Cortejo
de virginales putas – con candelabros de deshilachadas velas sostenidos por esbeltas cañas de bambú – tras los funerales sin muerte de las tardecitas de octubre, regando el suelo de cenizas y pubertad, que los viejos insolventes se apresuran a recoger para venderlas los domingos en el rastro a la gitana que vocea especies y pronósticos, como si con ambos se pudiese componer una nutrición o un dios transitorio que obre milagros leves, fáciles para la endurecida credulidad de estos tiempos.
La voz
de alguien que aún está en trámite de llegar – trasladándose entre una existencia y otra, implorando no equivocar el rumbo. La voz, pues, pronunciando un panegírico obsceno, que escandaliza a las viudas y a los que están ingresando en la muerte: mentando honrosas descomposiciones entreveradas con reptantes faunas sin ojos; y anunciando una inmarcesible repetición sin memoria. Sí, la misma voz falsaria que, sin estar, participa, deambulando por los pasillos que vinculan trayectorias de tiempo y materialidad: charcos de primitiva circunstancia.
El tumulto
llega al final de la calle o del día y se disuelve sin piedad en frágiles hilillos de egoísmo, de los que surgen nuevos cortejos que, idénticamente, quieren creer que esa saga de culminaciones termina allí, con el finado escoltado. La excusa de duelo apenas llega a enmascarar el genuino fin del acompañamiento: presenciar la señal, la confirmación, del inconsciente anhelo de rescisión de la cláusula de exterminio. Y envilecimiento,
grita la voz ya casi concretada en una de esas muchachas que visten luto por sí mismas – aun recordando la memoria del hombre embrutecido que viene de ser.
Y allí,
donde la calle se hace inmensidad – patria chica de la eternidad, dicen -, culpan de todo a los incompetentes dioses que se han ido guisando para sí, con la esperanza de que alguno terminase siendo –
que invariablemente oculta algún ingrediente, altera algún paso, o adultera alguna catequesis. Allí, entonces, todos reiterados y desmemoriados, como restos de un Sacro Imperio Impío. Amontonados desperdigados. Un olor. Una voz entre la ignorancia y el instante antes de caer en la cuenta de que. Tal vez esta muerte sea la definitiva. El último tributo. ¿A qué…?
Allí
siempre falla
la fe.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion