Bar Prosperidad

El bar es el sitio donde el símbolo puede ser traducido y actualizado”, Panait Sebastian

Los bares están llenos de gente que se ha ido quedando. La mayoría, muy a propósito; otros, sin darse cuenta, cada vez un poco más, alargando el último trago, las últimas palabritas, los últimos recelos. El Bar Prosperidad no sólo no es la excepción, sino la exageración de este dictum, la descabellada absolutización de dicha boutade.

Ahora es fácil encontrar la obvia ironía que conforman el nombre y la realidad, como de restos de desguace de revolución industrial o de esas fastuosas monstruosidades del constructivismo. A posteriori, todo es evidente. Pero, quién hubiese dicho el día que inauguraron el bar que el destino para el que se postulaba  sin saberlo era el que cumple meticulosamente: una huída hacia adelante. Don Álvaro, que vio nacer muchos emprendimientos, asegura que ya nació como un pasado olvidado – sin fines de memoria ni advertencia. Y eso, asegura, lo dijo a los pocos días de abrir el bar. A saber. Como sea, ahora, con ese piano sin teclas ante el que un tipo se pasa las tardes silbando una melodía que no parece acabar nunca, cualquiera se erige en agudo vaticinador.

Nadie lo ha visto cerrado. Las luces siempre encendidas para intentar iluminar ese pedazo triste de vida, como lo llamó Abel Rodríguez Escalera, el poeta que se perdió en su geografía de voces y olvidos, y que no hay quien lo encuentre. Su mujer pasa de tanto en tanto, mira en el fondo, debajo de las mesas, pero no hay suerte. Dicen que, en realidad, ella también está buscando perderse; a ver si con suerte se extravía por los pagos de su marido.

Hay, se dice, tertulias que llevan décadas ininterrumpidas y cuyos participantes van turnándose para beber, asearse, echarse una siesta o dar una vuelta a la manzana, de manera que la conversación no se detenga. Conversación que, por otra parte, no repite ningún argumento, idea, ni pifia. Nada. Una infinita disquisición que, por lo que parece, versa ahora sobre el propio lenguaje – que en su caso es, por lo demás, un sistema particular, mayor que cualquier idioma, o la suma de todos los existentes, y del cual no se entiende ni jota.

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Hay evidencia de que ciertos grupos de pesas estuvieron unidas en un pasado distante (casi inverosímil: una utopía hacia atrás, el paraíso perdido) – señales de quemaduras de cigarrillos análogas, patrones de rozamientos similares en las mesas propiamente dichas (y en el suelo, marcas de desgaste expuestas, como si lo que hubiese estado encima se hubiese desplazado – se ven líneas de rozamiento que coinciden con la localización presente de las mesas y sillas). Dicen que un inglés – hablaba inglés, con lo que pudo haber sido un estadounidense, australiano o incluso alguno que se hacía el interesante -, luego de tomarse un café en un par de oportunidades dio con una teoría para explicar con el desplazamiento de los continentes. El escrito original se titulaba, justamente, Tectónica de placas del Bar Prosperidad, y postulaba que el movimiento de los continentes era análogo al de las mesas del bar – que, así, sería más antiguo que Don Álvaro (la broma zonza es de Prudencio García Cordero – que confudió analogía con contemporaneidad -, miembro de la tertulia perenne, que de tanto en tanto va a meter baza en otras conversaciones o silencios). Evidentemente, el texto publicado fue sustancialmente distinto. Tanto, que no llevaba ni siquiera el nombre del inglés de marras, o lo que fuere, sino el del titular de la cátedra de Piedras Rodantes de la Facultad de Geología de una universidad de renombre.

El deslizamiento más antiguo de mesas, datado en unos 23 años, se se ha encontrado en el grupo de cuatro mesas del fondo, cerca de los lavabos. No dan a ninguna ventana y se encuentran entre una pared, la parte lateral de la barra del bar y la entrada a los mencionados servicios (no se consigna en cartel alguno que sean para uso exclusivo de los clientes). Están ocupadas entre las 9 y las 13, y las 15 y las 18, por un abogado, un contador y un corredor de apuestas (que llega cerca de las 12 y no se marcha hasta eso de las 2 de la madrugada). Todos atienden a su clientela flaca e intermitente – mayormente desesperados -, en dichas mesas.

Además, hay una vidente, o espiritista, que está siempre y que de tanto en tanto da cabezaditas de una horita apoyando sus brazos como un nido sobre la mesa y la cabeza sobre éstos. Viviana se llama. No tiene ni un solo cliente. Vive, dice, rodeada de presencias que le llenan el día de pedidos, quejitas muy parecidas a las de ciertos vivos. En realidad, son los parraquianos que por solidaridad o lástima cada tanto le dirigen alguna palabra, como si eso bastara para sostenerla del lado del devenir de las cosas – sea lo que eso sea. Quien dice parroquianos, dice Femenías, uno de los mozos, bien podría decir ánimas que se creen vivas, y que han confundido el bar con el limbo o alguna dependencia extraterrena por el estilo; y a Viviana, con una burócrata del más allá. No diga pavadas, Femenías, una voz conocida proveniente de alguna mesa, y tráigase un licorcito para bajar esta tarde sin identidad. En cuanto una verdad o una alteridad se introduce, lo mandan a uno a buscar algún pedido, que es la forma cortés que hay por aquí de mandarlo a uno a la mierda.

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Conocían su nombre porque lo había pronunciado en una oportunidad hacía más de treinta años, al poco de llegar, cuando invitaron a su soledad a una mesa junto al ventanal que da a la calle Conspiradores (aunque, y prueba del deslizamiento referido, se ha desplazado a razón de aproximadamente un centímetro por año hacia la entrada del local, que da a la esquina de Conspiradores y Leales). Hablaba como si le cobrasen cada palabra, recuerda alguno de los encargados de memorar esos trozos de historia chica que se producen en el bar. Habló brevemente, apenas una opinión para justificar su presencia; su permanencia, más bien. Desde entonces, al menos en el territorio absoluto del café, no había vuelto a decir ni una sola palabra más. Casi inmediatamente, comenzó a desprenderse de la mesa primera de tanto en tanto, para deambular entre las otras formaciones mobiliarias y de vocablos. Cada vez más, esas excursiones se hicieron más dilatadas. Ahora no se sabe si vuelve a la mesa original (por llamarla de alguna manera), o si esta ha devenido un punto más – obligado, como el resto, por una cuestión de inevitabilidad topográfica y probabilística- en el tejido de sus vagabundeos. El “oyente” lo llaman. Siempre a tiro para prestar quorum en las tertulias menoscabadas por el trámite definitivo de la edad o por lo tedioso del asunto tratado. También escucha en sesiones individuales a desesperados de diversa índole (clara competencia para los «profesionales» que atienden en el fondo) y a extasiados nuevos. Acepta lo que le ofrecen – un café, un chato de vino, una grapita, un cigarrillo – a manera de remuneración no pactada, o como si hubiese que llenarle el buche para asegurarse inútilmente su silencio – hay convenios a los que uno se suscribe sin saberlo, incluso a pesar de los propios intereses.

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– Entre uno y la circunstancia – uno.

– Entre Ortega y Gasset. Por ahí. Donde ahora hay un bar – otro.

– Pobre referencia. Siempre hay un bar. Y una evocación – el primero.

– Será porque allí es el único lugar donde realmente son creídos todos los parlamentos – el segundo.

– Y donde son enriquecidos. Uno no puede soltar allí un recuerdo sin gracia: qué sé yo, uno donde hay una trivialidad, una sensiblería de maceta y balcón. Allí sólo se pronuncian originalidades que atrapen e impacten a la concurrencia – el primero o el segundo, o algún otro que siempre está atento a meter baza.

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Se llama Contertulio Prosperidad. O eso dicen. Nació allí. De un descuido entre un sofisma y una falaz concesión. O eso dicen. Y nunca ha salido, afirman. Tuvo suerte, aseguran, porque entre los parroquianos siempre hay algún médico (y algún dentista) o alguno al que le faltaron un par de materias para recibirse pero que conoce del tema y puede, en caso de emergencia, ofrecer unos primeros socorros o, al menos, unas palabras de flema y optimismo. Abogados, agrega alguno, tampoco han faltado nunca. Nunca faltan esos, concuerda otra voz, que parece desprenderse recién de alguna taza o vaso del cual obtenía alguna gratificación o algún consuelo líquido – es decir, pasajero, esquivo (como todo, por otra parte, porque hasta lo sólido se desvanece en el aire).

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Uno de esos tangos que no compuso nadie pero que todos conocen.  Cargado de hipocondría y orgullito de zaguán. Uno de esos salía de la radio luego de golpearse reiteradamente contra sus paredes metálicas. Latón y tristeza. A nadie se le ocurría cambiar el dial. Que es lo mismo que decir o aventurar que nadie se atrevía a encontrar la misma melodía en cada posibilidad de onda.

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El febrero de 1938 se produjo la desbandada de los miembros de la Sociedad de Contrabandistas de Aceitunas, Sobrecitos de Azúcar, Servilleteros y Demás [parafernalia que le otorgan identidad a una mesa de bar – que de otra manera no sería más que un ridículo artefacto]. Aprovecharon los desmanes de las protestas obreras en la calle  (algunos dicen que no eran protestas, que fueron carnavales; otros, que eran barras de dos equipos de fútbol pegándose). Salieron, como pocos antes que ellos, y como ninguno después, por la puerta trasera, que queda pasando los baños, y a la que se accede a través de la cocina (que se encuentra al fondo mismo del pasillo en que se encuentran los lavabos). Dicha puerta, dicen – nadie, como buenos creyentes, tiene la suficiente fe de comprobar los trozos inconcebibles de su creencia- , no da a ningún callejón, ni patio, ni nada por el estilo; sino a la puerta trasera de un bar en Berlín en 1928; a la de otro en Paris en 1899; en Buenos Aires en 1947, Nueva Orleans en 1913, La Habana 1951… Es imposible salir (de veras, al presente, aquí) por esa puerta – nadie lo dice, pero acaso también sea imposible salir (de veras, y no como a quien lo hace con un permiso breve) por la más obvia, de cristal, que da a la esquina. Volviendo a la puerta trasera, la mayoría sostiene que la continuidad obra en una única dirección y que no admite violaciones en dicho sentido (es decir, una vez atravesado un bar, no puede volverse al mismo: los establecimientos, así, hay quien alguna vez conjeturó, no serían sino, magnitudes o mojones de una secuencia inapelable – de qué, no lo llegó a imaginarlo o comuicarlo).

Más recientemente comenzó a circular otra teoría para explicar la desaparición de los miembros de la mentada sociedad. Según esta, se habrían extinguido mucho antes de 1938, en el último gran deslizamiento de mesas (el Mesaico): incapaces de adaptarse a la nueva disposición ambiental, sus miembros sencillamente desaparecieron como tantas otras especies.

Pero, como explica el ínclito Mario Rappoport, contertulio de la mesa que está junto a la barra y al televisor, las mitologías terminan por imponerse. Estas, sugiere, crecen en ambientes tan particulares como los estadios de fútbol, algunas estaciones de metro y los bares: la composición de estos territorios, su tamaño, la distancia entre estos sitios y, principalmente, al centro de la ciudad; sus superficies discretas y sus volúmenes considerables que aumentan la fuerza gravitacional que retiene decires, indecisiones, indolencias, necesidades, y, también, el calor anímico de la actividad que se produce en su núcleo.

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Breiseido ocupa una mesa junto a la ventana que da a la calle Leales. Un diario que lee y relee y, cada tanto, comenta con quien esté a tiro alguna de las novedades viejas impresas. Pero eso es apenas una distracción, la burocracia que le imponen las horas y el azar. Breiseido está allí para enamorarse. En realidad, existe para ese fin. O, quién sabe, acaso aquel sólo sea un medio para algún otro propósito. Leovigilda, que migra de mesa siguiendo un patrón indescifrable que, dicen, tiene que ver con el cambio de estación, el número diecisiete y con la tasa de expansión universal, asegura que lo de Breiseido es, sin duda, represalia. Se ve a la legua, dice. Pero, como muchos en el bar, no argumenta su sentencia. Sobre ella también se dice que fue la que abrió el bar, que en el comienzo perpetró alguna transgresión y que por ello aquel lugar ha sido «desterrado del ordinario de las cosas».

Breseido. Se enamora de cada mujer que ve. Perdidamente – porque no puede triunfar en tales sentimientos. No acaba de caer rendido ante una dama, que ya otra aparece por la vereda o que entra a tomarse uno de esos cafecitos apurados que caen como una patada en el estómago y que por la noche dan una acidez que te la garanto. El pobre no alcanza a disfrutar siquiera de la consumación del placentero dolor del rechazo, de la ruptura, es decir, de la liberación; cuando ya está siendo requerido por otro envión de endorfinas y vacíos en la boca del estómago. Vive en una perpetua exaltación. Es decir, en un constante sufrimiento. Y en el bar siempre hay abundante concurrencia femenina de la que enamorarse: todo el día entran y salen clientas casuales – “irregulares”, como se denomina a aquellos que ingresan a por un cafecito rápido, un refresco, y que no vuelven nunca más, como si temieran ser atrapados por vaya a saber qué influjos procedentes de sus paredes y de ciertas mesas que se les hacen evidentes y que, efectivamente, los libran de la subordinación que termina por ejercer el ambiente o lo que sea. Aunque, todo sea dicho, esa extraña fauna escapa de todo bar que sea frecuentado por lo que consideran tristezas (es decir, casi todos los auténticos que van quedando en algunos barrios – los hay que falsifican más o menos acabadamente esa genuinidad, pero cuyas penas son de vitrina y música ambiental, de bares del centro).

Se va a morir de acumulación de emoción preliminar, afirman algunos. De Breseido. Debe tener el músculo cardíaco como el cuádriceps de un corredor, comentan en la mesa de los tertulianos del box y el fútbol. Se va a morir de lo que se muere todo el mundo – interviene Leovigilda -; de inutilidad. Pero qué dice, Leovigilda, alguno responde por ahí. Digo lo que es: inútiles para perpetuar. Para perpetuar qué. El chiste que somos. Y alguno siempre termina por decir alguna guarangada o algo que no viene a cuento y la conversación se va por donde no era. Y mientras tanto, Breseido se enamoró otras tres o cinco veces al cuete. Sonríe a hacia el sector de mesas que comentaba su realidad. Y sigue sonriendo, dice alguno. Si uno pudiera, añade otro. Es fácil, pura voluntad muscular; levante los labios por los costados, achine los ojitos y, si puede, créaselo, otra voz. Esa es la parte jodida, precisamente. Usted, también, quiere la chancha, los veinte y la máquina de hacer chorizos, critica uno. Yo con los chorizos me conformo. Y así pueden estar hasta que otra cotidianeidad, voluntariosamente confundida como novedad, les brinde otro cauce (que es uno ya descendido).

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Todos allí saben que la noche fue creada por cuestiones acústicas: para que los grillos y demás bichos sinfónicos suenen como corresponde – aunque no queden muchos por el barrio, ya; en cuanto construyan en el solar donde crecen esos yuyos, chau grillos y trampitas amorosas. Y, como benevolencia tangencial, para alojar a los apenados. Saben que el bar es un lugar donde el ciclo circadiano ha sido reemplazado por una noche sin interrupción.

Lo han sabido los hombres en toda época y lugar. Aunque acaso haya sido en esas regiones septentrionales donde el invierno impone el encierro y la oscuridad prolongadas, donde el concepto de bar se haya implementado por vez primera – aun desconociendo que se hacía; porque aquello no era más que una costumbre que habían aprendido y obedecido desde que a alguno se le ocurrió fermentar alguna fruta o lo que fuere. Así pues, habrían sido esas mentes esteparias, afectadas por el discernimiento del reverso de las miradas sobre sus circunstancias, muchas veces impuestas, y que algunos llaman pesimismo o incapacidad para adaptarse o sobreponerse a la realidad (lo que los pragmáticos llaman una falta de olfato para los negocios), las que fundaron en Siberia o Laponia el consuelo o refugio de la bebida colectiva en reclusión. De hecho, los expertos creen que la palabra “bar” es una contracción de una palabra proveniente de un antiguo dialecto ya extinto que hablaban lapones y rusos, y que originalmente habría sido algo así como ByksnÄisylkividnayakompaRniy, o “acompañada soledad líquida”. A saber si es así. Tiene toda la pinta de ser uno de esos mamarrachos apócrifos que se le ocurren a alguno para impresionar a alguien en la mesa del Bar Prosperidad o de cualquier otro bar que es, en realidad un poco el mismo repetido. La palabra de marras parece contener todos los elementos propios de los resbalones de una embriaguez considerable. De hecho, no es descabellado pensar que el finés y el ruso no sean más que las lenguas surgidas de imposibles conversaciones invernales sumergidas en vodka o esas bebidas siniestras de las que hablaba Voroskin en su Tratado de la claudicación: “bebidas que mezclan la vida con la muerte”. Claro que Voroskin era un borrachín de cuidado, y que sus libros han pasado al generoso olvido.

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Por el lado de los baños se asoma un rubio. El pelo más corto a los lados y en la nuca. La vestimenta anacrónica. La mirada espantada. Uno que abrió una puerta que no debía. Enseguida lo van a llamar de alguna mesa para no entenderle la novedad de su presencia. De a poco irá aprendiendo el idioma y los códigos de la época. De a poco olvidará de dónde y cuándo vino, de la misma manera en que olvidará su lengua y su historia. Y uno no puede sino preguntarse para qué esas benditas puertas, si no sirven para advertir ni admirar ni nada más que una breve desesperada estupefacción. Para joder, dice Femenías – que, según se comenta, lee los pensamientos y el futuro en la borra del café que queda al fondo de los pocillos. Lo miro con asombro. Estaba hablando solo, dice, sin formular más gesto que el de rellenarme la copita de vino violento. Y pienso, muy solipsista, que en realidad allí no sucede nada más que lo que cada uno de los habituales imaginamos. Pero enseguida veo que el rubio se acerca a la mesa a mi derecha y dice algo en lo que creo que es alemán, y dice un nombre, que sólo puede ser suyo (Wotan o algo por el estilo). Nadie allí puede idear unas palabras que existen pero que no saben; tal como un nombre como ese que parece de una mitología mediocre pero pretenciosa. Alvarado, otro mozo, le palmea la espalda y le dice algo que no alcanzo a oír. Calculo que un sosiego. El alemán asiente un tanto bovinamente. Digo alemán, pero podría ser austríaco. Lo mismo da, visto lo visto en 1938. Wotan se sienta en una silla que alguien le ofrece (y se me antoja que más que un gesto de generosidad termina siendo uno de involuntaria perversidad). Alvarado aparece con un chato del vino de la casa – el mismo que estoy bebiendo yo y que nos hermana como una eucaristía. Ya está, no hay vuelta atrás. En algún momento, mientras formule sus nuevas señas de identidad, caerá por esta mesa donde estudiamos el devenir del bar y aventuramos teorías con la ambición de explicarlo, de explicarnos.

© Marcelo Wio

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