Afuera, un sol radiante arreaba a la gente por los manchones mezquinos de sombra. En el interior del piso, una tormenta había comenzado a formarse. Por el lado de la cocina, las nubes se habían ido congregando y agregando con profusión (de gerundios, está visto y) de relámpagos. A las 15.03 (hora del interior; 15.04 del exterior) el frente había alcanzado la mitad oriental del salón y el viento estaba causando estragos entre la vajilla de la abuela Marita que tan prolijamente está dispuspuesta bien a la vista en un mueble que remeda con éxito una gran cotización. A las 15.17 (hora interior, siempre), antes de que las nubes tupidas taparan por completo el cielo raso, había comenzado a llover a sopapos descoordinados – me hacían recordar a un boxeador borracho que vi una vez en un garito de San Juan de Puerto Rico -. Oscar, chorreando agua, calado de várices de frío, permaneció sentado en el sillón marrón leyendo a Filloy y mirando, de tanto en tanto, el bochorno exterior con algo semejante a la conmiseración y al desinterés.
© Marcelo Wio
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