La veo todos los días. De lunes a viernes.
Sin falta. En el tren de cercanías.
Siempre con un libro distinto. Aplicada en una lectura que se me hace absoluta – y por ello, a veces, algo fingida -: apenas si deja el cuerpo en la superficie de la coyuntura. Siempre se trata de autores que no conozco. Presumiblemente eslavos. Esclavos de algún horror.
No sé cómo advertí su presencia tenue la primera vez. Pero desde entonces no puedo dejar de fijarme en ella. Vestida con esa sobriedad decadente de quienes han sido educados para otra época u otra vida, se sienta invariablemente en el último asiento del tercer vagón.
Yo subo en la segunda estación del recorrido, y ella ya está allí. Y allí se queda cuando me bajo en la novena estación.
Alguna vez pensé en entablar una conversación. Cómo no hacerlo. Preguntarle por el libro. Una de esas frases de las que uno se arrepiente, irremediablemente, casi inmediatamente. Pero hacerlo sería transformarla en una persona más – que habita el mundo de las trivialidades, con una voz más o menos agradable, con unos rasgos que evidencian los gestos más reiterados, con sus tenues y dudosas originalidades. Sería incluirla en el ritmo vulgar de lo cotidiano, de lo corriente, de lo previsible – un poco como esas músicas leves y fáciles que no pueden evitar anunciar la irrupción de un cambio de ritmo o de emoción en la melodía.
Prefiero imaginarla perpetuamente en ese vagón. Bajándose brevemente en alguna estación aleatoria que nunca será la mía para recoger un nuevo libro. No del todo telúrica. Mas, no del todo ajena a mí: parte de una de esas fabulaciones a las que uno se abandona sin saberlo – que, por ello, no son enteramente propias -, y que, en consecuencia, de la misma manera va dejando desperdigadas por ahí, susceptibles de juntarse con otras tales negligencias para conformar una presencia más o menos real – aunque limitada en sus posibilidades de interacción, de existencia fidedigna.
En realidad, si mi inclino por la salida, digamos, idealista, es por mi incapacidad de crear el coraje y la frase inicial para superar la instancia de observador a la que, cada vez más, me relego. No sólo en esta circunstancia particular.
Así, como digo que regularmente la veo, me digo que es muy probable que cada vez sea otra – multiplicidad que, en gran medida involuntariamente, he decidido aunar en una presencia, podría decirse, conceptual. O que, directamente, no sea nadie: una distracción; acaso, un deseo inconsciente.
Y de esa manera, ese amilanamiento que quiere seguir ejerciendo su autoridad, va creando las ilusiones de una posibilidad a la que no es preciso arrojarse.
© Marcelo Wio
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