Un paseo

Andar por una calle cualquiera, sin importar ni la ciudad ni la hora, implica resignarse a ser salpicado – diseñados como estamos para enchastrarnos de entorno y circunstancia – por palabras, ideas, imágenes y sucesos que, en el mejor de los casos, resbalan sin más por el tejido de las prendas o por el de la piel; pero que, de tanto en tanto, terminan percolando. Vagar, pues, por una ciudad, es someterse al arbitrio de trozos de existencia (real o mentida) que devendrán parte de la memoria (y de la idiosincrasia) del paseante: es decir, entregarse a la reformulación de su personalidad porque las palabras (todas ellas, independientemente del contexto y el sentido con que sean pronunciadas) son performativas, son acciones en sí mismas.

O acaso, ¿nunca se ha percatado que cuando habla sobre alguien a quien desprecia, del decir salen los vocablos como palomas que van a posarse sobre esas figuras, como sobre estatuas verdosas de vaya a saber qué olvidado, a cagar sus insidias corrosivas sobre los esas estatuas y también, porque esto es difícil de controlar, sobre los grises desmemoriados que pasan por debajo – y que van siendo, ellos mismos, olvido en vida (o eso que ejercen más como una obligación que como una suerte)? Esas palabras actúan: carcomen, manchan, deslucen, pesan, desencantan – tallan una muesca en la identidad.

Y mire, ahí lo tiene usted a Benítez, con un método similar. Él tira las palabras como si tirara un plato tras otro para que el interlocutor dispare; es decir, para que esté distraído y entretenido mientras él… ¿Él qué? Tal vez esconda sus genuinas opiniones, sus emociones ciertas; porque, a fin de cuentas, quiénes son los demás para andar pretendiendo conocerle a uno el tuétano de la personalidad, el intríngulis del ser.

El relato que surge de la pretendida aleatoriedad del deambular puede parecer, en el mejor de los casos, un cuadro impresionista

Basado en la realidad, pero notoriamente

alterada, deformada: trazos trozos

exagerados, resaltados inverosímil y absurdamente;

o en el peor, una burda deformación, una caricatura con pretensiones de astuta reflexión.

Pero no es ni lo uno ni lo otro. No en este caso, ciertamente. Las cosas y las gentes se presentan tal como son: sin exaltación, sin menoscabo, sin el falso afeite de la piedad o la vergüenza ajena.

Ya del activo caminante y observador apenas quedará el dócil intermediario entre unos instantes como los hay muchos – aunque a primera vista parezcan gozar de una originalidad sin mácula -, y la distracción que seguramente busca quien caiga en esta particular esta combinatoria de palabras; casi una suerte de registrador y reproductor. Casi, pues, cosificado. Casi, porque aún se vincula con lo humano a través del relato de las minúsculas historias (apenas jirones de quotidie, parafraseando a Nerón) que, aunque no son suyas, lo confirman (o lo justifican…).

Los pasos, entonces, se traducen en la narración de fragmentos de decires, de hábitos, de estampas voluntarias e involuntarias, de intenciones, de descuidos… De todo lo que hay por ahí y que tan alegre y cómodamente asociamos con lo humano. Un montón de olvidos rotos. Un montón de olvidos pregonados a viva voz. Un montón de ruido, y un montón de silencios. Un montón de lo mismo. Un montón de día, de mitologías incipientes.

De entre el montón, en el andar se pegaron estos sonidos y olores y ondas electromagnéticas más o menos acabadamente, de manera que pueden ser reproducidos con un alto grado de fidelidad.

**

     “Profecías de lo inmediatamente inmediato”, vocea un adivino callejero, plantado a mitad de cuadra – como un perro pastor o una boya -, hacia la corriente de humanidad. “Profecías de lo inmediato, de lo que queda un par de horas o un par de cuadras más allá; porque con adelantarse un poco, ya obtiene una ventaja considerable, la única posible, por lo demás”, patrocina sus engaños leves, el método para subvencionar su supervivencia que menos trabajo implica – la mayor parte del día la dedica a sus meditaciones y a la elaboración de su obra (que nadie – ni él -, sabe de qué se trata: inmenso conjunto de hojas manuscritas, recortes de revistas y periódicos sin hilo conductor).

Mientras tanto, Doña Elongación baldea la vereda sin considerar trayectorias ni cuerpos. Un agua negruzca con una espuma ya vencida golpea las baldosas desparejas (algo del agua se quedará debajo de las que están sueltas, de manera que cuando alguno las pise, saltará a traición para manchar perneras de pantalones, medias y zapatos recién lustrados) con una violencia inútil, para discurrir hasta caer por el cordón hacia la calle. “Vieja gilipollas”, dice alguna voz sin originalidad. Doña Elongación, ni caso. Está sorda como una tapia, que, si no, lo untaría con una buena carrada de artilugios verbales – muchos de ellos, muy probablemente inventados.

*

     Cuando Arnaldo (que trabaja, o que pasa el tiempo en la ferretería de Arbeláez) se aburre más de la cuenta, se dedica a seguir durante días y semanas a una persona – la primera que se cruce; hombre o mujer -, y con meticulosidad va anotando sus rutinas, sus cotidianeidades, sus idas y venidas; intentando aprehender los entresijos de su vida, como si tuviera que presentar un informe posterior. En su afán de minuciosidad, ha llegado a la exageración de alquilar un piso frente a la de la vivienda o al lugar de trabajo de la persona que siguiera en ese momento.

La mirada alargada tiene ya, Arnaldo, de tanto mirar y escudriñar. La mirada como una esperanza muda de que quizás, alguna vez. Pero entonces, siempre sobreviene la necesidad – invariablemente enmascarada de aburrimiento – de pasar a otra vida, a otro seguimiento. Mientras tanto, la suya, postergada, apenas una sombra ignorada. Como no ocurriendo: resonancia residual de un impulso fallido; eso le dijo Arbeláez a Don Emilio, el dueño de la relojería vecina.

*

     Dibuja. Rostros. Uno tras otro. Todos el mismo. Parecidos a nadie en concreto – como si fuesen una generalización, un resumen de facciones. En cuadernos, márgenes de libros, volantes publicitarios, paredes, mesas. Los va dejando por todas partes (bancos, mesas de cafés, sobre buzones, en portales, etc.) como si fuese sembrando una multitud futura. Quizás ha soñado alguna vez un rostro particular y nunca acaba de acertar los rasgos. O acaso lo sueñe todas las noches e intenta convencerse de que, dibujándolo, materializándolo fuera de sí, del sueño, éste pueda deshacerse – a esta altura debería haber advertido la inutilidad del procedimiento. Tal vez obedezca a un antiguo ritual a través del cual pretende asegurar la supervivencia de la humanidad. O quizás sólo sea el intento infructuoso de superar la elemental instancia de la insinuación. Probablemente, sea algo mucho más mundano, sin misterio – siempre resultar serlo; de la misma manera en que, por telúrica costumbre, se le busca la quinta pata al gato: a fin de cuentas, incurre en tales trazos mientras sostiene una de las tantas conversaciones telefónica o reuniones de planificación en el Ministerio de Fomento. Un pasatiempo que le permite sobrellevar el tedio de lo reiterativo, rutinario, burocrático. Una suerte de tic, de condicionamiento de supervivencia. El rostro del tedio, eso es lo que bosqueja una y otra vez Edelmiro.

*

     En una servilleta hallada en la mesa de un café – húmeda, pegada a la mesa de falso mármol como un sello críptico:

Ni crecida, ni alentada. Adormecida

como un pueblo sin nacimientos. Seca.

 Inconsciente de sí: entre el ajetreo

de los cuerpos que van y vienen

en las migraciones breves de los horarios.

Como una burocracia que termina por confundirse

por una forma de la caridad,

o incluso, intimidad.

*

      – Disculpe, ¿qué autobús me deja en el centro? – pregunta un tipo de traje viejo pero digno – como sus zapatos, que tienen más lustres de los que cualquier cuero puede aguantar, y ahí están, persistiendo con un brillo de lo más creíble.

– Depende de qué entienda usted por centro. O, más bien, a qué parte de la ciudad se refiera como tal – responde el diariero.

– El centro… de la ciudad, donde están los comercios más copetudos, las instituciones, lo histórico… El centro, vamos.

– Esto, aquí, entonces, para usted, es periferia, si, como dice, el centro está en otra parte… ¿Es así?

– Técnicamente hablando sí, claro.

– Y aunque sea periferia, ineludiblemente, como todo cuerpo, toda existencia, tendrá su centro, ¿no es cierto?; de la misma manera en que la periferia (respecto de esta centralidad, que indefectiblemente representa para nosotros, para nuestra cotidianeidad, esta parte de la ciudad) a la que usted se refiere (reduciéndola meramente a su núcleo), también lo tiene. Ya ve, una reducción infinita hacia el interior de la marginalidad. Ergo, lo que usted busca es una quimera.

El hombre de traje ya comienza a alejarse cuando la mujer del diariero le grita: coja el 15 en la esquina de Vamos y Vamos, lo deja frente al Congreso. No hay pérdida. El trajeado agradece con una sonrisa y un saludo con la mano.

– Por qué tienes que hacer el gilipollas. Tú sigue así que un día terminarás siendo uno a tiempo completo. Entonces, desde ya te digo, yo me marcho – le dice la mujer al diariero.

– Es que me aburro, argumenta infantilmente él.

– Abúrrate de otra manera.

*

     Braulio habla al bulto, es decir, con nadie, mientras acomoda la fruta en los expositores ubicados afuera de su verdulería, contra la pared bajo el ventanal. ¿Existe la Nada? Lo pregunto porque, veamos, si existe, no existe, porque si la Nada es nada, no puede ser; mas, si no hay nada, sólo hay Todo, y qué viene a significar Todo sin una Nada, exacto, básicamente nada. He ahí el intríngulis, el resto es miscelánea, y no es porque yo diga que es así, sino porque es así. Hablar por hablar es lo suyo, por descubrirle contradicciones al decir, al estado natural de las cosas, como suele mentarse. Por pasar el rato. Tan cansado de hablar del tiempo, del resultado del fútbol, de madureces, de que antaño los tomates eran mejores, de que si la hija de la Esmerilada anda ensuciando el nombre de la familia (que a saber cuándo estuvo impoluto).

*

     Adelina, que trabaja en la mercería de la esquina, es de una belleza inverosímil, tanto, que hace pensar en un engaño, una trampa perversa de exóticos afeites y de habilidoso bisturí – o, incluso, en pactos faustianos. Siempre hay un alboroto de hombres ante la vidriera (un último escrúpulo, dignidad, o lo que sea, les impide ingresar al local) observando hacia el interior – y más de una mujer también; predispuesta al comentario desdeñoso, al libelo incluso, que pretende minusvalorar lo que a la vista salta como irrefutable.

*

     Todas las esquinas se suponen firmes, imperturbables. Mas sus proas muestran siempre el desgaste de ese irrevocable avance quieto contra ellas: el tiempo echándosele encima con sus grietas y sus ruinas y con los tacones de las mujeres que las ocupan durante horas esperando los mismos desafortunados comercios y suertes de sus antecesoras – un rápido espasmo sin violencia ni caricia, la retribución apresurada, casi brusca. Encallecido (algo envilecido, también, todo sea dicho) su vértice y el eco de los pasos que decidieron torcer su camino en esa geometría: esos hombrecitos que siempre creen ir hacia un destino y que, en realidad, persiguen, una y otra vez, sus primeros condicionamientos: trampitas que los atavismos diseñaron para tenerlos siempre cerca, girando sobre sí como esos perros que le suponen otra identidad a sus partes traseras. Porque una esquina implica otra. Y otra. Es decir, una circularidad. Y si no, pregúntenle al escritor ese de los espejos, los laberintos y las reiteraciones, cuyos paseos se resumían a dar la vuelta la manzana.

*

     Alguna vez hubo un solar baldío lleno de yuyos e inmensas sombras – incluso en mitad del día – en la parte occidental de la encrucijada de las calles Coronel Savarín y Cátulo Yépez. En todo caso, eso es lo que se cuenta, como si su mera pronunciación, con la siempre grotesca idealización propia de las nostalgias que no le han correspondido a uno (marcado con un tonito especial de la voz, entre sobrador y cómplice), lo hace probable. Un solar, pues, al que le crecían los hierbajos y los amantes inopinados, intempestivos y las confabulaciones más variadas que perdían su convicción y su vigencia una vez se abandonaba aquel territorio. En él, se cuenta, también se juraron varios pactos – que es como decir que se fundaron varias traiciones – y se hicieron confesiones con afán de ventaja. Otras cosas por el estilo sucedieron en sus oscuridades perennes. Luego hubo allí un almacén. Que posteriormente fue taller mecánico – donde, según se comentaba, se vendían piezas de desguace de automóviles robados. Y más adelante hubo un gimnasio de boxeo. Ahora hay allí un edificio de tres plantas que parece hacer un esfuerzo inmenso para mantenerse erguido, como si aún no hubiese aprendido a distribuir sus fuerzas sobre el entramado de vigas y columnas que es lícito suponerle detrás de la fachada sin esmero.

*

     A las 19.37 – ya desde antes de que asfaltaran aquellas dos calles y les sacaran punta a sus esquinas; y eso fue anterior a la memoria más vieja que aún sobrevive -, surge desde una radio ilocalizable una música que no es de allí – bien podría ser que no sea de ningún lugar y que se haya quedado sin destino, sin arraigo; aunque a esta altura también sería lícito decir que es de allí, de ese vértice singular. Parece sonar como para advertir o, acaso, para que los seres que transitan por allí se olviden de hacia dónde van o se arrepientan a mitad de camino. Pero no se puede saber qué produce aquella melodía o, siquiera, si produce algo. Persiste, pues, más bien inútil, hasta las 19.38, cuando se deshace la sonatina de la misma manera en que se disuelven los chaparrones de verano y ciertas promesas.

*

     Según refieren algunos – ah, lacia formulita infalible -, en el tercer piso del 145 de la calle Sant Ander, habita el último lector. El resto de los seres que completan esa geografía, según esta especulación, serían, todos ellos, personajes de las novelas que lee sin cesar, como si su vida dependiera de dicho acto. Otros, en cambio, aseguran que los habitantes (o figurantes) son escritores de toda guisa, que, en su afán por ganarse el favor lector de Avelino Fernández (ferroviario jubilado) se abocan al manido recurso de los favores fatuos – comilonas, orgías inútiles, espectáculos varios – y de los halagos elementales, descuidando la laya de su prosa. De acuerdo con quienes propugnan esta versión, Avelino acepta sin decir nunca nada. Ni una palabra. Una novedosa variante asegura que hace tiempo que los escritores no acuden a la puerta de Avelino, que sólo se dedican a rondarla. El último que golpeó el portal fue un joven escritor que llevaba un manuscrito manoseado y una locomotora de juguete. A él, relatan, Avelino le respondió: Joven, a mí no me gusta leer – aseveración que lógicamente espantó ulteriores insistencias del imberbe juntaletras. Ahora, conjeturan quienes adhieren a esta versión, los escritores estarían dedicados exclusivamente a convertir a sus colegas en lectores de unos trabajos que ni siquiera han sido escritos, mientras orbitan en trazados azarosos alrededor del portal de Avelino como si se tratara de un atractor que gobierna las trayectorias de sus voluntades.

*

     Hablan dos frente al puesto de diarios (el mismo donde el hombre de traje fiejo pero digno preguntó que autobús lo dejaba en el centro). Uno dice una opinión política – un poco tajantemente, como si pretendiera cortarle con las palabras, como mínimo, el flequillo al otro.

-Te desconozco…

-Lo agradezco… Yo sólo gano con la primera impresión… Es una buena idea, que me vuelvas a conocer.

-De veras, Chávez. ¿Cómo puede defender al tránsfuga de Pellegrini? ¿Cómo puede suscribir ese cambio de bando, ese viraje ideológico…, esa traición?

– Pellegrini no es un traidor, querido Muñoz, es, como mucho, un converso. Aunque no diría tanto. Es un pragmático; eso es. ¿Por qué apoyar una ley que viola sus principios personales? ¿Es esa la clase de político que quiere? ¿El que es incapaz de ver más allá de los supuestos ideológicos?

-La clase de políticos que quiero es la de los coherentes: con las ideas que dice defender, con las ideas y valores del partido al que pertenece (después de todo, uno no lo vota a él, sino al partido, qué tanto).

-Pero Muñoz, compadre, de qué ideas y valores me habla, si en este caso el partido lo único que hacía era oponerse con el fin de tumbar al oficialismo. Y se oponía a una ley sumamente necesaria.

-No me joda, Chávez. ¿Sumamente necesaria una ley para cambiar una estrofa del himno? Y ni siquiera una estrofa, sino una palabra: Glauca por blanca…

-Es cierto, tal vez me haya excedido, y no sea sumamente necesaria. Pero, más a mi favor; siendo tan trivial, ¿para qué ese celo antagonista?

-Para poner en evidencia lo inane de este gobierno, la futilidad de sus decisiones (cuando no directa y profundamente perjudiciales) y lo terrible de sus omisiones, de sus negligencias muchas.

-Qué quiere que le diga, Muñoz. Tiene y no tiene razón.

-Preferiría no tener razón, directamente.

– ¡¿Y quién no, Muñoz?! Tener razón ese un incordio. Mire a los políticos, no hay vez que la tengan… De hecho, la única virtud que poseen es su infundada vanidad y, además, en el caso de algunos (demasiados, me temo), su carencia absoluta de escrúpulos. Un poco como los banqueros y los productores teatrales.

-No sé qué sentido tiene todo si, al final, uno no tiene nada para decir; es decir, si uno no tiene mucha idea de nada, si anda más bien a tientas, con alguna razón esporádica como esta (bueno, quizás no como esta, precisamente). A veces se me hace que, como mucho, y eso en el mejor de los casos, sólo podemos reiterar, reproducir idiosincrasias; y en el caso más habitual, meras idioteces.

-Para decir idioteces, Muñoz, digamos otras en las que estemos de acuerdo, que vaya si las hay; para dar y tomar.

**

Los pasos siempre terminan. Habitualmente, en los suburbios: donde las cosas se parecen unas a otras y la gente imita ese mimetismo. Y si uno no está listo para esa forma de fallecimiento, debe volverse por donde vino como quien esquiva el encuentro de un conocido cargante – sabiendo que inevitablemente habrá, no ya de encontrárselo, sino de convertirse en él.

Y mientras se vuelve – nunca por donde se vino, porque Heráclito también tiene jurisdicción en las calles -, apenas si se ven rostros, fisiologías e historias o relatos zumbándole a la noche o a la circunstancia, de aquí para allí, como menguadas bandadas de estorninos.

Así, también, vuelve uno al relato. Menguado: porque ha dejado más de lo que ha traído. La escritura es el apenas un recurso para mentirse una ganancia: el texto finge una comunicar una experiencia, un anecdotario, pero apenas si disimula una desesperación. Quien le diga que caminar lo llena a uno de vitalidad y vaya a saber qué otros pretendidos elíxires espirituales, no ha vagado de veras en su vida. No sale a andar quien busca, sino quien quiere perder algo (y quien no tiene ni para pagar el boleto del autobús). Igualmente, hace muy bien a la circulación sanguínea, la verdad sea dicha.

© Marcelo Wio

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