El cortejo ya había atravesado la despedida respetuosa y apesadumbrada del pueblo. La carreta con el ataúd en el que yacía el tío Rigoletto iba ya custodiada únicamente por los familiares, los amigos más íntimos y dos mujeres que seguían procesión a una cierta distancia, las dos juntas, cogidas del brazo – se decían las queridas del tío; extraño que no fueran más -. Restaba cruzar el puente de tablones de madera sobre el río Itaparí (no sabían quién, ni por qué, ni cuándo, lo había llamado así) para llegar al camposanto – rejunte de cruces abrazadas por los yuyos resecos y la costumbre de no visitar a los muertos; porque éstos, dicen en el pueblo, se recuerdan donde habitaron, donde hicieron -.
La abuela Rusticana le había dichos a sus hijos – los hermanos del tío Rigoletto -: Si lloran, yo también lloraré, y no acabaremos más; unos artífices del llanto de los otros, y así. Vivió bien lo que tenía asignado. Despidámoslo sin tragedias. La verdad era que la abuela, por dentro, se había resecado un tanto: biología y emociones de vida larga. Pero lo que no lloró, lo cribó sobre el mantel de la mesa de la cocina: como una arenisca sin color, que se escurría por el borde y caía al suelo y se escondía entre las grietas, resquicios, accidentes topográficos.
El caballo, guiado por Verbena, la esposa del molinero, Caruzzo – que iba caminando detrás, entre el grupo de amigos -, dio un respingo en mitad del puente. Sustos de animal nerviso. El ataúd se deslizó, rebotó en el puente y brincó al agua. Ahí iba, el tío Rigoletto, surcando el río. El primo Tartaglia salió disparado tras él, por el camino – más bien huella – que bordea el río y el pie de la colina del otro lado del pueblo. Otro de los primos, Lelio, enfiló de vuelta a pueblo con propósitos de pragmatismo. El resto quedamos sin emprender acción alguna unos segundos más, entre divertidos y espantados. Sobre todo lo primero. Final digno de Rigoletto – dijo alguno -, como si se negara a dejar la superficie de este mundo. Y enseguida nos pusimos en movimiento: de piernas e ideas, pero sin salir del puente, como en una comedia de esas interpretadas por malos actores que deben convencer al público que todos andan intranquilamente exaltados, así que van sin ton ni son de un lado a otro del escenario escaso. En eso, el primo Lelio pasó corriendo, soga en mano, gancho de carnicero (lo que sale, vuelve, le había dicho el carnicero) atado en un extremo. Y tras él, todos, por la huella de tierra harinosa.
El pueblo miraba. Callado. Pueblo colorido (ropaje y caserío) por imposición de una digna y ecléctica escasez.
Cómo puede ser que en el pueblo suceda siempre lo mismo y la gente tenga tanto para contarse. Como si cada uno, en soledad, improvisara mundos y circunstancias diversas, produciendo memoria nueva, hacia los lados y hacia un adelante que no es de esta cronología, solía decir el tío Rigoletto. Muy dado a la palabra. A su uso y abuso.
Miraba el pueblo. En silencio.
Difícil para un pueblo tan lleno de palabras, de alegrías tristonas. Las calles mismas parecen decir, de noche en noche, anéctodas y fabulitas picantonas que se cuelan por las ventanas de las mozas y mozos durmientes. A veces, muy de tanto en tanto, y sin venir a cuento, acaso empachadas de decires, esas mismas calles lloran durante días un polvillo fino y amarillento que no parece posarse sobre ninguna superficie, hasta que desapare sin dejar rastro, sin anuncio, sin más.
Pero si hasta la barra del “Café de los pocos silencios y los muchos decires” cavila ideas y las murmura debajo de los vasos transpirados como espejos cansados de responder. En el café sobrevuela una inexistente música de esas que parecen compuestas para sonar de fondo, y no para ser oídas, como arrastrándose por el cielorraso, esquivando los ventiladores ruidosos de edad desantendida.
Pueblo devoto a su manera; a unos dioses muy particulares y benévolos (hasta, podría decirse, instigadores de la jarana y el descuido), que le hacían creer a las gentes que nada era imposible. Al punto de que tal vocablo había caído en desuso hacía ya vaya a saber cuánto. Todo era posible porque la vida tendía a deslizarse sobre sí misma: mismas costumbres, mismas necesidades y misma manera de satisfacerlas; los deseos acotados al valle y sus disponibilidades.No, no había nada imposible en el pueblo. Lo que no quiere decir que fueran perpetuamente felices. Eran como eran.
Por ello miraba el pueblo sin sopresa. Con algo de divertida compostura.
Lanzó Lelio el aparejo hacia el ataúd con una puntería implacable. El gancho se clavó firmemente en la tapa del ataúd, cerca de la mitad del mismo. Tiraron de la soga Lilio y el primo Escamillo. Con rotundidad. El nudo se soltó como si se tratara de uno de esos moños de telas resbalosas que adornan los regalos.
Miraba el pueblo. Ya más patente el entretenimiento. Si hasta la abuela Rusticana dijo: Hasta el último momento dando la nota, ese hijo mío.
Para qué pensar en el futuro, si siempre termina por hacernos comparecer ante él; porque los futuros que nos imaginamos nunca pueden ser tan lejanos como para no incluirnos, el tío, en el café. O algunas de las voces que eran sus ecos. Ecos todas ellas, unas de otras. De preguntas como: ¿Cuál fue la primera palabra que pronunció el mundo?
Este era el tipo de preguntas que habría una charla que entretenía al tío – sobre todo en esos instantes que aún no reputaban como dia, apenas rejunte de horas con intención, mientras los restos de noche hacían rodar la tierra con suavidad de madre -. Pero siempre quería que fuera otro el que las formulara. Él quería tener la responsabilidad de una primera respuesta. La que se encontró siendo entre las gárgaras de lava y caldo del principio, podría haber respondido el tío a esa pregunta hipotética.
Aunque, para ser sinceros con los años lo empezaron a inquietar, como si se tratara de una verdad sin rostro, ni signo, ni traducción. Una verdad que rebajaría a todas las demás, pero que no ofrecería nada en su lugar: apenas un imperfecto vacío.
Miraba el pueblo a la asamblea de rescatadores.
Fígaro, el herrero que mató a su mujer, propuso otro método de salvamento. Pero antes, es menester explicar el infortunado hecho para que no se juzgue a Fígaro en términos equivocados (hay otros más apropiados a su circunstancia). Andaba deprimido el hombre – cosas de interioridad, decía, sin residencia fija: malestar succionante -; tanto que una tarde, sin saber cómo, se encontró sentado ante la mesa de la cocina – tres vasos de aguardiente para convocar un coraje cobarde – y el cañón del revolver que nunca se había disparado, sobre su sien izquierda. Pero el destino tiene a veces una manera siniestra o chambona de repartir las cartas. Así, en el momento en que Fígaro iba a cancelar su estadía, su mujer entró en la cocina – por su derecha – y lo llamó, sin haber descifrado la situación. Su nombre pronunciado por Susanna, su rostro girándose, reflejo, hacia el origen del requerimiento de la voz conocida y el dedo índice de su mano izquierda presionando el gatillo, coincidieron en un orden temporal fatal: el tiro rasguñó apenas la sien de Fígaro y fue a dar de lleno en el pecho de Susanna. La muerte fue instantánea. Fígaro juzgó entonces una bajeza pegarse un tiro: hay penitencias que no deben eludirse. Su pena ahora tiene otro signo – atroz consuelo -.
Regresando, ahora sí, a la escena del ataúd descendiendo por el río, Fígaro, ante la evidencia de la infructuosidad del método del ganzcho, proponía que el Brighella, el menor de los primos, fuese enviado de avanzadilla, corriendo, a tirarse al río y subirse al ataúd en cuanto éste entrara en su campo de acción. La idea era tirarle a él la cuerda y que la asiera firmemente al gancho y que él mismo también la sujetara, como medida de seguridad, para arrastrar el cajón a la orilla. Partió Brighella. Se montó en la balsa mortuoria del tío en cuanto pasó por su lado. Había que verlo, allí, porfiando un equilibrio inverosímil e intentando sin suerte atraparr la cuerda que le revoleaba Escamillo. Un Tom Sawyer sin picardía y con un arrepentido temor, dijo alguien, que parecía Brighella: niño escúalido en aquella Medusa pensada para la horizontalidad quieta de un náufrago sin interés en rescates ni orillas. Pronto llegó la embarcación mortuoria a unos rápidos leves pero no por ello menos tracioneros para navío semejante; y Brighella, en uno de los intentos que a esa altura ya eran para rescatarlo a él – se había visto la imposibilidad de pescar el ataúd de aquella manera -, cayó al agua y derivó unos metros junto al tío en lo que parecía una despedida histriónica, y en cuanto la corriente fue menos maliciosa, nadó hacia la otra orilla – a pesar de que le quedaba más alejada que aquella en la que estábamos la cuadrilla de salvamento -: claramente, nuestra partida y sus métodos comenzaba a alentar deserciones. Todos nos dimos cuenta de que corríamos serio peligro de quedar ineficazmente diezmados.
Miraba el pueblo, ya carcajada franca, compinche.
Vivió su tiempo y el de algún desprevenido, dijo alguno de los hijos de Rusticana. Uno de los hermanos de Rigoletto. A saber cuál, su voz mezclada con la de tantos, que tenían tantas opiniones que ofrecer.
Comparte el pueblo una misma memoria: recuerdos especulares reflejándolos hasta el infinito – a ellos y a sus descendientes hacia un adelante que es el atrás de los antepasados reverberando y multiplicándose -.
Alguna tardecita en el café, justamente la memoria cayó entre las palabras de los concurrentes.
– La memoria constituye el futuro – el molinero Caruzzo.
– A lo sumo, lo instruye – el carnicero Puccini.
– La memoria es muy dada a ser amasada por los caprichos o los descuidos – el tío Rigoletto.
– Se recuerda como se padece el prensente y como se presiente el futuro – la tabernera Turandot.
– El porvenir, a fin de cuentas, no es otra cosa que un apretujamiento de días con sus posibilidades intactas, que todo el tiempo se nos está viniendo encima – el tío Rigoletto.
– Como un deslizamiento que termina por cancelar todas esas posibilidades prometidas para dejar una única – más pregunta que afirmación, Turandot.
– El futuro es puro julepe a la muerte – el molinero Caruzzo, sin saber que esa noche fallecería el tío Rigoletto.
– Sírvase algo más fuerte que esta cervecita, estimada Turandot. Y a ver si hablamos de otra cosa – propuso Puccini.
-Ya es tarde para ontologías – Caruzzo.
– Siempre es tarde para todo. La vida se trata de hacer de cuenta que aún hay tiempo – el tío, que se negaba a abandonar el derrotero de palabras.
– No embrome. Sirva, sirva, Turandot – nuevamente Puccini.
Rezaba invenciones y plagios yorubas y cristianos. Rezaba sin fe, pura alegria y convenciento de que lo que pedia era demasiado para cualquier dios, asi que lo que viniera bien estaba, comentó el cura, que también sincretizaba de lo lindo – dicen, con acierto, que olvidó mucho de la liturgia cristiana desde su llegada al pueblo hacía más de veinte años -.
¿Usted no debía estar de aquel lado, para dar sepultura a Rigoletto?
Estaba. Pero me volví al resguardo de la sombra hasta que repesquen el féretro y retomar el asunto.
Del cura refieren que lo escucharon decir alguna vez que hay que ceder a las tentaciones, porque es precisamente en esa instancia en la que se mide el individuo ante sí. Luchar contra ellas es la cobardia de evitar enterarse de quién uno realmente es, de si es capaz de realizar el camino de vuelta a la rectitud. Y lo cierto es que el cura ha cedido lo suyo a las tentaciones. Sobre todo a la de la tía Emilia. Las malas lenguas dicen que más de uno de los hijos de la tía es “sagrado”.
Miraba el pueblo, ya como en fiestas – alguien había sacado botellas de algo que se tragaba con mucha facilidad -.
La abuela Rusticana, agasajada por los favores de la desinhibición fermentada, refería en tono de orgullo aquellas cosas del tío Rigoletto que la habían sacado de quicio en vida de éste.
Antes de acostarse atrasaba los relojes para porfiar sueño. Y en cuanto se levantaba, los adelantaba una, o dos, o hasta tres, para amainar el dia. No sé para qué, si siempre andaba alejado del esfuerzo. Y reía la abuela, y reían todos.
Tenia siempre el un gesto de increible sorpresa y dicha de habitar el instante, de ser, de estar en el mundo.
Era el semblante del vago, madre, del avivado intocado por el esfuerzo; no habia metafisicas ni epopeyas en ello, repuso la tía Emilia. Y el cura le dio un pellizco entre reprobador y travieso.
Una vecina lo vio y le dijo a la mujer que tenía a su lado: En nueve meses, otro santo.
¿Otra vez?
Ya ve usted.
Y la voz de la abuela Rusticana prendida a unos recuerdos que ya había comenzado a transformar: Tenia esa cualidad, Rigoletto, de imponer su voluntad sin pretenciosidad ni ínfulas; una voluntad sencilla que hacía pasar por una decisión de aquel al que sutilmente la imponia.
Un chanta, otra voz.
Y el pueblo ya ni miraba hacia la otra orilla.
Finalmente, fue Cherubini el que vino a dar con la solución. Cuatro hombres jóvenes se adelantarían hasta una zona del río más estrecha, mansa y arbolada que quedaba a un par de kilómetros. Ipso facto mandó a uno de los primos a buscar una hamaca y otra soga al pueblo. El plan era sencillo. Atarían la cuerda a un árbol de esta orilla. Uno de los jóvenes nadaría hacia la otra para atar el otro extremo en un árbol. Otro llevaría la hamaca – uno de cuyos extremos se ataría con la segunda cuerda -, deslizándose por la cuerda atravesada sobre el río hasta la mitad, donde debía asir la hamaca a la primera soga con lazos que le permitieran resbalar sobre ésta. El muchacho se acomodaría boca abajo en la hamaca para asir el gancho clavado al ataúd en cuanto éste pasara por debajo. Dos hombres tirarían de la soga asida a la hamaca para arrimar al conjunto a la orilla.
La operación de rescate fue un éxito a medias. Recuperaron el féretro, pero la madera reseca y de mala calidad de féretro se había deshecho a medias por debajo, y el tio se había escurrido.
¿Cómo flotó la caja esta con ese agujero?
Por embromar.
El pueblo se había olvidado de que había un funeral. Estaba vuelto sobre sí, se miraba, se reconocía. Se festjaba y festejaba la memoria, a esa altura largamente modificada, del tío.
Los rescatadores decidieron en rápido concilio que lo más pragmático era volver con el ataúd hacia el camposanto y enterrarlo como se había previsto. Si Rigoletto no había tenido ganas de tierra, bien estaba el agua, dijo alguno.
© Marcelo Wio
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