Condenado a una baldosa

El lenguaje es performativo dijo alguien. Decir, en breve, produce un efecto. Pero no cualquiera puede realizar tales taumaturgias. Ni aquellos que, por virtud de su voz, de la potencia en la enunciación o por el estatus de su figura, ejercen dicha facultad pueden hacerlo a voluntad. Es más, rara vez es consciente. La cuestión es más compleja. Depende de elementos que no son conocidos ni siquiera a físicos, químicos y biólogos; muchos menos a los escuetos lingüistas: el alineamiento de lo desconocido con – o en – el verbo, con la caprichosa sincronización de estados de ánimos, con la humedad ambiente, la presión atmosférica, y vaya uno a saber qué otros misterios insondables para los que evidentemente no existe vocablo.

Es sabido que ciertos cantantes de tango, payadores, predicadores de provincia y relatores de fútbol tienen la habilidad connatural para producir una alteración material mediante la enunciación. Eso, y no otra cosa, reflejaban, de manera caricaturesca, las extravagantes palabras cabalísticas que se pretendían conjuro universal – la navajita suiza de los soñadores – que servía para aquello en que estuviera pensando quien las pronunciara: los abracadabras y demás pavadas que inventa el desconocimiento y la fascinación.

En fin. Toda esta cháchara para referir un hecho particular y, para muchos, mínimo y producto de un mero y extravagante trastorno; o un afán desmesurado por llamar la atención.

A partir finales de los años 1940 – y hasta bien entrados los años 1960 -, Mikolaj Magiczny, conocido en la radio como Carlos Anselmini, era “la voz del fútbol grande en el interior”. Fue uno de los fecundos creadores de esas frases que aún hoy se pronuncian, ya rebajadas a la deslustrada condición lugar común, como una trillada muletilla que se aplica por falta de imaginación, de capacidad intelectual.

Fue en un partido entre Charcas Atlético y Almirante Domecq, donde jugaba de 10 Ricardo “Tuco” Alvarado, un tipo esmirriado, con cara como de cuadro de Munch – escurrida, como huyendo de sí misma -; una humanidad breve, endeble, como si fuese un borrador que nadie se molestó en acabar o en deshacer para comenzar nuevamente. Así era “Tuco”. Pero jugaba contradiciendo lo que la naturaleza llevaba a pensar, a deducir. Su habilidad era de esas que se parecen más a un milagro que al producto de la repetición, de la perseverancia. “Ajena a las leyes de este mundo y de los posibles”, dijo alguna vez Anselmini, dejando entrever sus lecturas científicas, su extenso interés cultural.

Pero no fue esa frase con la que el locutor se refirió sobre la aptitud – ¿podía rebajarse esa condición particularísima a la mera definición general y manoseada de “habilidad”, “aptitud”? – del enteco “Tuco”, la que produjo, el efecto que es motivo de esta pobre narración.   

En el partido mentado, en el transcurso del segundo tiempo, “Tuco” realizó una gambeta que nunca había ejecutado. Era de fabricación nueva. Pero no como otras que ya había manufacturado con anterioridad. La novedad iba más allá de la composición espacio-temporal del regate: la realizó casi sin movimiento. Sí, así, tal cual. La pelota apenas siguió las instrucciones mínimas en un movimiento apenas visible, casi como si fuese un átomo: si se veía el balón no se veía ni a Anselmini ni al pobre y desahuciado rival; y si fijaba a estos con la vista, la pelota se hacía invisible. “Una cosa de otro planeta”, dijo otro de los relatores – Mauricio Salcedo; cuya frase fue pronunciada posteriormente hasta el cansancio, pero que nació con afán de literalidad.

Cuando la jugada finalizó – “Tuco” hizo aquella jugada casi a nivel atómico, pasó al defensor, descargó el balón sobre su derecha a un compañero que quedó solo ante el arco y la tiró a la mismísima lejanía -, Anselimini pronunció lo que era la descripción que más se acercaba a la humana percepción, y que era el admirado extravío de su comprensión. “‘Tuco’ juega en una baldosa… Qué digo, puede vivir perfectamente en una baldosa, en esa mínima región para un mortal como uno, pero una vastedad de posibilidades para quien ha sido agraciado con el beneficio de una pequeña infinitud”. Relatores posteriores tomaron la primera parte de la frase, la anecdótica.

Las palabras se esfumaron en la transmisión, pero a “Tuco” lo afectaron al pie de la letra. Cuando el martes no se presentó en el entrenamiento, fueron a buscarlo del técnico y el preparador físico a la casa. Llamaron a la puerta, pero nadie atendía. “Esperá, esperá, no hagas ruido”, dijo el preparador físico, el “sordo” Velázquez, acercó su oído derecho a la puerta luego de golpear una vez más. “Escucho una voz lejana”, anunció, e intentó abrir la puerta. No estaba con llave. Ingresaron por el zaguán húmedo como una cueva o una catacumba. La voz de Anselmini llegó desde atrás, desde el patio de la casa larga, como un embutido. “Tuco” estaba sobre una de las baldosas del patio. “No me puedo mover”, dijo, con esos tonos de voz oportunos para tales situaciones.

“¿Estás en pedo “Tuco”?, preguntó el “visco” Bermúdez, el técnico.

“No diga pavadas, Bermúdez. Estoy como pegado, no puedo desprenderme de esta baldosa.

Los otros dos intentaron despegarlo tirando, pero no hubo manera.

“¿Cómo te pegaste, chambón?”, inquirió el “sordo”.

“No me pegué, Velázquez, salí a regar las plantas ayer a la tardecita y al volver, me quedé atorado acá”.

Trataron de desprenderlo de todas las formas posibles, pero sin éxito – lo intentaron vanamente escultores, mineros, trabajadores de las canteras de piedra, ingenieros civiles. A lo más que llegaron fue a desprender la baldosa y buen pedazo del cemento al que estaba adosada. A Manrique, el utilero, tipo práctico y que se daba maña con las herramientas, se le ocurrió hacerle un carrito de madero bajo, con rueditas, para que, con ayuda de un bastón, como un gondolero encallado, se trasladase por la casa como una adaptación de vaya a saberse qué mito griego o persa, condenado a una baldosa de existencia.

© Marcelo Wio

Foto: Roberto Fiadone

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