Qué importa que estés tan cerca que parezca que si quiero te puedo tocar, y que las ilusiones se confabulen con el espacio y te dibujen en el sillón, si en realidad podrías estar en la mismísima Dehli. Qué corno importa que el cuerpo que falsea este instante sea sólo eso: una abominable impostura, una permutación de lo que uno acepta como cierto aunque no medie comprobación alguna, aunque la explicación sea insuficiente – pero justo ahí radica la creencia, en la nebulosa que queda entre las interpretaciones posibles, en lo que se obvia, en lo que se pretende dar por sobreentendido. Porque yo apuro los cigarrillos pero no hago nada por cerciorarme de que sos vos la que está ahí. Elijo el balcón como podría optar por recordarte desde una habitación compartida (con otra y mi arrepentimiento) en Berlín, con unas luces entrando y mezclándose en un techo que no voy a volver a ver. Y digo Berlín como podría decir la Corniche (sin bombardeos, viendo cómo remite el odio hasta el día siguiente y esa especie de transpiración que pierde su batalla diaria contra la ducha, el café, la velada en calzoncillos, con cerveza, y la realidad amena que convenga a cada uno), celando la distancia que nos imponemos porque estamos hasta las narices de no poder (¿no querer?) encontrarnos como aquella noche – ¿o era una mañana excesivamente fría para ser noviembre? Una de esas que salen en los diarios al día siguiente con gráficos de barras y fotos viejas en las que uno cree reconocer la ciudad que le toca habitar en ese momento, con la señora Remedios certificando que con sus ochenta y pocos nunca vivió un 5 de noviembre más frío (aunque después se tenga que tomar las pastillas que disfrazan la senilidad a duras penas) -. Seguís ahí, del otro lado del tul que si quisiéramos rasgaríamos con una facilidad sorprendente, pero no, porque lo tejemos con la fogosidad de los que se quieren demasiado para aceptarse a diario con todas sus miserias; de los que tienen algo que callar, algo doloroso. Además, ¿para qué negar que ese tul, o paño o mantel o lo que sea, no somos nosotros mismos? Una telaraña en la que nos quedamos pegados porque no tuvimos la suficiente destreza para aprender algunas astucias compartidas. Y no me queda más remedio emprender artimañas, como festejarle las banderitas a los sahibs y hacer de cuenta que voy coronando etapas que me llevan a tu porción de telaraña, donde vos estarás ingeniando tus propios estandartes (¿los adoraré?) y batallas y estrategias (conmariscalincluido).
Todo para que a las once y pico de la noche nos encontremos terriblemente solos a pesar de tu cuerpo en el sillón y el mío plantado a dos pasos del consuelo. Dos metros veinticuatro centímetros de indecisión, de pura obstinación, de una cierta certeza de finitud. Irremediablemente me aplico a los puntos finales. La señorita gira sobre sí misma, con gesto de fastidio, el dictado se termina con una frase que nunca recordaré y uno interioriza la disolución inequívoca de todo. Estás girando sobre vos misma, sardónica, triste, convencida. Y yo hago lo propio. Porque así tiene que ser. Eso parece. Caducan los plazos, vencen las garantías y hay que enchufar ese bendito punto final.
Pero por más puntos y finales, hay como la perspicaz seguridad de que algo está inacabado, como una periodicidad después de una coma, una repetición irritante que se extiende hacia el infinito, una somera semejanza que no llega a ser el número que pretende: una indicación, para quien carece de títulos nobiliarios matemáticos, de que algo no anda bien (un algo inicial), de que hay un círculo que no se cierra (a pesar de los intentos vanos, ridículos) y por el que se está escapando una esencialidad: el segundo que falta para alcanzar el autobús; para completar la historia de un sueño que olvidaremos, inexorablemente, apenas nos despertemos. Algo – reitero esta indeterminación porque no tengo de dónde más agarrarme: la sensación existe, pero desnuda, desesperadamente vacía (se escapa, tal vez, la definición posible por la pequeña rendija del círculo que no soy capaz de completar con mi tiza: intento quimérico; aberrante, incluso); sin el complemento de una pista, de una mera intuición – que espera nombre.
Es inconcebible buscar soluciones lógicas, aún cuando planteo límites que tienden a un número entero de posibles relaciones con este estado cuasi abúlico, de cierta irresponsable aceptación de un cúmulo de leyes que adjudico torpe y negligentemente a la naturaleza (porque soy incapaz de un mínimo de fe, de una claudicación total de mis incomprensiones a favor de divinidades salvadoras, de catecismos que sirvan como supositorios mágicos para este estreñimiento existencial: la teodicea me está vedada).
Aun así, me queda un recurso. Dije sahibs, dije banderas. Dije mariscal. Siempre anduvieron las vidas ajenas revoloteando en mi cabeza: todos los que quise ser y que no soy; miles de trocitos que podrían, si tuviera el valor de seguir aunque sea uno sólo de mis impulsos, de mis inquietudes, de mi infinidad de intuiciones que dejo pasar como si me negara a comprar un billete de lotería porque total para qué, si la rotundidad de las probabilidades y que mejor gastar las monedas en un paquete de Imparciales que Alden se va a fumar después de un “te saco un cigarrillito” tras otro, o un puñado de tramos de subte. Chirimbolos que a priori ya veo inútiles, porque las historias, en cada momento, están teñidas por nuestras creencias fervientes de aquello que hubiese debido ser. Son, en definitiva, las vergüenzas y las culpas las que escriben nuestras encíclicas personales; la feroz hipocresía que somos en esos momentos en que invocamos las retorcidas formas de la autocompasión que, impune y lánguidamente, denominamos memoria.
Me meto en la cama y sólo puedo revisar las sombras y los ecos de la violencia de esos doscientos veinticuatro centímetros – insalvables, insondables, tentadores: estiremos los brazos al unísono y que toda esa niebla telita pasitos desaparezcan como si jamás – metidos en cada movimiento inquieto de mi cuerpo desvelado, zumbaban como moscas gordas. O, tal vez sos vos, Úrsula, soportando a duras penas el calor y la violación de distancias que impone la cama como un árbitro a dos púgiles.
Justamente eso no. No quiero siquiera pensarte. Para eso había pensado chismes en el balcón, que me sirvieran para despegarme de estos momentos. Ahí tengo uno. Si entorno el ojo derecho y miro a través de la ventana del bar Conventillo, la calle que veo es un espejismo que sucedió en 1910 cuando en el norte de la ciudad celebraban independencias y futuros préstamos que nos iban a endosar sin remilgos ni disimulos.
Puedo ver a un niño que observa con recelo (también está entornando el ojo derecho) a todo el que pasa, con una mirada hosca, insolente, como ebria, que comienza a cargarse de algo que puede devenir en odio, osadía, resentimiento o abnegación; aún son borrosos los signos para descifrar consecuencias.
Siempre es el mismo chico de ojos de khol, pelo hirsuto escapándose por los costados de la gorra marrón repleta de zurcidos; una nariz escandalosamente grande, como una impertinencia que se permite el rostro para saltar sobre los demás, un dedo que apunta a una meta inalcanzable, o que acusa. El gesto convencido que acompaña a los que pasan sin percatarse de su presencia: Cave, cave, Dominus videt. Siempre se me ocurre pensar que es Hieronymus llenándose la conciencia de colores, de formas, de horrores, tormentos.
¿Para qué carajo me meto en estos callejones sin salida? Mirá que meterme en deudas nacionales y niños cagándose de hambre como método de distracción… Yo también tengo el espíritu de un mártir. O de un pelotudo.
Me levanto porque me incomoda la cercanía de Úrsula; de pronto me da asco, bronca. Es prácticamente imposible mantenerse inmune a la interposición del mariscal, que es obra tuya, Úrsula, porque ni sus galones ni sus ínfulas de acreedor emocional podrían alterar, por sí solas, nuestras posiciones ( o tú posición). Sos vos, y no él, con sus exigencias tardías sin Trieste, la que estira el centímetro: ya ni siquiera sé si son sólo dos metros veinticuatro o si seguís abriendo brecha, como si en realidad estuvieras abriendo un envoltorio de papas fritas, o un regalo, un destino, una obligación adquirida a través de tu madre. ¿Sabés que a tu Mädi me la imagino inalterablemente joven? Nunca te lo dije porque habrías inventado derivaciones freudianas aterradoras y yo, que soy un obediente aprensivo, me hubiese hecho, sin quererlo, de una especie de tabú, pero sin totem, porque eso ya sería demasiado poner de mi parte: un trauma necrofílico abominable, porque tu madre muerta y yo soñando con una posible tumba cerca de Sarajevo.
Porque ella, Mädi, tu madre, no se había subido al barco en Trieste; ni siquiera había aparecido aquél día en el puerto, y porque vos-de-la-mano-del-mariscal esperaste hasta el último momento, que años después un telegrama de Mássimo Dal Ponte (Mariscal retirado) contándote que tu madre había muerto una noche fría antes de llegar a Sarajevo y que él buscaría una tumba, o un rastro, y vos indiferente, con el rencor de esa mañana de neblina en Trieste, con el mariscal y la estocada (no, no hay indulto, aunque en la plaza los pañuelos de un blanco imposible dale que te dale, y el paso doble enfervorizado, contagiado y contagioso, pero no hay tu tía, el pañuelo naranja no sale y qué importan los silbidos, porque Mädi ya está del otro lado, guiada por unos gitanos, y el barco pita y el mariscal te suelta la mano y vos no girás la cabeza y contenés las lágrimas) de una ausencia. La primera. Una que vos no querés repetir. No sé para qué sigo hablándote desde este balcón que, como Buenos Aires, es un error de cálculo, de intención, que creció por cojones, por orgullo, por la necedad de no querer aceptarse como una consecuencia pifiada, sin héroes ni mitología que la disimulen.
Escucho una materia sonámbula, vaga, haciéndose la extraviada para no levantar sospechas, que viene desde los arrabales de la ciudad. No quiero ceder a dar crédito a cuanto oigo. Latido oculto, bombeo incansable de un mismo anuncio tartamudeado, después de preguntar por el Señor Urrutia, que buscaba una serie más o menos verosímil de explicaciones a los mareos espirituales que vendrían y que, con suerte, el río se llevaría, en parte, obedientemente (se harían pasar por camalotes y crecidas: formas del desconsuelo que se ajustan bien a la tranquilidad ciudadana). Todavía sigo esperando la crecida, sabiendo que la tuya, Úrsula, nunca vendrá.
© Marcelo Wio
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