Sueños de segunda mano

 

Sueño sueños ya soñados, de segunda mano, gastados, con rotos y descosidos; trillados, sin emoción, puro remedo de inconsciente, abalorios para el revoleo ocular REM, meros rellenos para que el sueño no se confunda con la muerte y aterrorice y espante y termine de matar de vigilia y fatiga; proyecciones como de esas de domingo por la tarde, clase B o C o sin clase, rejunte de personajes y parlamentos y una trama tenue que no necesita empeño ni talento porque quien mira, cabecea de tanto en tanto, buscado en el sueño (oh, circularidad de los hombrecitos sin equilibrio), originalidades o extravagancias o descanso sin memoria; de esos sueños, descartados, descastados, de esos, me valgo para cumplimentar el trámite de dormir.

Solían conseguirse en los abundantes y redundantes vídeo clubs, pero ahora con todo ese batiburrillo de progresos y cachivaches de mano, ya no queda ninguno en pie, por lo que hay que recurrir a los enflaquecidos rastros de pueblo y a los estraperlistas, que venden copias poco confiables: mal grabadas: sonido calamitoso, imágenes que ondulan o que se ven como detrás de una llovizna de píxeles deformados; pero es lo que hay y ajo y agua y sueños dulces, con los angelitos o con lo que uno buenamente haya adquirido, que peor es nada.

Recuerdo un sueño que tuve – original; o todo lo original que unas imágenes que no son propias puedan ser en el grumo de una trama urdida en las entrañas de eso que tan liviana y campantemente llaman el inconsciente – allá por 1985: Marlene Dietrich sentada sobre un trapecio y cantando una canción de Maria Elena Walsh (creo que la del Mono Liso); la orquesta, dirigida por Clark Gable con una sonrisa hipertrofiada y una raqueta de tenis de madera como batuta, compuesta por el equipo del Real Madrid que ganó la Copa de Europa de 1956. Y claro, uno es joven, y se deja llevar, embelesado, por la representación, por llamarla de alguna manera, y se olvida de grabarla o lo que sea. No importa que uno recuerde retazos; la memoria no juega ningún papel en esto de andar perpetrando argumentos. No ha habido caso; esos elementos nunca se han vuelto a emparejar de aquella manera tan acabada, tan perfecta. Una vez apareció Clark Gable, sin la sonrisa aquella, con la raqueta; pero enseguida apareció Bjön Borg reclamando el instrumental de su profesión, y de fondo, Guillermo Villas, con el delantal de cocina de la abuela de vaya uno a saber quién, aguardando pacientemente frente a una mesa de ping-pong, una paleta de madera basta, de esas de playa, en su mano izquierda, apoyada ésta a su vez en su cintura, componiendo uno de esos gestos de paciencia fastidiada.

Hace poco, en el rastro de Altea, encontré un sueño de 1977 que se parecía en algo al mío. Greta Garbo subida a un árbol tarareando una melodía lăutari; y Bobby Fischer dirigiendo con un alfil negro una orquesta compuesta por jugadores de fútbol que nunca llegaron a jugar en primera división. Lo he soñado un par de noches, pero no es lo mismo. Y claro, cuando uno intenta suplir o aliviar algo, lo que sea, con otra cosa, no sólo termina uno por decepcionarse, sino, por embroncarse, y no quiero llegar a tal instancia; este sueño no se lo merece – de hecho, creo que tiene algo mucho más digno que el mío (que, a todo esto, ya no sé si ha sido una fabricación de la vigilia: esa, negligente y pretenciosa, que practicamos entre horas).

Así pues, voy de rastro en rastro, buscando sueños y fantaseando con que, en una de esas, doy con ese sueño de 1985 que entonces (y aún, en parte) creí mío y que tal vez sea una producción ajena, un plagio, como suele decirse en ciertos círculos.

 

© Marcelo Wio

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