A último momento

 

No encontré esa tersura a verdad en sus palabras, ni esa misericordia de domingo por la mañana en la cocina, sorbiendo el mate con la mirada sobre el periódico, el sol calentándole la nuca. Eran de una neutralidad como de asepsia – de la que o bien oculta una mácula, o bien intenta prevenirla (lo que delataría una tendencia innata a derivar hacia su acaecimiento) – ya disminuida por el aire que entraba por las ventanas. Eran de la textura que tienen ciertos engaños: de aquellos que ya están cansados, que no pretenden ni siquiera una ventaja, sino disimular el tedio que las propias pronunciaciones e intenciones han adquirido o destilado para sí.

 

*

 

¿Por qué vienes ahora?

Ahora. Antes. Después. Qué más da.

Da. Antes, la resignación no había coagulado en su costra irreversible… En todo caso, ¿para qué?

No lo sé. Quizás porque este es el último recorrido que podía recordar, y pensé que, consecuentemente, era la única manera de rememorarme de otra manera: el esplendor que entonces creía tener o habitar o merecer, y que está vinculado irreversiblemente a ti.

No hubo nada de eso. Ni la promesa de su ocurrencia. Hubo juventud. Nada más que eso. Y afecto. Acaso amor; quién sabe, atolondrados como andábamos, confundiendo parecidos y símiles y deseos y derechos.

No era ni aturdimiento ni obnubilación ni ninguna de esas disminuciones y censuras cínicas que siempre se efectúan, con resentimiento, sobre la propia juventud. Era sólo que el tiempo estaba lejos aún, y todo sucedía a la vez y todo era posible. Y hay en ello un brillo particular.

Como quieras. Pero aquí, y ahora, no quedan rezagos de eso que crees que hubo. No conmigo. Ni con nadie, me temo: todo ha caducado hace mucho. Es una putada la memoria: no sólo porque recuerda lo que debería olvidarse para poder envejecer con la ilusión de dignidad (e impunidad), sino porque encima, y sobre todo, altera esos recuerdos como una prepotencia que nos mira con sorna, y que nos obliga a buscar alguna vigencia, alguna supervivencia. Aquí está lleno de lápidas sin inscripciones.

 

*

 

Hablaba para escucharme. No sé para qué. Tal vez para probarme que aún podía hilar una idea, o una malicia, o una trascendencia. Qué se yo. Pero ciertamente no hablaba con él. Porque cuanto más hablaba él, más rugoso le salía el tejido torpe e infructuoso de los significados que había repetido tantas veces ante otros tantos interlocutores. Pero qué había debajo de ese engatusamiento evidente. La verdad , no me importaba ni adivinarlo ni descubrirlo. Ya estaba cansada de esas fórmulas que remedaban la melancolía para fraguar o resucitar un afecto sin ternura: una lástima, a la sumo.

 

*

se termina por perder hasta el dolor de la observación
y la compasión
cavadas sobre el rastro de esas viejas prepotencias
livianas e inútiles, que
terminan por depredar las ternuras y los cariños
sin interés ni tiempo

se pierde la indignación y la capacidad
de creérsela y llenarse
de postulaciones lacias
y cálices sin consagrar

y se pierde todo en ese instante
menos los temores
adheridos
al transcurrir, y las incomprensiones dignas y modestas
e inevitables

se pierde, todo, en esa imagen
en la que ella eleva, una vez más,
el gesto
y con éste, la blusa y la censura y la sugerencia y entonces
se pierde la mesura , y se revocan las experiencias y los cálculos y
se pierde la veracidad y las vaguedades y las mentiras socorridas (y sobre todo,
las verdades para mentir sin crueldad), y la culpa
que es una condescendencia íntima, una suerte
de idolatría perversa: la corteza definitivamente
endurecida

se pierde el punto de apoyo, la fraternidad
del brindis (o la excusa para embrutecerse levemente) y el abrazo
que alguna vez fueron
punto de apoyo
y renuncia e incentivo contradictorio
para salvarse

se pierde la sombra: pero no aquella
imbécil proyección obediente, sino esa como
suerte de voz
que no termina de ser del todo propia
y que desafía y siembra dudas
entre los pasos que fueron y los que restan
y que conmina a esos escepticismos fabricados adulterados
para ser confundidos
impunemente
con la intuición, o la premonición
o un inexistente sentido accesorio: la maquinaria
de una angustia tan abstracta como las listas
que confeccionaba como si fuesen resúmenes de su personalidad: elementos
de un conjunto que ahora busca los rastros
de las personas que fueron con ella.

 

*

 

Y ella no es ella ni lleva esa blusa ni esa vitalidad ni desenfado. Ni él. Por eso, justamente, cómo puede ser que ella hubiera desertado de aquella manera; al punto de deconstruirlo, desmenuzarlo, desarmarlo: rastro tenue, esa mitología de instantes lustrados que habría de influir, esperaba, sobre este ahora que se le escurría.

 

*

 

arrojados a la vida, como una visita
a las presencias
contemporáneas
que nos nombran: definen, pefilan
en una disposición que ofrece ilusión
o indicio
de existencia
arrojados a la vida, como una visita
que entra en las vidas ajenas

 

*

 

Pero cada uno en la suya. Porque, sobre todo, cada uno depositado en su muerte. Solos, sin respuestas para uno mismo – mucho menos para los demás. Ni cuentas ni pendencias. Ni el perdón o la confesión. Porque lo hecho, hecho está y hecho queda. Y luego, resta sólo esa reincorporación al caldo, a los elementos. Entonces, ¿a qué estas desesperaciones de última hora, como quien se da prisa a pesar de saber que ha perdido el tren, el barco o la vida? ¿A qué venir a interponer estos recursos de apelación improbables como si se tratara de un proceso judicial, de un derecho vulnerado?

 

*

 

Para desnacer despacio.

No es una clemencia menor la que pretendes…

Si hubo falta, comparada con el castigo, ha sido ínfima.

Castigo es el que te impones tú; que aceptas unas parte de la vida, pero no la siguiente. Eres como el penitente insincero que busca un auditorio para su dolor fabricado.

No.

Claro que sí. Tus parlamentos son artificios elaborados. Tu rictus son trazos ensayados largamente frente a un espejo o frente a las vidas que has visitado o usufructuado, vete a saber.

No puedes decir eso.

Lo estoy haciendo. Porque ya no estoy para esas simbiosis parásitas o comensalistas. Yo quiero nacer a la muerte como nací a la vida: sola, sin interferencias, sin memoria: sin los dolores que he aprendido.

Podemos…

No podemos…

Juntos…

… porque quiero la soledad: deshabitar todo lentamente. Y tú ya no estás: abarcado por ese páramo que crece tan benévolamente…

Estoy…

… digiriéndolo. Ya no estás. Ni yo. Finalmente.

 

© Marcelo Wio

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