Sin

 

Sin detenerse a pensar recordar: dejarse llevar llenar de intención.

Juntar palabras.

Sin importar el sentido.

Poner una tras otra, como si uno colocara aleatoriamente latas en una alacena o, mejor aún, arbejas en un tarro. Y maíz. Y gabranzos. Y.

Una tras otra, como si se tiraran piedras a un río una tarde de verano, junto a Bradbury – que cuenta historias de una infancia que es todas -. Todas las que no caen en esas circunstancias que no permiten ni dientes de león ni memorias para morigerar la edad precipitada.

Así, con las palabras, pues, como si fueran guijarros que extienden su mensaje en ondas concéntricas: siempre el mismo: existo, estoy.

Pero es casi imposible.

Ahora, ya sin infancia – su recuerdo es, a lo sumo, una estrategia; con suerte, una metáfora -, las palabras se empeñan en ordenarse siguiendo unas ciertas pautas, condicionamientos, una cierta lógica, o lo que sea este volver atrás, redactando para encontrarse (tan adulterado); para terminar organizando las latas en la alacena por color o por lo que sea.

Atados a la obligación de contarnos la vida: cada una de sus porciones migas aristas, por triviales o ridículas que sean: las palabras las encajan en ese trozo confortable que denominamos realidad, y que nadie sabe muy bien qué es, pero continuamos inscribiéndonos sobre ella con la frágil caligrafía que somos.

 

© Marcelo Wio

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