Hubo una época – siempre parece haber una según la ocasión; pero claro, en definitiva, para cada uno de nosotros, siempre termina por haber más hacia atrás – en la que había contestadores automáticos. Aparatos en principio gigantescos que nos hacían el favor de contestar el teléfono en nuestra ausencia – constatando tal ausencia a quien llamara; e invitando a la persona a dejar un mensaje, si así lo deseaba (habitualmente tenían la forma: “Soy fulano, llamaba para ver si estabas y compaginar un plan; pues nada, cuando escuches el mensaje, llámame” *) -. No pocos robos se efecturaron gracias al contestador – y no pocos terminaron en rotundos chascos, al encontrarse con la persona en casa (eran muchos los que preferían dejar echar a andar el contestador para así enterarse de la identidad del llamador y si querían o no antenderlo en ese momento – o en ningún otro -).
Pero no nos desviemos del tema. El contestador. Dentro llevaba un cassette en el que grababa los mensajes, y que fue disminuyendo en tamñano a medida que lo hacía el aparato (o acaso a la inversa) – hasta que disminuyó al punto de desaparecer, por culpa de la tecnología minimalista de incorporar una cosa en otra: contestador dentro del propio teléfono; habrase visto -. Pero nuevamente, nos alejamos. No grandemente, puesto que habalmos de lo que hablamos. Contestadores. Pero no de sus partes. Sino, antes bien, de un fenómeno poco conocido – se han registrado sólo siete casos (se estima que hubo muchos más; pero que los propietarios de los aparatos, temiendo el escarnio, y acaso incluso la reclusión psiquiátrica, los acallaron) -. Los casos documentados siguen, todos ellos, el mismo patrón: contestador de casa en la que su/s ocupante/s estaba/n usualmente fuera; y gran número de personas interesadas en localizarlo/s por motivos de afecto, principalmente – lo que suele denominarse, usualmente, como “personas o personalidades populares” -. En tales casos, el contestador estaba sometido a una intensa labor de interacción comunicativa. Trabajaban con la precisión para la que habían sido fabricados: dando el mensaje pre-grabado por el dueño de casa; grabando a su vez el que dejaba la persona que llamaba. Pequeño circuito logarítimico. Simple electrónica. Pero, en estos casos certificados, los contestadores fueron, de manera lenta pero progresiva, olvidando (acaso el verbo sea excesivo, tratándose de una máquina; y lo correcto fuese hablar de un malfuncionamiento puntual) grabar mensajes – se supo, tras arduas investigaciones, que no se trataba de la falta de grabación, sino que ésta se habia realizado correctamente, pero la máquina la “ocultaba” -. El proceso era tan sutil que los dueños no se daban cuenta hasta que era demasiado tarde: las máquinas terminaba por acaparar las amistades de sus propietarios. Sus amigos y conocidos convenían en que las máquinas era mucho más interesantes que sus “antiguos” amigos. Los contestadores habían copiado todas aquellas conversaciones, palabras específicas, giros verbales, de sus propietarios, y, con todo el tiempo que tenían por delante – su labor era breve, y separada por grandes períodos de ocio, sobre todo, por la noche -, las ampliaban y mejoraban analizando los tonos, las necesidades, pretensiones, inseguridades, de aquellos que llamaban. Aún hoy, en Canadá – por expreso pedido del interesado omitiremos, no sólo su nombre, sino la ciudad -, un hombre mantiene la amistad con una de esas siete máquinas. La tiene en su casa y, de tanto en tanto, llama a un número que ha contratado para tal fin, para conversar con el contestador. Afirma que la máquina se ha vuelto cada vez más inteligente. Al punto, de que teme que lo esté manipulando para susbsitir. Un psicólogo consultado nos aseguró que más probablemente la máquina sea la que es, pero que la inteligencia del caballero no sea de las más afiladas. Un técnico en informática, por su parte, nos aseguró que esa tecnología antediluviana, obsolota aún en el momento de su aparción, no puede aprender absolutamente nada. Que ninguna máquina de las actuales, con teconologías de pasmo, no pueden hacerlo. La inteligencia artificial, dijo el científico, con un retintín de prepotencia. Pero estas gentes estiman en mucho sus conocimientos. Al punto de negar todo aquello que ponga en duda su pretendida infalibilidad. Son ellos, paradójicamente, los que atascan el progreso. Los mismos que alaban los logros de Newton, que había que ver lo bien que aceptaba la convivencia de lo esotérico con lo claro del método analítico-sintético. Quien no puede ver más allá de lo que ve; mal encaminado anda deambulando – y estorbando – por las ciencias.
Apurados en descartar el aprendizaje por parte de unas máquinas por el hecho de ser su manufactura, su funcionamiento, sencillo. Así andan, complicando circuitos y chips que duran lo que un suspiro – cada vez más efímero todo -, y simplificando las relaciones humanas a meros gestos de saludo, a charlas siempre diferidas con promesas en las que ya nadie cree. Ya me gustaría a mí encontrar uno de esos contestadores y tener una buena charla.
*Se han documentado casos en los que el ausente en primera instancia llamaba al llamador primero, en devolución de la dicha llamada; pero al no encontrarlo, dejaba a su vez un mensaje. El cual era respondido, pero nuevamente a un contestador. El caso más extraordinario es el de los suecos Magnus P. y Anja V., que durante siete años no pudieron comunicarse telefónicamente en ninguna oportunidad – salvo, claro está, a través del contestador; pero para repetir, prácticamente, un mismo mensaje -. Se encontraron por casualidad una tarde de diciembre en una calle de Copenhagen, y no supieron qué decirse – mucho menos, cómo – en persona. Por fortuna, Anja llevaba un walkman, que le permitió grabar un mensaje. Grabando mensajes en una cafetería constataron que no se gustaban.
© Marcelo Wio
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