El martirio de Teitelbaum

Ausente de sí, con certificado justificante firmado por el mismísimo Reb Hayyam y todo el equipo médico del departamento de psiquiatría del Mount Sinai, va empujando el rebaño de sus pensamientos hacia la Incógnita, esa suerte de aspirador fatal e incorruptible. Inmerso en el año sabático existencial para desparramarse sobre las barras de los tugurios y los cuerpos alquilados en esos mismo antros.

Había sido considerado un prodigio. Pero él no supo descifrar las señales o el contenido de las profecías que le llovían como ofertas tentadoras de futuro. Tarde – si es que existe un momento oportuno para dichos menesteres – comprobó que su genio radicaba exclusivamente en deconstruirse y destruirse espiritualmente con una minuciosidad asombrosa (fácilmente confundible con la saña). Pero no le vio mérito alguno a ese virtuosismo supuesto. Cada noche había, en esos garitos a los que iba, individuos que hacían lo mismo con destreza y originalidad mayores. Tal vez, se decía, todos nacemos con ese don: reventarnos a conciencia porque sí, porque una urgencia recóndita nos provoca, primero, y luego, cuando se da el salto de fe en esa dirección, lo exige. Hábiles para la ignominia autodirigida; la más fácil, la más a mano. Facilitadores del pasaje de la vida a la muerte, trasuntos del Gran Tentador. O quizás, iba siguendo unos pasos por detrás a sus razonamientos, sea una piedad aplicada sobre uno mismo con la finalidad de digerir o soportar mejor la vida (digiriéndose uno mismo): causados todos los males, las circunstancias, los entornos y sus ofensas, expectaciones y humillaciones (y los aliados usuales) quedarían desactivados. Artificios del espíritu.

En fin, Josh Teitelbaum camina, envolviéndose con gabardina como si fuese un Dürüm precariamente preparado; desde el Lower East Side hacia el Upper West Side, hacia el calor de Stelle y sus gemidos sin talento, pero que igualmente se agradecen por el empeño que pone en cada uno de ellos y en los gestos que remedan un cariño que ella no pudo haber aprendido de ningún hombre. Supones demasiado, se dice. Seguramente las palabras de Teitelbaum sean lo que más se ha acercado a la ternura a la que probablemente nunca pueda aspirar Stelle. Sigues infiriendo imbecilidades.

Teitelbaum conjetura desde hace un tiempo que a ambos les ronda la idea negligente de proponerse un arreglo extravagante que arruinaría, sin duda alguna, la pequeña dosis de amargura con la que precariamente se unen. Pena del otro y de sí mismos (a través del otro, etc.). La lluvia lo empapa: le chorrea la cara y los anteojos y la gabardina y los zapatos. Un lavado ritual, se dice, y hace un esfuerzo por esbozar un símil de sonrisa pero fracasa en el intento. La ciudad se le presenta como un caleidoscopio detrás del efecto de las gotas en los cristales de sus gafas de montura negra y recia. ¿Se me agotaron las ternuras y sus expresiones?, le pregunta a su reflejo difuminado en la ventana de una librería de usados. Qué carajo importa, rezonga contra la tapa de sus sesos la sempiterna voz que lo guía, artera, y que con métodos Talmúdicos lo derrota dialécticamente. Por eso mismo cedió hace tiempo. O no. Pero es una buena excusa. Tan buena como cualquier otra.

Toca el timbre y un estertor metálico destraba la puerta. Sube la escalera haciendo acopio de injurias que amplíen la culpa consecuente. La puerta del 23 está abierta. Entra.

-Hola Stelle.

-Pasa, ahora te preparo un té cargado.

– Gracias – responde Teitelbaum mientas se quita la gabardina y los zapatos encharcados.

-¿Cómo no se te ocurre tomar el Metro un día como hoy?

-Quería caminar…

Stelle gesticula un desacuerdo algo maternal con la cabeza, mientras piensa sin pensar en peregrinaciones y expiaciones y en la inutilidad de todo ese teatro.

-¿Es un nuevo servicio? – pregunta Teitelbaum.

-¿De qué hablas?

-El de preocupada meretriz.

-Déjalo estar,¿quieres? No empieces…

-No, no, es que realmente me interesa.

-¿Todo lo tienes que ensuciar; cada instante, cada espontaneidad, cada gesto?

-¿Es que aún queda algo que no haya sido impecablemente enchastrado por alguien?

– Olvídalo.

– Perdona, Stelle…

-No hay nada que merezca ser perdonado.

-Mi vocación de aguafiestas.

-Eso sólo te lo puedes disculpar tú.

-En fin, Stelle, haz de cuenta que no dije nada, ¿está bien?

-Si quieres, intenta quitar los manchones que dejan las palabras al caer, pero el sonido ya lo procesé.

-Mierda, Stelle, ¿qué has estado leyendo?

-No sé por qué te asombras. Supongo que será cuestión de prejuicios y preconceptos que habrás elaborado o aprendido, porque nunca nos dijimos más que las insensateces inofensivas a las que uno acude en toda transacción.

-Es cierto…

-Cómo gane dinero, no explica la persona que soy, que fui. Medios, Teitelbaum. Recursos más o menos desesperados.

-Y yo que en algún momento me atreví a pensar que me había quitado toda la mierda de encima por vía de un reductio ad absurdum colonoscópico… Hundiéndome yo mismo dentro de esas cabernas coprológicas.

-Oh, querido, es imposible. El reflejo ancestral de respirar te hace mantener la cabeza fuera, y ahí, justamente ahí, está la verdadera podredumbre.

-Oye, Stelle… hoy quiero tomarme el té y conversar. Sólo eso.

Teitelbaum sacó un puñado de bolitas de billetes y lo puso sobre la mesa.

-Guarda eso, hazme el favor.

Stelle sirvió dos tazas de té. Se sentaron enfrentados alrededor de la mesa redonda, pequeña, a sorber la infusión caliente. De pronto, las palabras parecían evaporarse, arrastradas por el vapor que emanaba de las tazas.

-Eres un cobarde.

-Vaya novedad… ¿A que es desesperante?

-Tanto como eso no. Pero sí un verdadero incordio.

– No puedo estar más de acuerdo contigo.

-En vez de eso, dame las palabras que me pertenecen.

-Oh, Stelle, eso es casi un rito iniciático….

-Eso, precisamente quiero de ti: la creación de una ceremonia…

-… en la que yo diga que hoy no me iré de este departamento, que inauguro una posibilidad sin ilusiones ni promesas…

-Con el único compromiso de no falsear ni por un momento el ánimo…

-Y que permaneceremos porque así lo decidimos en cada momento…

-Y cuando no sea así, no habrá componendas ni rencores ni recriminaciones…

-… porque nunca habrá habido obligación alguna que fabricara una esperanza innecesaria y castrante.

Bebieron el té sin mirarse, sin decir. Las nubes anticiparon un atardecer mercurial. Teitelbaum terminó su té y se incorporó. Se puso la gabardina, los zapatos aún húmedos y dejó, como siempre, el dinero en un cuenco sobre la mesa que está a la derecha de la puerta que del lado de afuera tiene un número 23 desteñido. Entre tanto, Stelle encendió un cigarrillo. El humo subía como una plegaria no del todo sincera: una seducción. Lo que me faltaba, piensa ella siguiendo la columna de humo hacia el techo deslucido, la prostitución metafísica. Cualquier cosa se puede esperar de un tipo como este. Con el final de la reflexión llega el sonido de la puerta cerrándose. Mientas baja las escaleras, Teitelbaum no deja de admirar a Stelle, su capacidad de percepción, de intuición de necesidades, de empatía… Fuera la lluvia se ha afinado como si la cerrazón del cielo ejerciera de filtro. Y antes de comenzar a pensar qué hubiese sucedido se se hubiese quedado, si esas palabras las hubiese traducido en una decisión, descarta la idea.

Stelle lo ve cruzar la West 109th. Ahí va, dice para un oyente inexistente, puro tributo a la necedad. Un obsequio a la vacuidad. Haciendo para no tener que hacer, para cancelar las justificaciones. Con esa manía de los que no tienen preocupaciones mundanas, y por ello, hipertrofian peculiaridades y atribuciones para generarse un desasosiego digno, elevado. Todo vale contra el tedio y sus vericuetos… A fin de cuentas, cada uno tiene sus distracciones, sus entretenimientos. El problema de Teitelbaum es que posee cantidades ingentes de tiempo libre, inteligencia y dinero, lo que conduce a la necesidad de mayores complejidades para lograr distraerse. Eligió un personaje con unas condiciones y condicionantes muy precisos: un ser extremadamente… patológico, morboso en la elección de sus aficiones… Es como un ferviente creyente de sus extralimitaciones. Como si se tuviera que ofrendar continuamente al ideal inverosímil de sufriente que se ha confeccionado para sí mismo.

Caminó un rato largo sin que mediaran soliloquios internos. Ahora, Teitelbaum atraviesa Stuyvesant Square, pero no se percata de ello (nadie que viva mucho tiempo en una ciudad se percata de ella, de sus rasgos: todo es algo más: rutina de instantes); va vuelto hacia dentro, hacia la manifestación de voces que él mismo es. Como si pudiéramos llegar a merecer el oprobio de merecernos mutuamente – dice una voz, como descargo (aunque nadie levantó acusación alguna, ni siquiera las dos voces que tenían derecho a hacerlo: la de Stelle y la suya propia). Ni ese consuelo – sigue otra voz – ni ningún otro para aliviar la rutina de desguazarme: obligación estructural, codificada genéticamente y obedecida fielmente. ¿Por qué tanto infame placer en hurgarme miserias, mezclarlas, centrifugarlas y ampliarlas hasta que quedan como un cuadro de Pollock? Se podía visualizar enterrando sus manos dentro de sí mismo, removiéndolas frenéticamente, deleitándose con los hallazgos inconfundibles de la degradación, y arrojando la sustancia sobre un lienzo que era él mismo. Trabajo de nunca acabar: siempre hay materia que extraer: la indigestión anímica es persistente.

Qué hacer, estoy condenado a traicionarme: soy extremadamente vulnerable a la tentación del arrobo de la autocompasión concomitante, ese amargo producto secundario de la pena autoinfligida. Cuando dobló en East 11th, vio la espalda inconfundible de su mujer entrando en su edificio. La punzada de culpa lo cubrió como un manto. La anticipación de la deshonra que iría creciendo fue como una inyección de adrenalina. Definitivamente estaba enganchado a la infamia (y a la auto-conmiseración posterior). La campana de una Iglesia cercana sonó. Teitelbaum se encaminó hacia su edificio.

 

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.