Ahora, mira con los ojos de las posibilidades descartadas, con los ojos inmediatamente posteriores a esas decisiones canceladas. Mira como si hubieses optado por ellas. Mira ese instante con esos ojos posibles. Mira con la mirada de los ojos que acaso fuiste. Mira desde lo efímero de ese momento. Mira desde la inviabilidad, desde la impotencia, y responde: ¿valieron la pena esas renuncias?
La voz, creo, era de mi abuelo. Materno o paterno. Los dos se parecen a veces, en la evocación. Los dos, a veces, tan apócrifos. O sus palabras, más bien.
¿Valieron la pena? – la voz detrás de las gafas de un cristal verdoso, algo opaco. La voz detrás del hombre, y el hombre detrás de una vida.
Nunca valen la pena. Cómo van a valer la pena, si ya su nombre implica una derrota de esas de las que no se aprende más que a vovler a caer vencido, cada vez más convencido de que uno le araña una victoria o una prebenda a la circunstancia.
No trampees argumentos con sofismas inocuos.
La charla fue en su casa. Él en ese sillón marrón tan gastado de lecturas y pipas e ideas. El abuelo detrás de las palabras. El vaso de whisky (sin hielo) en la mesita de al lado. Yo estaba en un sillón parecido, a su derecha – y por derecha entendemos su diestra (con sus glorias y sus honores razonables) -. Supongo que también un whisky, y, en mi caso, un cigarrillo sin alcurnia. Una noche bien entrada en horas, casi madrugada. Al abuelo le gustan esas horas inexactas. A mí también.
No, hasta ahora, no valieron la pena. De alguna menera, a posteriori, siempre es mejor lo que descarté.
Con el tiempo verás que no es tan así. A no ser, que seas de esa raza de hombres que le pifian siempre. Los hay, no te voy a engañar. Pero son casos raros; y suelen durar poco…
La charla y sus confidencias, los cigarrillos y el whisky se fueron apagando. El día se había equivocado de instante una vez más. Por la persiana, la luz del sol rojizo se descomponía en pequeños y repetidos rectángulos difusos.
Vamos a desayunar al café – propuso mi abuelo. El café estaba justo al lado del edificio, frente al río. Frente al amanecer. Al día, decía siempre, hay que mirarlo a la cara de entrada, sino te barrunta endeble y ahí te quiero ver.
Un viento desubicado barría el ambiente y descuajeringaba las ramas de árboles, los peinados engominados, las faldas y levantaba a la altura de la vista cuanta porquería razonablmente liviana o aerodinámica hubiese en el suelo, afeando aún más las limitadas posibilidades estéticas que los grandes arquitectos le habían encajado a la ciudad.
Entre el tráfico aéreo, una página de periódico que revoloteaba cayó sobre la mesa a la que nos habíamos sentado:
¡Delito urbis!
El cordón de la vereda de la calle Saltitos – entre Cortijos y Cabo Prudencio Ovidio Salmerón – le decapitó la sombra a un viandante a las 18.37. Voces enconadas se han levantado contra el gobierno de esta ciudad. Se teme revuelta.
Volviendo a la charla. No es tan así, porque en todo el asunto tienen mucho que ver las esperanzas, los anhelos, del momento – y las posteriores – y cómo éstas se vieron o no satisfechas – también, de acuerdo a las valoracioines del momento, y las posteriores -.
Y la esperanza suele ser un grumo contradictorio, urdido en base a la negación de las evidencias de la existencia de un empecinamiento, de un capricho; que termina por ser un sustituto de toda explicación. Una aceptación abnegada que se juega una ficha imposible al azar del destino.
No sé si intentas ofrecerme el beneficio de un consuelo o, precisamente, una esperanza; pero no vas por buen camino. Todo a lo que puedo optar es a jugar una partida perdida de antemano…
Sólo digo que lo que parece un reproche propio a una decisión propia, es un arrepentimiento incinsero hablando; una trampa del tiempo para volverlo a uno contra su memoria… Vamos adentro, este viento es aliado de la desmemoria.
***
No puedo recordar con qué abuelo tuve aquella charla… Acaso, la conversación no haya sido tal, y sólo sea un compendio caprichoso (y por tanto, inexacto) de varias conversaciones sostenidas con uno y otro. Asi, la memoria, avara o práctica, une los recuerdos en una sabiduría o una agradable sensación de compañía, compañerismo.
No recuerdo, tampoco, cómo siguió esa conversación personal, íntima. Sí recuerdo que hubieron generalidades. Me habló, como siempre, del Independiente de los 1970, y ese virtuosismo, esa casi-danza; me refirió las indiscreciones de un filósofo con una muchachita y un virus que se prestaron; y alguna cosa más que se me escapa del catastro de palabras pretéritas. Finalmente, recuerdo que nos despedimos frente al portal de su edificio, él se giró para darme un beso y me dijo algo más que se fugó, y después lo vi perderse en la oscuridad del rellano.
Creo que estábamos sentados en esta misma mesa. O en una muy cercana. Creo que el abuelo estaba sentado donde ahora está ella. Y que, en algún momento, dijo algo muy similar sobre René Girard y la mímesis y él (ella) y yo y una metáfora que se le cayó a algún árbol por ese viento que no aflojaba ni para coger impuslo.
Tienes la mirada de quien está ante una pila de posibilidades en rebajas – dijo ella, y la continuidad que supuso esa frase con la remota conversación con mi abuelo, me pareció siniestramente fausta.
Nos dejamos conducir por la rambla por el viento y la apatía infundida por el whisky tempraro que acometimos. Así, casi sin caminar, casi resbalando, hasta su portal, que era exactamente igual al que en aquel mediodía despedí a mi abuelo. Rogué que las simetrías cesaran en la puerta oportuna. Le rogué a mi abuelo que continuara la chanza o la comunicación o lo que fuera, en otra oportunidad. No quería que ese instante, esa situación, computara como esas posibilidades descartadas que había mencionado mi abuelo.
Solo soy una trampa del tiempo, dijo en un susurro, y sentí que se marchaba del portal hacia la luminosidad que lo terminó por diluir.
© Marcelo Wio
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