Del diario de Roberto Molinari, 2 de abril de 1977
Llegan los cátaros, los escucho acercarse, renovados, remendados, resarcidos de soberbia. Salen de las hogueras pretéritas, abrazando la cruz, diciéndose Bien y Redención. Nuevos enviados a limpiar los pecados del mundo. Amén. Gran escobillón moral. Aleluya. Por nuestra culpa, por nuestra inmensa culpa, enemigos internos de la patria y la familia; demonios malditos que todo lo ensuciamos. Entreveo detrás de la niebla de las horas la catecumenia que nos espera en estos autoproclamados tiempos modernos: el agua se sumará a la electricidad para arrancar el grito salvador que revele (nos revele – a toda la inmensa nación-) sus verdades, que deben traspasar los muros y luego los pellejos, como púas, dientes, odios.
No puedo menos que obedecer esta verdad chiquitita que tengo entre las manos, y que me condena. La misma verdad que leí en la carta de Rodolfo, que me llegó por intermedio de la diligente Mariana, la misma a la que solía ver junto al padre Baldassi en el conurbano (¿dónde estará el padre y el espíritu santo?). Decía, no puedo menos que obedecer esto que soy, aunque sepa que habrá sacrificio y que lo soy, ya no será.
No tengo duda de mis convicciones. Tan errados no podemos andar si soltaron a los perros y decretaron noche sin luna por tiempo indeterminado. Y a pesar de estas certezas tan mías, tengo miedo. Muchísimo miedo. ¿Cómo estar preparado, no ya para la muerte, sino para el sufrimiento que pueden alargar cuanto quieran?
© Marcelo Wio
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