Llama la atención, en la novela El señor Norris cambia de Tren, de Cristopher Isherwood, el papel de Schmidt. Llama la atención, más específicamente, su relación con el resto – y respecto del resto – de personajes. Así, es llamativo el hecho de que los únicos que parecen poder ver y, sobre todo, interactuar de manera cabal con Schmidt, sean William Bradshaw (en contadas ocasiones, y siempre brevemente) y Arthur Norris – quien tiene una relación estrecha y directa con el primero.
Llama la atención porque su presencia termina por resultar casi la abstracción de una idea, de un concepto; porque a lo anterior, se suma el hecho de que, para los personajes alemanes, Schmidt es una realidad tan molesta – no ya como individualidad, sino como generalización de un carácter, de un aspecto -, que parecen elegir no verlo (la única que llega a interactuar, y sólo para echarlo, es la dueña del hostal: manojo de desgracias, embrutecido de alcohol, pero sobre todo, de oprobio, reproche y rencor), y apenas se refieren tangencialmente a él; como quien menciona una vergüenza o a una culpa difusa en las que es mejor no ahondar; algo de lo que hay que huir (casi siempre, sin éxito).
Llama la atención, sobre todo, porque da la sensación de que Schmidt carece de corporeidad definida – es, si se quiere, el menos humano de los personajes -: apenas un rasgo; el origen de una incómoda sensación. Así, Schmidt parece ser más bien un ente censor y administrador de la vida de Norris; es decir, su conciencia. Acaso, no la conciencia, sino una faceta de ésta: aquella que reprende sus actitudes libertinas y derrochadoras.
Pero es una conciencia que siempre parece ir un paso por detrás de Norris, casi alcanzádolo – en Perú o donde sea que Norris intente refugiarse (de sí mismo; o de sus errores) -, pero nunca consiguiéndolo del todo; lo que configura una conciencia ciertamente inefectiva – porque, incluso dándole caza, como en Berlín, es incapaz de modificar o morigerar aquello que se propone rectificar o atemperar -.
O quizás, como conciencia ineficaz que es, sea en realidad la conciencia alemana, que comenzaba a extraviarse estrepitosa y terriblemente (o a evidenciar dicha corrupción), dejando a los sujetos a su cargo desamparados – o siendo, más probablmente, abandonada por estos mismos sujetos, como quien se libra de un estorbo – ante las fáciles y breves adulaciones del nazismo, que habrían de transformarse en inmensas y horrorosas obligaciones y abyecciones. Una conciencia que, desesperada, le hablaba a los ingleses – pero ni Bradshaw, ni Norris (a éste lo seguiría la sombra de una culpa por sus intrigas y traiciones), ni Chamberlain, después, quisieron oirla (por cierto, el intérprete de Hitler durante las reuniones con el Primer Ministro inglés en Múnich, se apellidaba Schmidt).
O acaso Schmidt sea solo Schmidt; un tipo gris, con escasas luces, con uno o dos resentimientos (o la idea de merecerlos), que sólo puede sobrevivir subordinando su existencia a una obsecación, a una obsesión; y la suya es el señor Norris. Perfil anodino y triste que, en 1931, bien podía aplicarse a más de un compatriota suyo, que en poco tiempo abría de emplearse, con obsesión y obediencia (haciendo de éstas, su razón de ser), en la mayor barbarie de la humanidad.
© Marcelo Wio
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