Palmira, puede retirar las tazas. Ese tipo de frases la vinculaban a la realidad de aquella casa: una unión por lo demás frágil y breve, incapaz de generar presencia. Ella estaba sin estar: apenas las consecuencias de unas acciones pautadas, ordenadas: la mesa lista para la cena; la mesa limpia poco después de cenar; la escobilla recogiendo una negligencia, un descuido. Una suerte de intermediaria entre los instantes que los dueños de casa daban por hechos – sin prepotencias ni soberbias; con la costumbre de una fortuna que había sobrevivido varias generaciones.
Precisamente esa invisibilidad era la que disfrutaba Palmira: la coexistencia que no se reconoce es la que puede mirar como ninguna otra: sin unos ojos que miren de vuelta, que neutralicen o morigeren la observación, la exégesis de la composición de momento que se realiza en la traducción de imagen a idea, lenguaje, costumbre, sesgo. Esa imperceptibilidad le posibilitaba ser espectadora del comportamiento depravado y repulsivo del Señor: ese cariño exagerado, perverso, por la hija de la mejor amiga de su mujer, que pasaba el verano con los Señores. Esos juegos que el Señor llenaba de dígitos impuros y cosquillas que se resbalaban asquerosamente; esa mirada húmeda y reconcentrada en el objeto diminuto en que convertía a la niña. Su voz, como repleta de telas taimadas, de tules hormonales, de sedas de engaños, siguiéndola por la casa en infames juegos de pilla-pilla y escondidas y todo un despliegue de ecosistema de sabana donde el Señor iba alejando a la presa de los adultos y acercándola al territorio de sus impulsos aborrecibles. Ella, Palmira, lo veía todo, al borde de la náusea y el vómito y la ira. Y lo comentaba todo con la cocinera y el mayordomo y el resto del servicio. Y éstos le decían que sí, que ya lo sabían, que el año anterior había sido una sobrinita de Hamburgo, y el anterior, el hijo de un socio, y que todos lo sabían, y que con todos no se referían a ellos mismos, para los que el saber tenía el mismo valor que el desconocimiento, porque quién iba a decir nada, y porque quién le iba a creer al osado; no, con todos se referían a la Señora, a sus padres, suegros, a los amigos íntimos, acaso no ha visto que éstos nunca traen a sus hijos, y no tanto por temor, porque hasta donde hemos podido saber, no ha pasado de los preliminares del horror, de la preparación, del simulacro del ataque repugnante y horrendo, sino por la sospecha de que esa contención tiene los días contados (con cada incremento de su capital, cada vez menos: actúa como exención, un salvoconducto, un temor implantado en las decisiones ajenas). Y todos saben, le decían, que ese reprimirse no lo ejerce en ciertos lugares donde otros niños son ofrecidos con sádica discreción. Todos lo saben. No se olvide del poder que da el prestigio y la riqueza: funciona como impunidad – silencio – o, en el peor de los casos, como atenuante, dijo el chófer. Y la hipocresía, madre mía: las máscaras sobre las máscaras y los vestidos sobre los vestidos que disimulan la humanidad, dijo una criada. La única diferencia entre ellos y nosotros, dijo la cocinera, es el perfume y las telas. Nada más. Y a saber qué quería decir con eso, se dijo Palmira, porque yo huelo muy bien y visto, con mis limitaciones, dignamente. Y en eso quedó la charla. En una charla, precisamente: como si las palabras pronunciadas hubiesen disuelto la gravedad, el asco, la indignación en el caldo de lo que siempre ha sido y será.
Palmira entonces cambió el foco de su estudio: la mirada sobre la Señora y su amiga. La mirada relacionando sus gestos, sus tics, sus evasiones y destellos y silencios con lo ya visto. La mirada como puente entre situaciones. Los ojitos celestes, fríos, resecos, de la Señora; inquietos, yendo desde el vapor de los vocablos de su amiga hacia la niña: como golpes de radar. Ellas, sentadas en los sillones de mimbre en la galería. El sol entrando discreto para distribuirse obedientemente entre las plantas y las superficies de madera y los vestidos claros de ambas mujeres. La niña jugando por uno de los rincones. Con una muñeca. La niña jugando a proteger cuando aún no sabía de qué había que proteger a tal pequeñez, a la inocencia. La madre prestándole palabras a su amiga y hurtando la mirada de la comunicación para sondear, buscar, por la puerta doble – abierta de par en par – que comunica con el salón de la mesa de snooker, la llegada inminente del Señor. La madre como esos animales salvajes que saben que más allá de la vigilancia, nada podrá hacer cuando el macho llegue. Ninguna resistencia. La única posibilidad es la huida anticipada. Pero no puede, porque Emilia, su amiga, porque le enseñaron que no se marcha una de las visitas sociales. Nunca de una que puede aportar beneficios. Nunca de una cuya partida puede llegar a provocar serios perjuicios. Y porque le inculcaron ese rasgo de alcurnia que es hacer de cuenta que nada malo puede suceder y, cuando acontece, que en realidad no es lo que parece: nunca ocurre nada malo a la gente de su clase. Es parte de los privilegios. Todo se soluciona, se paga, se lava, se maquilla, se niega, de puertas adentro. Y de puertas adentro quiere decir en la propia casa, en el propio círculo. Nunca se incurre en escenas. En dramatismos. Por nada del mundo (ni en la propia casa). Y mira: ojos empequeñecidos por el esfuerzo escrutador. Hablan, ella y su amiga, mirándose fugazmente, componiendo una conversación plana, sin aristas, de la que pueden asirse fácilmente, y que las deja libres para ejercer sus preocupaciones.
El Señor habla por teléfono en el estudio. Hace más de hora y media. Unas acciones y unas propiedades que están a nombre de alguien y que hay que vender porque la comisión de valores, y unas fórmulas de elusión o lo que a ella, que acaba de entrar para llevarse la taza de té, le suena como tales. Piensa, Palmira, ojalá le lleve mucho esta conversación, para que la niña tenga la tarde en paz. Y su madre. Y la Señora. Y yo, qué tanto, que sufro como si fuera mi hija y no hay nadie que se le plante al monstruo éste y qué poco hombre tiene que ser el padre de la niña que si fuese el mío el Señor ya estaría empapado de rojo bien cortado el cuello de lado a lado boqueando los últimos alientos de abuso.
Ella no lo pensó, o no formuló la idea de manera de hacerlo consciente:, no ser tan invisible la habría salvado de presenciar aquello: de hacerlo desde la impotencia, desde el obligado silencio que se la descomponía por dentro. Tampoco lo pensó la Señora: pero acaso, si el servicio no fuera tan invisible, el Señor estaría más restringido, al punto de verse forzado a dirigir incluso sus incontinencias de manoseos y miradas y juegos sin inocencia, hacia los arrabales a los que ella bien sabía que acudía para desempeñar su asquerosidad, su inmoralidad. Pero si el servicio no fuese invisible, si fuesen personas como ella, entonces todo aquello en lo que la habían educado criado adoctrinado enseñado catequizado y que era ella se venía abajo y entonces qué, las cosas eran como eran por algo y siempre habían sido así y siempre había funcionado muy bien todo de esa manera especialmente para su familia y Humberto era lo que era pero también era un excelente padre de sus hijos y le constaba que jamás una de esas aberraciones y era un grandísimo hombre de negocios que había incrementado la fortuna de sus padres (los de él y los de ella) y aseguraba porvenir y quizás todo ese estrés esa presión pero qué digo por favor si Faviola es sólo una niña Dios mío que no estás por aquí y Viola que sufre que la veo cómo sufre buscando temiendo la llegada de Humberto que a saber por qué se retrasa y hay que ver cómo son las cosas porque esta tardanza debería dar sosiego pero sólo está haciendo crecer la angustia el terror y nos estamos quedando sin palabras fáciles porque somos incapaces de recordar nada más de nuestra infancia para rellenar el espacio entre su mirada y la mía que son la misma en definitiva.
Palmira cerró la puerta del estudio. El Señor seguía al teléfono: otra llamada. Se dijo que si después de todo ese gasto de energía intelectual, el Señor iba en busca de la niña, al día siguiente, cuando entrara a buscar la taza de té a su estudio, lo mataba. Se lo dijo y se lo creyó. Porque no era una fe.
Cuando le llevó la bandeja con el té y las pastas a las señoras, fabricó una mirada distinta, sin abnegación ni obediencia, pero sin prepotencia: una mirada de seguridad; no para ella, para las señoras, para la niña. La Señora vio ese halo violeta oscuro sobre la mirada de la muchacha que la condujo a verla, más allá de su labor, de la acción que realizaba: a corporizarla. La sirvienta sonrió una sonrisa sin sonrisa: una afirmación. Mañana. Eso decía el mutismo de los labios juntos, blancuzcos. Y creyó que la Señora comprendía. Pero no comprendió. O, más precisamente, entendió algo distinto: sé lo que hace su marido, leyó, conozco su silencio ignominioso, vergonzoso, y el de su amiga, mucha alcurnia pero ninguna dignidad, ninguna ética germinal: es una niña, por Dios santo, una niña… Eso interpretó la Señora. Y pensó en despedirla, pero se dijo que quizás era su castigo, o que era la forma de componer una valentía o algo, algo, lo que fuera. La muchacha dejó la bandeja en la mesita interpuesta entre los sillones. Viola también descubrió esa mirada novedosa, y descubrió el cuerpo fino y sin gracia de la muchacha, la cara llena de alegrías que acaso alguna vez, pero difícilmente, y descubrió la escritura de un juramento: no voy a dejar que le suceda.
Las señoras incorporaron sus miradas, lentamente, a la región de su complicidad, como desconociéndose, con la timidez de quienes fueron íntimas pero han dejado pasar demasiado tiempo dese la última vez que se confiaron secretos. Los recuerdos, entonces, comenzaron a volver: ahora la infancia podía tener un hueco en aquella galería. Aún era un resquicio, pequeño, frágil.
Humberto apareció tarde, apenas para decir hola y que cenaría en la ciudad, y para darle dos o tres caricias a la niña. Palmira, desde la oscuridad del salón de la mesa de snooker miró a ambas mujeres: ya no era invisible ni en la oscuridad para ellas: los ojos como encendidos de negrura fulguraron como una palada de tierra muy negra y mojada. Mañana, pensó. La Señora y la madre casi pudieron oír el pensamiento. El Señor también: dejó una caricia a medias y se marchó. No la vio. A Palmira. No la vería sino hasta el día siguiente. Pero ni entonces. Por qué iba a verla.
© Marcelo Wio
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