Regresaste. Acaso, más como quien pretende
recuperar reflejos inmutables, perseverantes
sobre las superficies quietas,
que como quien accede a someterse
a retroactivas interrogaciones.
Mas, todo lo que habías sido o creído
ya no está. Ni huellas talladas,
ni rostros que te reconozcan, ni preguntas
que te confronten, que te demuestren.
Apenas unas cenizas
de una charla o una espera, el ladrido
de arrear ganado o instantes. La voz
de Higinio – ¿la suya; aún durando? –
mintiéndole historias a las piedras
de las paredes y los muretes. Lo dicho,
nada.
Regresaste. Para que todo
te rechace: ya no perteneces
a esta región de la idiosincrasia.
Y si caes en el desacierto de permanecer
más tiempo del que lleva una mirada
y un arrepentimiento ligero, corres el riesgo
de desintegrarte: como las edades que fuiste.
Porque regresaste a una ausencia. Espacio
entre la que te figuras memoria y el recelo ese
que te aguarda – o acecha –
al pie de la cama (como los fusiles, te dices,
sobresaliendo de las trincheras).
Regresé, te aseguraste. Como lo habías hecho
tantas veces antes, en tantos otros lugares.
Y siempre, el sitio, engañosamente idéntico
al recuerdo que te conduce
a ese retorno imposible: el de encontrarte
sin mella.
Regresé… Como si te estuvieras rescatando
de ti misma: es decir, del tiempo.
© Marcelo Wio
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