Apariencias

Podía palparse la densidad siniestra de las miradas reunidas en el bar Recoveco. Había una discreción que no era otra cosa que tristeza – un poso de fracaso en cada instante previsto para cada uno de los parroquianos – y el temor de desencadenar las furias precariamente reprimidas. La dureza del silencio aumentaba la magnitud de esa injuria que parecía ancestral, casi atávica. Los rostros tallados por un odio que no sabía definirse a sí mismo y que, por ello, se dirigía contra todo; incluso contra lo inmediatamente semejante.

Lautaro Garmendia fumaba con parsimonia en un extremo de la barra, el vaso de cristal sucio, con un culo de caña, descansaba sobre la madera gastada como una ofrenda a un dios que, por no escuchar, no la merecía y, por ello, de tanto en tanto, Garmendia le hurtaba un trago. El humo de su cigarrillo se agregaba al de tantos otros como a una reunión sin palabras; quizás lo más cercano a la intimidad que se podían permitir aquellos hombres que habían aprendido que, para sobrevivir, las distancias y ciertas prudencias eran lo mejor. Garmendia acarició el mango del cuchillo, un poco para recordar que estaba allí, otro poco para recordarse las reglas no escritas de aquel lugar. Ese mango era una seguridad más tangible que las empatías y las mediaciones. Ese mango representaba, muchas veces, un resguardo para su supervivencia.

El negro Espínola lo saludó, también amarrado a la barra (recostada la espalda levemente en el borde, de frente al local; no es cuestión de darle ventajas a lo repentino), con un gesto leve de la mano gruesa en el ala del sombrero. Garmendia respondió con el mismo gesto (su actitud, en la misma posición). Eran dos, pero bien podrían haber sido uno y su reflejo. El temor y el odio equiparan, igualan.

Un mes atrás – quizás un poco más, tal vez un poco menos; cuando el tiempo es una reiteración de eventos, termina por cancelarse en un instante eterno, es decir, semejante a sí mismo; lo que suele llamarse rutina – , achispados ambos, Espínola había sacado su cuchillo por unos dados que burlaron su suerte; Garmendia había desenfundado el suyo; se tiraron algunas cuchilladas que dejaron heridas superficiales, pero no porque esa fuera la intención, sino porque el mismo alcohol que había magnificado las valentías (o quizás las cobardías) y las broncas, también había mermado las fuerzas y las destrezas afamadas.

Desde entonces se saludaban como si aquello hubiese pasado en otra vida que no era la que los contenía en aquel espacio. Los rencores son un lujo que nadie se permite en Tranquera Vieja. Son distracciones innecesarias. Lo que no se resuelve con muerte, se resuelve con olvido.

Mas, nunca es todo como parece; nunca las cosas se reiteran efectivamente, aunque uno las perciba así. No hay nada así como un instante que reincide. Y nadie está exento de la inquina, y la venganza que esta engendra. Lo que pasa es que cada desquite tiene su momento, su forma de manifestarse. Quitarle el saludo a alguien es, para los lugareños de Tranquera Vieja, una mera falsificación de la revancha – aunque no lo piensen en estos términos.

Cuando Garmendia, sobre las 5 de la mañana, con la caña flojeándole las piernas y embotándole la cabeza, intentaba luchar contra la gravedad (aumentada, como una viscosidad, por el alcohol) para subirse al potro, una puñalada en la espalda lo hizo caer al suelo, donde otra puñalada, esta vez en el cuello, apagó el tiempo que era el suyo. Espínola limpió el filo en los pantalones de Garmendia, se guardó el cuchillo y se montó a su caballo, sin sentir ni alivio ni arrepentimiento ni nada; como si hubiese cumplido con una acción que le había sido asignada aún antes de nacer. El caballo, con Espínola a cuestas, se alejó con tranco parsimonioso por el camino de tierra compacta y reseca.

© Marcelo Wio

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