciones: era apenas la representación de lo que había sido. Ya hacía mucho que lo era. Desde que la mató – o poco después, más bien: cuando decantó toda la significación. Y me impuso una soledad horrorosa.

Me volví para constatar que no iba caminando solo. Que aún éramos dos. Efectivamente, un paso más atrás, empujaba su andar esa figura que nunca supe bien de dónde había salido. Que un día comencé a ver en el café, sentada al fondo, levantando la vista hacia mí de tanto en tanto. Hasta que un día, además de la vista, levantó las cejas en un inequívoco gesto de convocatoria. Se puso de pie. Me miró una vez más, y salió del café. Fui tras él. Lo seguí durante varias calles hasta verlo entrar en el local que ahora nos disponíamos a abandonar. Allí me habló. No me ofreció un nombre; sólo una circunstancia que era la misma que la mía. Me ofreció un breve consuelo absurdo. Y conversamos sobre otras cuestiones, como para mitigar el desasosiego que se había formado a nuestro alrededor. O el patetismo.

A los pocos días lo vi nuevamente en el café. Otra vez el mismo procedimiento. Y así, en días subsiguientes. Siempre desembocando en ese local abandonado. Los parlamentos entre ambos restringidos a ese ámbito vacío. Y poco a poco componiendo la persuasión para perpetrar una venganza, un castigo. Uno apoyado en el otro. Sabiendo que solos no seríamos capaces, ya no sólo de llevar a cabo aquello, sino de continuar sumando días a una cronología que se nos había hecho vana: sin ellas, cada uno, un silencio en un café, en una cama, en una oficina, en una rutina mímina, diminuta.

Poco a poco, el coraje. La resolución. Amparados en el espejo que era el otro. Dos, tres meses. Siempre en el local. Nunca en otro lugar. Allí podíamos hablar tranquilos, sin temor a ser oídos por casualidad. Siempre igual, salvo esta última vez: habíamos quedado en que nos encontraríamos directamente en el local para ultimar detalles, y traer los revólveres.
Tantas veces en ese local. Y sólo ahora me percato de las huellas. Muchas. Sí; obviamente. Y todas parecían idénticas: como si todo se empeñase en crear una simetría exasperante… Creí advertir que todas las huellas tenían una misma muesca en la suela derecha. Pero no. Eran los nervios. No era un buen momento para andar manufacturando sospechas peregrinas. No, no lo era. Ahora había que hacer algo. Ahora, dije. Ya había decidido, pensé, que sería ese día. En cuanto lo viese. Que no realizaría ningún cálculo de probabilidades sobre la situación. Que actuaría. Lo sabía…

Me giré. Lo ví en su mirada. También allí había un ahora, una urgencia decidida. Entonces, ¿para qué todos estos meses? ¿Sólo para elaborar este momento, este comportamiento que empezaba parecerse al producto de una fe? Lo miré una vez más. Me guiñó un ojo y, con las cejas, parecía indicarme un punto que estaba más adelante, a la vez que me sobrepasaba y hacía un gesto más evidente con la cabeza. Vamos, dijo. Lo seguí sin decir nada. Como si en lugar de seguirlo, fuese tras un impulso, una vehemencia. Evité mirar qué huellas dejaba su calzado – porque tuve la sensación de que su andar ni siquiera dejaría huella alguna.

 

©Marcelo Wio

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