Nunca vi la obra. Esperaba en el café de enfrente a que se hiciera la hora, dejaba que saliera el escaso público y entraba directamente al baño inmenso que hacía de camerino, prometiéndome que era la última vez que vería a Luciana. Pero una vez ahí, mis propósitos se deshacían sobre la mesita donde se almacenaban desordenadamente los maquillajes o sobre el sillón viejo, destrozadas por mi falta de carácter y por una afición al cuerpo de Luciana que tenía mucho de pulsión patológica.
Originalmente, la obra la iba a hacer Ornella Mutti en un teatro del centro, pero ambos proyectos quedaron fuera del alcance del director (algo que nadie había dudado por un segundo, dado el talento y los recursos con los que contaba); así que el papel se conformó con Luciana y el escenario se quedó en un par de sillas y una mesa en una sala periférica. Para mí fue una suerte inmensa (no la lamentable ausencia de la Muti), porque si no, no hubiese conocido a Úrsula – su marido hacía el pequeño papel del mozo. Ella también esperaba en el café a que acabara la función. Empujados por esa especie de solidaridad que surge entre dos personas que están obligadas a realizar una misma tarea monótona en soledad – y por una atracción mal disimulada -, nos empezamos a sentar juntos, a charlar de vaguedades. Y con esa misma justificación imprecisa – más bien, fraudulenta -, nos fuimos encontrando cada vez más temprano y no sólo en el café.
© Marcelo Wio
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