XXV (Una noche larga)

Jalil esperó, leyendo cualquier protuberancia en los gestos y palabras de Lucas que fueran indicio de un rencor elaborado, de unas recriminaciones pospuestas. Era como si Jalil necesitara de unas culpas subsidiarias para soportar el peso de ese instante sin saber qué decir frente a unos ojos tan ajenos como los que más, sintiéndose obligado a ser el primero en hablar y, al hacerlo, ofrecer una cierta cantidad de justificaciones que validaran esos mismos rencores que suponía– porque presentía que una ausencia, aunque fuera por desconocimiento de esta circunstancia por parte del propio interesado en cuestión, es decir, del padre, merecía una serie de reproches nacidos de una mistificación cuanto menos desfavorable que la madre debía haber acometido para sobrellevar con mayor dignidad (y sobre todo, sin las molestas preguntas de un hijo que empezaba a ver padres por todas partes) y una cierta impunidad el título casi teosófico de madre-soltera.

Pero lo que más inquietaba a Jalil era una sensación de obligatoriedad que se le estaba instalando: la de querer desear algo que hasta hacía unos minutos le era desconocido.

El encuentro se salvó, finalmente, con comentarios superfluos, esquivos, burocráticos: afinidades literarias, artísticas, futbolísticas – por fortuna, a ninguno de los dos les gustaba el fútbol, ya que cada vez más se parece a una ideología con sus bandos trágicamente irreconciliables. Todo el abanico de evasiones de compromisos posibles. Ambos se sintieron aliviados de que ninguno rompiera esa especie de pacto tácito de no adentrarse en lo que aún era demasiado pronto. Antes de despedirse, con la promesa de un nuevo encuentro en el mismo café de avenida de Mayo, Lucas le dio un dibujo: Lo hice cuando tenía cuatro años, le dijo, y se alejó hacia el lado del Congreso. Jalil supuso que esa era una manera de romper el pacto, que el próximo encuentro requeriría mojarse barbas y patillas y sacar las papas del fuego que ya estarían bien a punto  (si no es que un poco pasadas).

Una vez en su casa, quiso mirar el dibujo detenidamente, como si ejerciera una paternidad pretérita. Era igual a tantos. Incluso, a los que él mismo debió haber dibujado en una infancia inverosímil, de lo remota que le parecía. Miró más y más. Trazo a trazo. No, no era igual a alguno suyo. Era suyo. En la esquina inferior derecha se podía leer, escrito en bolígrafo: “Abdul Jalil, salita celeste, 1959”. Y supo que algo se deshacía, porque él jamás le había dado un dibujo de esos a Silvia, porque Silvia no había estado en casa de su madre haciendo migas y confidencias y esperá que te muestro las cosas de niño de Abdul, porque su madre no era de esas, no señor. Algo se desintegraba y los elementos se disgregaban en estampida. Aunque terminaban migrando hacia un mismo punto que no alcanzaba a ver.

 

© Marcelo Wio

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