Le decían “el ladrón de frases”. Crisóstomo iba de conversación en conversación hurtando esas pequeñas inteligencias y astucias que a veces se pronuncian – generalmente, de manera inconsciente – alrededor de una mesa como excusa para usufructuar compañía. Rara vez decía algo; y cuando lo hacía, era algo diminuto como un señuelo para, como suele decirse, tirar de la lengua.
Podía vérselo en el bar Tiempo de Alargue deambulando como un cobrador o un cazador furtivo – del que todos advertían su presencia -, entre las mesas concurridas. Mirando el suelo, Crisóstomo, como si de allí recogiese su cuota de palabras y significados.
Recolectaba aquellos trozos de discurso con la convicción de que habrían de darle prestigio y razón en una conversación en la que, todos menos él sabían, nunca intervendría porque era un escuchador crónico.
Llenos los bolsillos de los papeles – billetes de autobús, tiques, volantes publicitarios, esquinas de hojas de diario – donde iba anotando frases y palabras. Con un lápiz retacón que le ensuciaba la punta de los dedos. Navegando los pasillos entre las mesas como un gondolero, silbando una melodía italiana probablemente hecha de rejuntes de melodías. Quizás él mismo, teorizaban los de la mesa del fondo, fuese un rejunte de humanidades excesivamente tenues para conformar una existencia notoria.
Cuentan que falleció en la mesa que da al ventanal de la calle Segundas Intenciones. No se percataron hasta bien entrada la madrugada, cuando el bar se fue quedando vacío y su presencia, incoherente – no había ni una sola conversación flotando en el ambiente –, se hizo patente; tan quieta como un silencio o una soledad.
© Marcelo Wio
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