El Tratado de Troyon

 

Afueras de Troyon, 10 de noviembre de 1918

 

El cabo Perpignan salió de la trinchera, bandera blanca en mano, y se dirigió hacia las posiciones enemigas, ubicadas tan sólo unos doscientos metros más adelante (al Oeste). Para llegar, debía sortear un desaguisado de cráteres que habían dejado los obuses y las bombas. De tanto en tanto, algún amasijo de tendones, huesos y músculos sin rastro de humanidad.

El cabo avanzó con determinación. No se detuvo a horrorizarse de aquello que se había convertido en una cotidianeidad que borroneaba los rebordes de las memorias de mercados, barrios, bares, conversaciones despreocupadas de domingo, faldas que toreaban el deseo… Por lo demás, Perpignan sabía que a aquella hora de la tardecita todos estaban ya agotados de andar odiándose a tiros: era el momento de recomponer los entramados de las broncas, de reconfigurar los patriotismos. Y sabía, claro está, que del otro lado lo aguardaban.

En la trinchera enemiga, el soldado Freundenberg, de guardia con sus prismáticos, lo divisó entre el enrejado de humo y mugre, y le avisó a su capitán: “Ahí viene”.

-¿En cuánto llegará? – interrogó el capitán.

– Unos cinco minutos. La parte media del campo está muy comida por los obuses; le llevará un rato sortearla.

-Bien. Me da tiempo.

El joven capitán – los soldados a su mando hacían cábalas respecto de su edad, que parecía haberse estancado en una juventud equívoca desde el comienzo de la guerra – había esperado a último momento. Quería meditar bien la lista que confeccionaría. Tomó un papel y un lápiz y comenzó a escribir, meditando entre nombre y nombre. A su alrededor, comenzaron a congregarse los rostros, expectantes y untados de barro, cansancio, hambre y de una desesperación acostumbrada, de los soldados. De tanto en tanto, el capitán levantaba la vista del papel, hurgaba entre los gestos y facciones, y cavilaba.

Una mirada aprovechó una de esas pausas para buscarlo, suplicarle en silencio.

-Ni lo sueñe, Dietrich. No después del papelón que hizo la última vez. Vaya a descansar. Aproveche, hombre.

El capitán volvió a esa hoja que se iba cubriendo de nombres.

Finalmente anunció:

Freundenberg – Usted, Schultz, usted se queda cubriendo la guardia.
Weissmüller
Dieter
Hassler
Remarque
Walter
Giesler
Müller
Fuchs
Leitner
Kraus

El corro se dispersó con murmullos y gestos de desencanto y fastidio.

El joven capitán – cuyas destrezas táctica y estratégica parecían desmentir la edad inexperta que sugerían los rasgos delicados – dobló la lista y se la entregó a Freundenberg. Perpignan arribó segundos después; saludó a Freudenberg con un gesto leve, le entregó una hoja plegada, tomó la que le entregaba Freudenberg y confirmó la cita: “¿En cuarenta minutos?”

-Así es – corroboró Freudenberg.

Perpignan, sin tomarse ni un momento para morigerar el resuello, se lanzó a desandar el camino.
Desde hacía algo más de cinco meses (¿o más?, a saber, el tiempo tenía otros límites, otro sentido en aquella geografía… transitoria, intermedia entre dos estados, uno de ellos indefinido, dudoso, ominoso; el otro… el otro igualmente impreciso), Perpignan y Freudenberg, de manera alternada, repetían el mismo recorrido, a esa hora de luz incierta, temblona, para entregar y llevarse, a su vez, un papel con once nombres.

El capitán agarró el papel que le tendió Freudenberg. La mano le temblaba.

-Es el hambre – mintió el joven.

Leyó en voz alta:

Chateaubriand
Perpignan
Fontaine
Boissien
Aubriot
Girardons
Pinaud
Lassern
Vien
Signoret
Moreau

En todos los rostros se imprimió una esperanza, una sonrisa de dientes sucios de tierra y tabaco.

-¡No juega Regnault! – verbalizó la sorpresa, la alegría, el imberbe capitán.

La trinchera teutona dejó salir un grito de júbilo, como si hubiese estado esperando el permiso del estricto capitán, al que no le gustaban las muestras de afecto, de tristeza ni de alegría: “Las emociones son una debilidad latina”, solía rugir desde esa edad breve, pero que gambeteaba toda aproximación.

-Si no les ganamos hoy, no les ganaremos nunca… Sobre todo, porque el alto mando está emperrado en pedir un armisticio mañana mismo.

El aire retenía el olor a sudor, sangre, pólvora y algún que otro químico, además del eco de balas, bombas y obuses, que parecían seguir cayendo – parecía una sinfonía compuesta por un maniático con muy poco oído musical. Una luz amarillenta verdosa le daba a todo aquel paisaje un consolador aspecto irreal: uno bien podía llegar a pensar que acabaría despertándose en la cama en la que solía dormir no tanto tiempo atrás (o tal vez, demasiado tiempo atrás; tanto que el recuerdo – y esa vida misma – pertenecía a otra persona).

Los once alemanes se dispusieron abandonar la trinchera para dirigirse hacia el noreste, donde había un claro llano, intocado por las bombas y los obuses gracias a un tratado apalabrado entre franceses y alemanes – tratado que resultó ser más firme que el de Versailles. Durante la siguiente contienda, ese terreno minúsculo fue, una vez más, respetado. Para que después digan que a las palabras se las lleva el viento…

 

© Marcelo Wio

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