Vida de llave

He sabido recientemente, de un singular refugio de… obsolescencias, y de su custodio. Está en un sótano de la calle Hortaleza, de Madrid; sabrá disculpar que no precise más, dijo educadamente mi interlocutor. Y yo les digo igualmente a ustedes.

No es sano ni prudente, decía mi abuelo Ernestino, prolongar lo que es breve, aplicar brochazos burdos de misterio a lo que escasamente puede reputar como tal. Así pues, siguiendo el consejo de mi abuelo, desvelo: el referido refugio acoge llaves. Llaves perdidas. Llaves de cerraduras que se han cambiado y que, por tanto, se han estimado inútiles, llaves sin cerradura – de las que nadie se explica cómo es que han llegado a ser -. Llaves abandonadas negligentemente (durante mudanzas, divorcios, herencias), o por el más repropable utilitarismo que repudia sin más todo lo que a su criterio inmediato, pierde su beneficio. Y un etcétera que no debe abarcar muchas categorías, instancias o circunstancias; pero que aún así es menester mencionar: etc.

Abrían, las llaves, puertas, armarios, cajones; seguridades y confianzas generosas, afelpadas, como de abrazo peletero. Abrían lo prohibido. Nos tentaban con lo escaso que se escondía detrás de puertas sin encanto, cerradas empedernidamente. Nos palmeaban la pierna, a través del bolsillo, para infundirnos ánimos, para proclamar compañía, fidelidad desinteresada.

Y de pronto, por lo que fuere, se concluye que los artilugios intestinos de una cerradura ya no satisfacen nuestras espectativas (tan cambiantes e inestables), nuestro celo de privacidad y de seguridades; y así nos deshacemos de ellas como si fueran parte de esos vulgares engranajes descartados o lo que sea que constituye la fisiología de la cerradura – está muy en duda que se la pueda denominar de tal manera; los eruditos no se ponen de acuerdo en el concepto de vida, y muchos prefieren utilizar el término herrología para referirse a tales funcionamientos y órganos metálicos -.

Así, pues, olvidadas, migran a razón de entre 2 y 5 centímetros por mes (los estudiosos menos conservadores dicen que las hay que llega a los 7 metros por mes), hacia el abrigo de sus pares, y de Ramón R. S., cuidador y confidente; quien de tanto en tanto, las saca, de a manojos, a pasear. En dichas caminatas, suelta a alguna que otra para que invadan llaveros descuidados, mezclándose con las otras – que en un principio la reciben fríamente, pero que rápidamente ceden a su natrualeza afectuosa y bondadosa, ampliamente documentada por la revista Geografía Mundial (en su número de marzo de 1977) -. La llave en cuestión (podríamos denominarla, sin afán definidor, y sin la adherencia de connotaciones negativas al hecho; decía, podemos denominarlas clavis vindicativa, siguiendo la taxonomía de Carl Linnaceum)… Por dónde iba… Sí, la tal llave obra una sutil sanción, confundiendo al dueño del susodicho llavero, que así comienza prontamente a dudar de su memoria: no recuerda qué abre esa llave (si hay llave, hay algo que es factible abrir, qué es, etc.). Si la llave, además, cambia de posición en el llavero, ubicándose cerca de las más utilizadas por el individuo, éste puede llegar a dudar de sí mismo (casos extremos éstos, que conducen inexorablemente al arrepentimiento de la llave y a su penitencia de caer en manos de un tozudo que la ingrese en una cerradura inapropiada y que la deje allí trabada).

Después de saber de estas cuestiones, mi relación con las llaves ha cambiado sustancialmente. Las acaricio cuando llevo las manos en los bolsillos; o cuando las llevo en la cartera, de tanto en tanto introduzco la mano con fines de camaradería y cariño. Y, por supuesto, he dejado de desecharlas como si se tratase de meros objetos. Tengo un cajón, en el mueble que tengo a la entrada de casa, donde hay llaves de todo tipo. A veces, creo oírlas hablar. Pero creo que son cosas mías. Debe ser algún pitido en el oído o algo por el estilo (soy muy sensible al agua, y es inevitable que durante el baño algo entre en el territorio auricular y que formule sinfonías involuntarias). Además, he notado que ya nunca se traban en la cerradura, que entran a la primera (hecho que he notado en madrugadas que han seguido sin solución de continuidad a ingestas mayores de las habituales de productos vitivinícolas o derivados; o adulterados, incluso, hay fiestas en que el prestigio, e incluso las apariencias, están muy desvalorizadas), y que abren las puertas como si en todo el proceso las leyes físicas del rozamiento quedaran anuladas.

Pero, por sobre todo, debo decir que soy una persona más… feliz. Satisfecha, eso es.. Más seguro de mí misma: imagino que a un nivel inconsciente pienso que las puertas que se me cierran, serán eventualmente fácilmente abiertas… No lo sé. Esto último, mejor no me lo tengan muy en cuenta. Estoy saliendo con un muchacho muy dado a la ingesta de libros new age o como se llamen: todo es lindo y posible y no hace falta más que desearlo y abracadabra, una está como estaba antes. En fin, la cuestión es que algunas cosas se pegan. Como los abrojos o los seres que pululan por la calle, chaleco de ONG tirando a sucio, carpeta e insistencia de donaciones y sarandongas en mano, buscando trazas de culpabilidad o creándolas con fines, como ya dije, pecuniarios. No sé cómo llegué aquí. Ah, las llaves, que sí, que efectivamente, me han dado una seguridad nueva.

 

© Marcelo Wio

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